Que ha llovido, en verano,
y apenas si te ha temblado la voz;
ni el sentirse envuelto en barro,
ni el trueno, feroz y amigo.
Después del simún de la tarde
en un Madrid que convoca al desierto,
hoy hasta en sus noches,
sacrificadas a la vejez,
el agua, exigua, vanidosa y tímida,
y en sus cabriolas de gota gorda,
caliente y terrosa,
emerge el sabor, su sudor,
la tierra respira,
todo para,
la calma de la humedad,
qué lejos…
Qué manía con darle nombre a las cosas,
no tenía por qué saber,
me basta con vivir en la sensación,
no siempre palabras bellas,
no está tras la letra
lo que imaginamos en cada
aroma de tierra,
en cada vuelta que da el aire
a las coloraturas del agua.
No, qué no todo tiene nombre,
y menos el efluir
de la humedad bajo tierra
y su razón vertical,
inversa proporción del polvo,
lo seco, la tarde y la lluvia.
Qué manía con querer nombrarlo todo,
prefiero inventarme,
llamarlo con el nombre jugoso
del sabor en la punta de las manos,
o atarlo en la memoria
en forma de eslabones
que se entremezclan, como nerviosos,
como bullendo
al oler de la tarde,
al color no azul de la tierra recién bañada.
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