A Lakris…
Al sonido, que tiemble el pecho
de los pies hasta la nuca;
a la sana impaciencia de hallarse
cruzado entre fuegos:
de no saber si el caos,
si el desierto o el ritual,
si abandonarse a los colosos
que, entre llamas,
recombinan el aire
de la tarde a las profundos surcos
que tejen oquedades
en lo más soberbio de la noche.
Del grito platiposo (que es del ornitorrinco),
al que nos conduce con mano firme
y ojos de aura extraterrena;
de quien se duerme,
y aun dormido,
busca amigos y cerveza;
de quien encuentra en la polka el camino,
a pesar de las miserias;
del que baila en su alter ego engalanado;
de quien siempre está dispuesto
en las áreas más gordas de la vida,
y grita, y canta,
y sigue hasta que no queda ni una luna que callar.
Al sol de Galicia, que es eterno;
al dormir en una cama,
como los ancianos,
y hasta el desayuno en mesa de plata
y las tostadas que toman los señores.
O Panadeiro, la Paz y nada más:
dos de cada y dos de todo,
cerveza, vino, café en licor,
y al terminar, más,
rugir, seguir rugiendo,
y un día más,
y toda la música;
y rugir y romper con la masacre que es la vida,
destrozarse el cuerpo sin ordenador,
hacerlo gustosos,
salibando al olor familiar
se la orina variada y fresca.
Por el no enterarse del amanecer
en hordas de caminos erróneos,
el mar largándose solo,
sin decir nada,
y hasta el tumulto que acompaña reído.
Bakunin contempla la pérdida sagrada del sentido antes del sueño.
Y volver a empezar,
hasta no dejar ni el polvo del suelo machacado,
¡Llevárselo todo!
Y sudar, y sufrir, pero seguir,
solos y recuperados;
y volver a empezar,
y volver, seguro,
junto con Lakris,
un año más.
Y saber, ciertos, que lo que cuenta no es el cómo,
ni el qué,
sino con quién:
con quién quiera venirse,
tenga o no
los ojos más grandes.