Noches, que es lo que Madrid más tiene.
En lugares pequeños
de volatilidad irreflexiva;
nocturnos casi oscuros,
anárquicos gravitones absorbentes,
es donde transita el magma
de la verdadera cordura:
el cian de las ideas,
el verde del cielo,
el negro de las sombras
que se arrastran ya lejos,
cansadas, ruinosas
en la oscuridad del día.
La noche se crece en rincones
donde se agitan las palabras,
la risa, el tacto, las miradas y la lluvia,
que anda fuera protestando.
Y creamos como tegumento
barreras a la conciencia,
al resto de los poderes del día,
flojo, deletreado, deshecho
en edificios de horas y cristal.
En ángulos singulares,
imposibles al ojo despierto,
en pleno desdoblarse
es cuando transformamos
la rabia en inocuos
telares de arácnida blancura;
y la música rodea
el pequeñísimo espacio,
y hacemos grande lo atómico,
como gluones amasamos
entre sí los vibrantes hilos del sueño,
remedio contra el día,
sobrada sustancia de las noches menos oscuras.
En lugares pequeños,
por debajo del límite
en el que aún duelen las miradas
o la marca frágil de la piel cruje
en el roce del labio reposada,
somos, así: pequeños.
Y filtramos cada recuerdo
entre las mismas junturas
del tiempo pulposo,
diletantes de la evasión,
profesionales de la efervescencia.
Así: hacemos que broten los espacios,
saboreando el paso a contraluz,
la luz a contrapaso.