Hubo otros, pero se cruzaron los arados del tiempo;
hubo uno, que fueron todos.
Erguida entre las hierbas
te unces de noche y de invierno
embebida de no volver a sonreír con los mismos dientes,
con las mismas razones de tus manos invisibles,
en la repleta sombra cálida
que cobijaba el inflamarse sin rumbo de oro.
No era por dejarse caer, a solas,
y agarrarse a los ojos con la fuerza del que olvida pensar,
para siempre (quizá);
no era por arrasar paisajes de libre sentimiento
y aguijoneada realidad cambiante
entre las cumbres del asfalto y de la luz (forzada).
No era por dejar de estar, quieto,
funambulista en el silencio cuajado
de roces y palabras que sonaban a viento
y a no entender nada más
que el común frío de la nieve por quebrarse.
No fue por calcular, rumiante,
fue por tiritar entre pliegues de sangre,
fue la mordida caótica
del cielo caído en ruidosos espasmos de vida.
En la erupción lluviosa
de los diminutos cables que se cruzan en la alegría,
en el encuentro de los saberes atávicos,
se dio la consumación esencial de la certeza,
el imposible canto que se eleva
cuando del sentimiento, se cumple la justicia.
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