Cuando llueve en Cercedilla
y es verano y hace fresco
y cuela el cielo gris
el calor rocoso de la resina,
todo huele a lo que olía,
a lo que solía oler
cuando importaba menos
el color y las formas del barro.
Olía, y huele, a tardes de rol
en buhardillas de papel
sobre mapas de madera,
a un partido de fútbol
en el césped enfangado,
con las solas ganas
de acabar empapados
y descalabrados;
a una emergencia por achicar
agua del jardín vecino,
que se ahogaba como de caucho;
a refugiarse minutos, a solas,
contigo en un porche estrecho;
a mirar desde la ventana
esperando ávidamente
a que el verano volviera
a tomar la plaza y las ganas;
a irse con la bici siguiendo
la arena plagada de charcos,
corriendo más que las gotas,
persiguiendo truenos y relámpagos;
una subida frustrada a la montaña,
que se cierra como de noche
sin avisar y sin miedo;
a una mañana cimbreante
mientras tratamos de (no) encontrar
el camino más largo a casa,
cargados de churros,
cargados de porras;
un salir a la calle, a la plaza,
a la piscina, a la montaña seca,
y dejarse mecer, correr y hacerse mojar,
esperando nada más, solo,
indiferentes, irreductibles, intestados
a estar total y acaloradamente mojados.
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