Hace mucho tiempo, lejos, un muchacho contemplaba una escena, escondido, nervioso, dejando que explotaran dentro de él, en una oscuridad engañosa, las primeras sensaciones de una animalidad adulta.
Ahora, en el gran ventanal del salón del pequeño pero exclusivo asilo, en una ciudad extraña que había sido su ciudad durante los últimos treinta años, pero que seguía considerando como ajena y pasajera, esperaba un anciano paciente, y no exento de rabia, que un minuto estallara, repentino, o dormido, o brillante, o simplemente silencioso, para acabar con todo, incluida la soledad en la que nadaba como el pez que boquea en el río terroso, a punto de exteinguirse, resumiendo su vida en las brumas cada vez más gelatinosas y oscuras de su memoria.
¿Qué es lo que nos queda en la vejez? Le preguntó una mañana a una de las diez monjas que se alternaban para cuidar de él en aquella casa de ladrillo sucio, típicamente londinense, en la que él mismo se recluyó en cuanto escuchó los primeros rumores de la incapacidad. Le queda a usted todo lo que ha vivido, que no es poco. La sinceridad de la mujer le explotó en la cara, y lo agradeció, porque hubiera esperado una respuesta pueril y condescendiente. Y hubiera estado de acuerdo con ella, pero hasta eso, todos sus años, toda su vida, decrecía a un ritmo alarmante, como drenándose en el sumidero de su decadencia. Se desvanecía, todo lo que era. Ni hijos, ni esposas, ni rastro de su antigua y extensa familia. Nadie se acordaba, nadie se acordaría de él. No esperaba la visita de nadie, ni de los hijos que nunca tuvo, ni de las esposas que nunca llegaron a ser, ni de esa familia que creyó no necesitar y a la que desdeñó, cuando no despreció, públicamente hacía demasiados años.
No sabía nada de sus pocos amigos, probablemente estarían ya todos muertos, o a punto de morir, como él, viejos y decrépitos, casi ciegos, incapaces de recordarle. Nadie podía ya contar nada de él. Estaba solo, él y las monjas, entregadas a cuatro viejos a cambio de una exagerada donación, un cuidado de lujo, de lo más sentido y esmerado, en ese atípico convento en mitad de una ciudad convertida en pura y sangrante locura. Al menos me iré limpio, se solía decir, de eso no hay duda. Solo él, él y su decadente memoria en la que las imágenes eran todas borrosas y se confundían unas con otras, superponiéndose, mezclándose en un mar de caras sin rostro, de sonrisas perdidas y errores apagados. Veía venir las sombras, poco a poco, sobre paisajes y ciudades, sobre las caras y los momentos de una vida más larga que plena; poco había ya que pudiera recordar como antes. Lo poco vivo, moviente, a cierta luz en una distancia todavía prudencial de sus ojos, eran las impresiones, sensaciones de personas y lugares, de los tiempos, los buenos y los malos, un resto sensitivo mezclado con colores y formas irrreconocibles, casi siempre. El brillo de las miradas, aromas sueltos que inflamaban una piel acartonada y sobrante, el tacto de unos labios indefinidos, la lluvia lejana, una palabra perdida en algún pozo, ocurecida por el tiempo. Como cuando las fotos en papel se decoloraban y perdían consistencia, luz y color, su mente se oxidaba y con ella, todo lo que contenía.
En esa nación fragmentada que eran hoy sus recuerdos, en días de extraña lucidez, quizá provocada por la innata inflamación que le provocaban los sueños, volando sin remedio en una leve somnolencia, surgía a menudo una imagen que alteraba la niebla de su cabeza, removiendo el encelado batir como un gran foco de luz, como faro que permitiera vilsumbrar la costa perdida de un recuerdo precioso bañado por las aguas convexas del sentimiento; aromas y tactos entrelazados, cuajando en sólido como una piedra en mitad de su pecho. Ese recuerdo, cuasi lúcido, se había repetido a lo largo de los últimos meses, formándose. Solo ese recuerdo se proyectaba ahora con la suficiente nitidez como para que, al menos durante un día, el día que lo soñara con una mezcla de placer y dolor, sueño y despertar, pudiera evocarlo a voluntad, deleitándose masoquista en sus ramificaciones, evocar toda la línea vital de aquel pedazo de vida que relacionaba con otros tiempos, breves, que se ramificaba rico y fluído hasta llegar allí, a él, en el asilo, solo, esperando a morir.
Era un muchacho, un niño por acabar en el límite mismo de la adolescencia. La casa familiar de la montaña se perfilaba difusa contra el fondo casi negro de su memoria. La presencia numerosa de todos los vivos de aquella época se presentía, pero le era imposible llegar a concretarla; en los váivenes de su seco corazón, se colaban las impresiones más poderosas de los más cercanos, como su padre o su padre, primos y hermanos, incluso su tío Javier, pero todo era tan escurridizo y ardiente como intentar recordar su propio nacimiento. Corría por el patio, de repente, había oído a su prima Martina reír, y su risa resonó en una luna enorme del todo irreal mientras la seguía con la mirada, perseguida por una forma más grande, que reía también, pero más grave, más perdida en la noche fugaz de su vetusto mundo onírico. Se agitaban las hojas del limonero en mitad del patio, bañadas por esa plata que despedía la gran luna, fija sobre el patio. Corrían con la risa. Corrieron hata una de las bodegas almacén que se encontraban al otro lado, haciendo esquina con los corrales, que no recordaba, que muy bien pudieron no estar ahí; no dónde las veía, no cómo las veía. Más que recordar, le parecía que imaginaba, y en el rodante deslizar de la perdida vividez, sufría. Apretaba los dientes delante de la ventana, bajo el nudo de los coches cruzando lentos por la pequeña calle sobre la que se encontraba su último refugio, su última casa.
Un aroma potente lo cubrió todo. La humedad del almacén, el olor a moho, a cerrado, olor de bodega, embargaba toda la escena y se mezclaba con la risa de su prima que adornaba las sombras, flotando a su alrededor, revoloteando errática como una polilla hasta el extremo de las imágenes cuando dejan de serlo. Sintió la tensión, algo parecido al miedo en la oscuridad terciada de aquel almacén desubicado. Sintió los nervios al dar los últimos pasos, en silencio, acercándose a la risa que era ahora más fuerte, más viva, rica y reluciente. Solo buscaba la luz en su memoria, la escena que brillaba al otro lado del murete en mitad de la estancia, que la cortaba en dos formando arcos simétricos. Agachado, temblando, un poco, las rodillas se enfriaban contra el suelo y el moho era una realidad humedeciendo su rostro. Seguro de llegar hasta la última escena, casi antes de recordarla si quiera, levantó la vista por encima de su escondite. Todo tomó calor. El rostro de su prima apareció iluminado de forma exagerada, inflamada la imagen en un último esfuerzo mental involuntario por su parte; sudaba recordando, pero vibraba también como no había sentido en meses, quizá años. El rostro y la risa de su prima, las rojeces de sus pómulos, sus ojos azules exhalando esa vitalidad que no duraría en su ensoñación, lo sabía, por eso la retenía con todas sus fuerzas; su corta melena rubia, sus piernas más allá de la adolescencia y sus pechos asomando de su vestido de pequeñas flores azules y rojas, diminutas, refulgiendo como fluorescencias sobre un fondo de tela blanca.
En su piel brotó un viejo momento, muy joven. Recordó. Recordó por primera vez en tiempo. Recordó como se debe recordar, con la eidética necesidad de vivir. Y vio, con claridad juvenil, a su prima riendo y gimiendo, dejando que el hijo del guardés, grande y rudo, de mil manos, recorriera su cuerpo, sus piernas y sus brazos, sus labios, que la mordiera, con pequeños mordiscos muy leves y seguidos, casi rabiosos, pero sin violencia, su cuello blanco colmado de lunares. Oculto entre los informes bultos, aperos y fardos, él se dejaba llevar por el éxtasis de la imagen, de su prima espléndida, joven como nunca, inflamando sus primeras nociones sobre un sexo hasta ahora mistérico y cargado de tabúes y culpas. Los gemidos se intercalaban con la risa, superándola, y le llamaban como un reclamo, le anclaban a la escena y hacían agitarse su corazón marchito. Era un recuerdo pleno, el último recuerdo, quizá, en un tono sublime de placer y rebeldía. Anuncia la muerte, murmuró entre dientes contra la ventana.
Miró, entonces, y miraba ahora, con una brizna esquelética de sol que calentaba su cara, mezclando memoria y realidad, relamiéndose en las viejas pasiones. Vio como él, hoy un fardo más del almacén, sin cara ni formas, arado decrépito, se afanaba en trempar sobre el cuerpo blanquirrojo de su prima. Vio como ella dominaba, susurraba, delimitaba cada uno de sus pasos, entregada pero con voz de mando y maestra, acariciando con rabia su espalda musculosa. Vio la sombra fugaz de un pene, todavía enorme en su ensoñación casi infantil colgando de los goznes herrumbrosos de su memoria, entrar con fuerza en el rosa exacerbado de la vagina de su prima. Vio sus gemidos en la cara enrojecida; oyó el chocar de los cuerpos, el de ella contra él, el de él contra ella; y en el albor de su propia demencia infantil, contempló una vez mas los ojos grandes de su prima, luminosos, abrasándole fijos en los suyos, descubierto el desorden, su escondite y su obsesión, desafiándole divertidos, llamándole a que él también fuera como ellos, a que fuera de fuego, a que disfrutara con ellos, en silencio, escondido con ella, esa primera vez…
En el líquido deshielo de aquel único recuerdo, los años se arremolinaron sobre su visión y comenzaron a cruzar a trompicones, inauditos. Su prima brillaba a través de ellos, único punto fijo; y la familia aún unida, la familia presente, completa. Trasegaba con su rabia natural, desfiante, pasando por la alegría y la pena, por el odio, entre personajes sin rostro, de aromas, de voces de primos, tíos y abuelos amalgamados de forma horripilante. Martina flotaba sola, sobrevolando todo el complejo entramado de pérdidas y fallas que inundaba este último estertor de su ensoñación, de la última… Martina y la cálida certeza de cuando fue él quien retuvo esos ojos bajo sus labios, al fin, una chispa de vida en el lento discurrir hacia el evidente olvido, que ya atisbaba, al fondo, en las brumas revueltas y acostumbradas de la vejez. Aún duró unos segundos la visión de su prima, sus noches, el escándalo, el correr como locos a buscarse a pesar de todo, su huida; su camino, más fácil; el de ella: difícil, tortuoso, dolido por la muerte y la falta de casi todo, empezando por el amor. Se separaron, otra vez, la dejaron, todos menos él, pero ella decidió perderse. En el límite preciso de esa última y senil oscuridad, surgieron la droga y la muerte, y la enfermedad, el dolor y su tragedia, Martina, consumida en ese remolino implacable en el que todo parecía acabarse: caras, pieles, colores, voces y nombres; un día de sol y verde, el ciclo de la tarde en un verano, la lluvia cálida sobre las pieles de quién no tiene más que tiempo. Su muerte, y su perdición, la bisagra que propició un final para casi todo. Un adorno, adorno final, antes de la negrura terminal de su muerte, sola, arrastrada por una vida de perdición, de terribles ganas por encontrarse en cada esquina. Su sonrisa antes de extinguirse todo, temblando sobre el final, ese final temprano de ella, que solo hizo por vivirla. Él solo, esperando, cada vez más ópaco.