Libertad para reírse de todo,
para decirlo todo, por gritar
la muerte que parió las religiones.
Libertad para reírse de todo,
hasta de nuestros muertos, y los tuyos,
de los dioses que te has ido inventando.
Libertad para gritarte a la cara
que despiertes de las noches de rezos,
que te ahogues de vida inmarcesible.
Libertad para gritarte a la cara
y a la de tus valores atrofiados,
para cantarte los verdes colores.
Libertad, y poder decirlo todo,
decir, por ejemplo, que no hay más horas,
que eres del carbono, y para la tierra.
Libertad, y poder decirlo todo,
decir que eres tan friable como el polvo,
prescindible, barroso, casi líquido.
Libertad para enajenar la muerte,
para abrazar la negrura piafante
de tu mortal necesidad de signos.
Libertad oblonga para los gluones
esquivos que chocan contra las fuentes
en lo más oscuro del corazón.
Libertad para amar y desbridados,
colgados de cada estrella aún fría,
amalgamarnos, locos, sicalípticos.
¡Y enterrar cada dios con sus palabras!
¡Y desbrozar el cuerpo sometido!
¡Y recuperar la vida, la sola!
Y al final de todo: habernos vivido.