Escapemos.
Prométemelo.
O no, mejor no lo hagas,
pero hazlo,
el escapar, no el prometerme nada;
no prometas, no hace falta,
nunca.
Escapemos.
De los simbiontes de manos negras.
Del clon sintético
de las sonrisas plásticas.
Dame la mano,
quien seas,
de la sonrisa partamos
y de allí crezcamos
en la mar inacabada.
Escapemos.
Ríamos hasta batirnos
las meninges,
hasta olvidar la amígdala
y el cuerpo cingulado,
corramos entre los campos de nieve,
sin zapatos ni botas,
sin ropa,
corramos hasta hacernos del frío
y de los pasos lentos,
pesados,
pero vivos hasta el hueso.
Escapemos.
Lejos, claro,
que si no, no escapamos.
Lejos de todo.
Volvamos submarinos,
tan acuáticos,
desatemos las aguas
de la realidad acerada,
seamos libres:
decidamos.
Decidamos escapar,
de todo.
Escapemos.
Olvidemos, pues,
lo aprendido,
la estigmática lágrima,
el sangrado impuesto
de esta realidad estigia.
Dudemos,
hasta de esas luces claras,
fáciles,
en donde todo parece
quedar tan bien
que el mundo se obliga.
Escapemos.
Renunciemos.
A todas las ceremonias,
a cada tradición piafante;
renunciemos al corazón y a la mente:
seamos, un poco más,
sin la esperanza oscura del día más.
Seamos como despiertos,
aunque soñemos
—que soñamos—,
y del camino, juntos,
escapando,
los pasos,
y de los pasos: el ritmo,
y del ritmo: la música,
y de la música parar a mirarnos,
de la mano,
como nunca,
como siempre debiéramos,
entre los ojos y los labios.
Escapemos.
Seamos.
Seamos insignificantes;
seamos simples,
Seamos polvo, y lluvia,
seamos silencio,
y sombra,
y trueno y calma,
y rayo y grieta,
y roca de veteado fulmíneo,
cristal enramado
sobre el limo verde
de cada latido;
seamos todas las pasiones,
todas.
Escapemos.
Y que el mundo gire o no gire,
girando,
demente,
y miremos desde lejos
el límite vertical de sus viejas conclusiones.
Repasemos todas las tardes,
todas;
todas las noches, todas;
las flores de fuego…
Respiremos.
Toma mi mano,
si corres,
ven,
raya la piel de los destinos,
escapemos.