Dejar volarte a contraluz, como si no hubiera
ya más rasguño que el de tus ángulos oscuros,
que el de las vetas de almagre rayadas a fuego
en los sillares de la memoria titilante;
dejar de seguirte y en el asfalto perderse
como si fuera la última de las lunas rojas,
como si fuera que fueses al norte, de nuevo,
trepando por los pólipos de la niebla amiga
soportando la lluvia con su sabor a cielo,
mecerse en juegos, piel con piel, sobre la maraña
que anida el mundo y el tiempo, del hoy al mañana,
del ayer, en su tremolantes, verdes esperas,
al mirarse a los ojos de nuevo, como vivos,
como si hubiera de camino al sueño, dos pasos:
uno, como niños sin más que la recia noche;
dos, como solos, sin nadie, al abrazo entregados.
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