Lléname de este olor,
el de la tarde inextinguible,
la pasión esquiva del sol cayendo,
la montaña verde,
el cielo verde,
la piedra verde.
Lléname de la lluvia seca
y la sangre que nos une al tiempo;
lléname de este olor,
el de las matas crecidas,
el de la noche descubierta,
el de los secretos que aún nos guardamos,
niños,
entre la sombra blanca
de soportales perdidos;
guárdame en la costumbre atávica
de encontrarnos, aunque perdidos,
revoleados de luces
y de las nuestras, viejas leyendas.
Lléname de este olor
de recuerdos inacabables,
del polo verde dorado nocturno,
del canto azul de las nubes,
de los sentidos al límite del verso,
de un mismo corazón,
a remiendos de rutina,
a saltos libres de memoria.
Lléname de este olor,
el de la tarde en el verano crecido,
el de las manos subrepticias,
el de los labios tremolantes,
y los ojos rápidos,
resolviendo el aire cambiante,
inficionados.