Hay una pregunta que me ha surgido mucho últimamente, y eso que no tengo hijos, quizá por eso: ¿qué dirán nuestros hijos cuando tengan catorce, dieciséis o veinte años? Qué dirán, al ver toda su vida recogida en fotos y videos que sus padres han ido colgando a lo largo de los años, esa vida expandida por la red, sin mucho control, al alcance de quien quiera hacer uso de ella, ¿qué opinarán ellos de eso? No podemos adivinarlo. Puede que les parezca genial, porque ya hayan crecido en una sociedad totalmente transparente y la privacidad exista solo en cuestiones puramente físicas. O puede que no, puede que les parezca una barbaridad y se sientan avergonzados por haber sido expuestos de aquella manera, expuestos a esa pérdida de libertad tan atroz que les condena a llevar una vida pública.
Esta duda es solo una parte del porqué deberíamos plantearnos lo de colgar tan libre y alegremente fotos de hijos e hijos online, seamos o no felices con ellos, que de todo hay.
Para empezar, dejar claro que yo creo que no deberíamos colgar las fotos como hace mucha gente hoy en día. Hay muchas razones para pensar así, que al final refieren al mismo principio: el de la libertad. En una sociedad transparente, como la que se está convirtiendo la nuestra, nadie acaba por ser libre, porque todo está vigilado y reglado por el gran ojo de la sociedad, siempre alerta, siempre activa en su viaje homogeneizador. Lo distinto se pierde, la diferencia está proscrita, todo aquel o aquella que se salga del guion establecido está condenado a ser un paria, un ser al margen de la sociedad. Aunque suene muy filosófico, y hoy todavía no hayamos llegado allí, es uno de los posibles futuros que nos esperan. Creo que, como padres, es más, como seres humanos, nuestra labor es la de resistirnos a esta transparencia absoluta, a esta corriente homogeneizadora, en pos de mantener la libertad de convertirnos en algo completamente distinto a lo que se supone que deberíamos haber sido. Como en tantas otras cosas en esta vida, nuestra misión debe ser la de resistirnos a las corrientes que solo pretenden controlar cómo vivimos, cómo y quiénes somos.
Y si esto suena demasiado filosófico para algunos, bajemos al barro, analicemos lo que supone colgar una foto online, intentemos imaginar que será ver tu una vida colgada en fotos y mensajes, en videos, por todo y para todos en el mundo digital. Todavía no ha pasado, los niños que nacen ahora son los primeros que van a haber vivido esto, por eso digo imaginar, intentemos ver lo que puede suponer que, al despertar de la niñez, alguien vea esta vida pintada en el medio digital, con pelos, veranos y señales.
Empecemos por lo más obvio. En este mundo nuestro, cualquier información, foto o video, o gif, es susceptible de ser usado de forma fraudulenta o maligna en la red. Y tratándose de niños pequeños, el riesgo es fácil de comprender. No hablo solo de potenciales desequilibrados con tendencias pedófilas que usen las redes sociales para satisfacerse — que los habrá, pero poco podemos hacer — , sino también de la posibilidad de que la foto de un niño acabe siendo usada, sin que sus padres tengan noción alguna del asunto, de maneras poco ortodoxas. Maneras tan poco ortodoxas como que algún adolescente iluminado convierta esa foto o video tan graciosa de nuestro niño en un meme viral que se extienda por todo el mundo, viajando de perfil en perfil, de Wahtsapp en Whatsapp, Telegram, Line, Wechat y hasta Signal, si me aprietan. ¿A alguien, con un mínimo de cabeza y razón, le gustaría vivir algo así? A mí no, desde luego, pero este es uno de los peligros, si bien no el mayor, al que exponemos a nuestros hijos al colgar fotos online. Este es solo un ejemplo de lo que puede pasar, pero podemos entrar a discutir todos los posibles usos que se le pueden ocurrir a esos seres que viven en las cañerías de internet y cuyo único fin es joderle la vida a la gente, no importa la edad, sexo o condición.
No es crear miedo sin razón, es lo que hay. Internet no es un sitio bueno donde reina la paz; tampoco es un lugar intrínsecamente malo, donde todo sea asquerosos y putrefacto, pero tiene sus lodazales y letrinas, donde campa a sus anchas, anonimizado, lo peor de esta sociedad. Por eso, sea con nuestros hijos o no, pero con nuestros hijos más, hay que andarse con mucho ojo, con mucho más del que solemos tener, con todo lo que publicamos, sobre todo en temas multimedia, véase fotos, gifs, videos o lo que pueda venir en futuros años con las realidades híbridas. Cedemos demasiado material, demasiada información presente, sin pensar para nada en el futuro.
Y esto no es lo peor de colgar una foto de tu hijo en las Redes Sociales. Este daño presente existe, es obvio, pero a mí lo que me preocupa es el daño futuro. Un daño futuro que dividiría en dos partes: una, lo que nuestros hijos pensarán cuando tengan cierta edad y la vergüenza de darse cuenta de que son personas como todos les haga considerar la vida en todo su conjunto; es decir, cuando empiecen a tener algo de cabeza y sentido de pertenencia a la sociedad. Otra, para mí la más importante, el enorme volumen de datos e información que habremos cedido de nuestros hijos, totalmente gratis, impune e irresponsablemente, para cuando ellos tengan ya cierta edad, y todo lo que esto supone.
¿A qué me refiero con la primera? Cuando uno comienza a entrar en esa racha estúpida, brumosa e inmarcesible de la adolescencia, comienza a ser también consciente de lo que supone su imagen y de lo que supone su papel en la sociedad. Si bien esta sociedad, al principio, no va más allá de lo que un grupo de amigos, un curso del colegio o la familia pueden ofrecer, está claro que nos volvemos más, mucho más sensibles a las miradas y comentarios de los demás. Crece en nosotros algo que antes nos era ajeno, la intimidad, y aprendemos a guardar con celo ciertas aspectos de nuestra personalidad, cambiantes e inseguros, además de repasar nuestro cuerpo convulso, con un cuidado que no habíamos experimentado antes. El adolescente es tan turbulento como sensible. Pero no solo el adolescente, el joven o la joven también lo es, y la mujer y el hombre lo son, solo que aprendemos a vivir con ello, con esa sensibilidad y esas turbulencias. La adolescencia es la edad en la que nacen nuestras turbulencias futuras, que se moldearán a lo largo de la vida, pero que no llegaremos a perder nunca.
Y si uno de estos adolescentes contrahechos se da cuenta un día de cómo toda su vida está abierta a todo el mundo, o lo ha estado, o abierta al menos a toda la plétora de amistades de sus padres a lo largo de quince o veinte años. ¿Qué pensará el adolescente? Sí, los tiempos han cambiado, y la gente con ellos, lógicamente, y hoy en día la mayoría de nosotros, quien más quien menos, tiene expuesta su vida en el mundo online, cabe la posibilidad de que ese adolescente o joven no sienta más que gozo y orgullo al tener un perfil tan completo subido en Redes Sociales. Puede ser que hasta lo comparta orgulloso. Pero también puede ser que no. ¿Y lo poco que nos gustaba cuando teníamos dieciséis años que sacarán fotos nuestras de pequeños? Lo que nos aburría, avergonzaba a veces, incluso, dependiendo de quién estuviera a nuestro lado. Y si este adolescente no es alguien seguro de sí mismo, de su cuerpo, de sus formas, pasadas y presentes. ¿Qué hará entonces un padre o una madre que tiene su vida colgada en la red?
No podemos predecir el futuro. No sabemos sin en diez o quince años esta moda de la sobreexposición que vivimos seguirá igual. Puede ser que sí, pero puede ser que no — yo espero que sea regulada en algún punto, de forma oficial y reglada, o de forma natural por los mismos usuarios — , ¿podemos predecir cómo se sentirá nuestra hija al ver su vida, desde los cero a los doce, catorce años, esparcida a los cuatro vientos en Redes Sociales? No, no podemos. Como no podemos saber el impacto psicológico que esta exposición masiva tendrá en la forma de comportarse de las nuevas generaciones que hoy nacen y crecen. Podemos aventurar que, a priori, no está siendo demasiado positivo este impacto, y las Redes Sociales han tornado a su versión más peligrosa, convirtiéndose cada vez más en un refugio para el desahogo y la rabia colectiva, siendo fuentes de complejos, ataques y hasta depresiones y suicidios. ¿Podemos decir con seguridad que no hay problema en colgar fotos de nuestros hijas e hijos a diestro y siniestro en Internet, sea el canal que sea? No, no podemos, y creo que solo por esto, deberíamos andarnos con mucho más cuidado.
No digo que haya que ser un talibán de no colgar nada — yo lo soy, o seré, pero eso no tiene porque estar bien — , es un extremo que tampoco aplica en todos los casos; las Redes Sociales también son una buena fuente comunicación usada cómo es debido. De lo que hablo es de la masificación de estas imágenes, de la cosificación de los hijos y de la imposición de una vida transparente, dolorosamente transparente para nuestros hijos, condenándolos, así, a esta nueva vida abierta a todo y a todos. No, no podemos decidir por ellos, no podemos avanzar las consecuencias que tendrá para ellos una vida abierta.
Hasta aquí, el peligro es subjetivo, minucias se podría decir. Bueno, no, no son minucias, en absoluto, no como tal, no lo creo, pero sí son minucias comparadas con lo que, para mí, puede suponer el verdadero daño a la vida futura de los que son niños hoy. Algo que ya tiene colores de daño en los que estamos crecidos hoy en día. Y es que esta pasión actual por el dato, lo que ya se empieza a llamar en algunos círculos, “Dataísmo”, que hoy vivimos, está comenzando a mostrar su verdadero rostro. ¿A qué se llama “dataísmo” o qué son los datos? Para los no iniciados — yo soy eso, nada más, un iniciado por profesión — , un dato es un número o una cifra, o una pieza de información. Y no es incorrecto, pero los datos son mucho más. Hoy en día, los datos son todo, o todo es susceptible de convertirse en dato. Desde tu fecha de nacimiento o de compra de un artículo, a un gesto que hagas con el móvil, las relaciones que hagas a tu alrededor, una conversación o el color de tus ojos. Todo son datos, todo tiene esa potencia de ser almacenado y procesado y, por tanto, utilizados para un fin, sea este el que sea. Podemos decir que nosotros somos datos, como tal, pero que, al mismo tiempo, estamos repletos de datos. De la cabeza a los pies, pasando por la estructura solido-gelatinosa que guardamos en nuestro interior, hasta nuestra personalidad, nuestros hábitos, voz, formas y maneras, todo en nosotros son datos. En cuanto nosotros nos conectamos a otras personas o a otros objetos y lugares, las posibilidades de creación y captación de datos son infinitas. Y con esos datos, se puede hacer hoy en día casi de todo. ¿Qué no se podrá hacer dentro de diez o veinte años?
Básicamente, toda interacción que tenemos con nuestro móvil, con nuestro ordenador en cualquier página web o aplicación, nuestro comportamiento en tienda, etc., es hoy utilizado por empresas e instituciones para sus propios objetivos. Esto es lo que se llama, más o menos, “Big Data”. Ese término, ya casi manido hoy en día, refiere a estructuras gigantescas de datos, con las que poder operar y sentar las bases de una actuación concreta, cuando no, incluso, predecir comportamientos futuros. Y es que, como decía, casi todo es posible con el volumen correcto de datos, una estructura adecuada y las herramientas y conocimientos suficientes. Hoy en día, todas las empresas están persiguiendo como locas alcanzar este Santo Grial del “Big Data”, poder no solo captarlo, sino, sobre todo, almacenarlo, procesarlo y utilizarlo.
Toda esta nueva pasión por los datos no es nueva, pero es cierto que las Redes Sociales han abierto un nuevo mundo de posibilidades, provocando que cediéramos datos que hace poco más de cinco años hubiera sido impensable, abriendo los ojos a las insaciables bestias del consumismo a un nuevo universo de posibilidades por explorar. ¿Todo en los datos es malo? No. Está claro. Como suele ser habitual en el ser humano, lo malo es el uso que se hace de estos datos. Pero, además, en este caso, también está la forma de captarlos, formas poco claras, farragosas, subrepticias, cuando no directamente ilegales, en las que las Redes Sociales se sitúan a la cabeza de quien busca siempre la vuelta de tuerca para chupar más del usuario, con su consentimiento o no, y sin que llegue muy bien a saber de qué narices se le está hablando. Y eso nos lleva al cierre de todo este círculo turbio, la indefensión, por ignorancia, del usuario, nosotros, que vivimos encerrados en cápsulas de datos procesados, limitando nuestro conocimiento y poder de decisión en casi todos los aspectos de la vida. Es cierto que hay organismos y leyes que intentan protegernos, y hacen que estos entes ávidos de datos estén más o menos controlados, pero no es una protección ni mucho menos suficiente. Ellos llegaron antes, las bases las sentaron ellos, los grandes tomadores del dato, y al establecer las reglas, ese precedente infame, por mucho que los estados quieran hacer, hemos quedado desprotegidos.
¿Desprotegidos? Bueno, no, no es solo el estado quién debe proteger, la responsabilidad última, como siempre, reside en nosotros, pero para ser verdaderamente responsables, antes debemos ser conscientes, y no lo somos. Lo que intento hacer hoy es un ejercicio de conciencia muy básico, con un sujeto objetivo emocional y objetivamente clave, para dar un ejemplo de qué debemos y qué no debemos hacer. O, por lo menos, para que pensemos unos minutos en lo que estamos haciendo.
Para quien no se crea todo esto, que piense que no es para tanto, hay varios ejemplos claros de cómo se funciona con los datos hoy y cómo están, ya, impactando dramáticamente en nuestra sociedad. Tomemos casos políticos bastante recientes, como el de Trump o el del Brexit, por ejemplo. Casos que sorprendieron a casi todos y que tuvieron una base digital muy fuerte. Y, aunque no se pueda atribuir el éxito de estas campañas salvajes únicamente a la actividad en medios digitales — hubo factores políticos y humanos que fueron también determinantes, claro está — , sí que son un buen ejemplo de cómo se aprovechó la información, precisamente estos factores sociopolíticos, para ejecutar acciones de manipulación masiva, retorciendo al máximo y con muy pocos escrúpulos la potencia del dato, en pos de un beneficio individual.
Ambas campañas fueron similares y, si no me equivoco, hubo alguna agencia que trabajó para las dos. Básicamente, lo que se hizo fue, primero, localizar al público objetivo y potencial de cada una de estas propuestas políticas. Algo sencillo, puesto que en tus Redes Sociales ya se te tiene clasificado en una vertiente política determinada, incluso pueden saber cuál es tu candidato favorito con poco esfuerzo y bastante precisión (para más información sobre cómo capta una red como Facebook los datos y te clasifica, descargar esta extensión de Chrome: Data Selfie). Una vez localizados estos individuos, tanto favorables como dudosos a cada opción (estos últimos, los más interesantes), se procedió a crear una red de contenido a su alrededor, donde toda la información era favorable a la opción que ellos querían, en este caso Trump o Brexit, sin importar si este contenido, estas piezas de información — artículos, imágenes, gifs o videos, todo vale — eran ciertas o no. De aquí salen las “Fake News” y todo lo que vino después. Algo que ya existía, pero que fue explotado con meticulosa dedicación y “acierto” en estos dos ejemplos que nos ocupan (para más información sobre “Fake News” y similar, este post que escribí sobre el tema).
¿Qué es lo que hicieron “bien”? Aprovechar los datos para saber a quién impactar, dónde impactarle, cuándo, cómo y con qué. Y, sobre todo, inundar el ecosistema digital de cada individuo con información única y exclusivamente acorde con su ideario, intentando evitar que pudiera sacar la cabeza y obtener una visión negativa o contraria. Es el todo vale con tal de conseguir lo que quiero, solo que ahora, todo es más peligrosos que antes, porque saben quién eres con una precisión milimétrica; tanta es esta precisión, que no solo conocen tu tendencia presente, sino que pueden aventurar tus gustos futuros. Si bien todo no fueron los datos, la apabullante generación de contenido fue la que les permitió extenderse de esa manera, pero nunca hubieran logrado lo que lograron si no hubieran poseído tal volumen de información de sus usuarios, y si no hubieran poseído los medios, el conocimiento y la tecnología para poder operarlos. Así, sin saberlo, miles, millones de usuarios se vieron sometidos a la vieja táctica del engaño y la obnubilación política, pero esta vez a través de medios digitales. Y llegados a ese punto, poco o nada podía protegerles el estado, ni siquiera ellos podían protegerse, porque no sabían ni dónde estaban ni qué leían. Todos esos datos que gustosos cedemos les habían convertido en una presa fácil. ¿Hasta qué punto de puede culpar al ciudadano que vive desinformado, sin conocimiento alguno de lo que subyace en todo este mundo del dato?
En el caso del Brexit, la situación fue aún más flagrante, porque contraviniendo o, mejor dicho, circunvalando (en la práctica, no hicieron nada ilegal, eso es lo peligroso; moralmente dudoso, pero no ilegal) los acuerdos de cesión de datos de Facebook, consiguieron los datos de millones de usuarios que de otra forma les hubiera sido imposible llegar. Y ahí, decidieron mucho de lo que pasó en el infausto referéndum. Por no hablar de la injerencia rusa en las elecciones americanas, y otras, y su enorme capacidad para generar noticias falsas y crear este efecto jaula en determinados grupos de usuarios.
Y esto son casos políticos, pero todas las marcas, todas las empresas comienzan ya a funcionar de forma parecida. Las hay más avanzadas y menos, pero la realidad es que todas persiguen poder capturar este “Big Data” de usuarios para crear sus propias estrategias de presión sobre el consumidor. Todos lo hemos vivido, al menos de manera puntual, cuando esos anuncios sobre hoteles en la playa empiezan a bombardearnos en todas las páginas, incluso Facebook y otras Redes Sociales, después de haber realizado una búsqueda en una página tipo Booking. Por no hablar de lo raro que resulta a veces que uno esté chateando por Whatsapp con amigos sobre un producto concreto, como esta potencial vacación, y entonces comiencen a aparecer anuncios relacionados en nuestro “timeline” de Facebook. O lo que es mucho peor, que no hayamos ni compartido esa idea vía mensaje, solo lo hayamos hablado y, aún así, a pesar de no haber transgredido la línea digital, aparentemente, nos comiencen a aparecer estos anuncios y ofertas en todas partes… ¿Sospechoso? Claro, pero real también. Habrá otro momento para hablar de cómo se manipulan los terminales y se capta información de formas, como poco, “alegales”. Y aquí los cómplices son muchos, porque en el flujo para llegar a realizar estrategias tan refinadas como consiguen algunos, hay muchos entes involucrados, tanto tecnológicos como especialistas, que participan de estas estrategias y ganan dinero con ellas, todos con los mismos pocos escrúpulos.
La que intento resaltar aquí es la indefensión a la que nos someten los datos y el uso que hacen de ellos las grandes corporaciones, sean empresas, plataformas tecnológicas o entes políticos. Y esto pasa ahora, ya, está pasando a medida que lees esto, estás entrando en la máquina, en el ciclo de control, todo es un dato, y lo estás cediendo tan ricamente, feliz y contento, como yo, como casi todos. Ahora pensemos en un futuro próximo, cuando todo este sistema se desarrolle hasta la enésima potencia, cuando surjan nuevas tecnologías que hagan de la realidad algo verdaderamente híbrido — realidad híbrida: que se rompa la línea entre lo digital y lo real, y ya no seas anónimo ni andando por la calle — , ¿cómo va a afectarnos todo esto? ¿Cómo va a ser el mundo en diez o veinte años? Algo claro es que el dato seguirá siendo muy valioso, mucho, y tanto usuarios como empresas estaremos peleando para controlar, al menos, una parcela de toda esa preciosa información, de nuestra perdida privacidad.
Hasta el ingeniero más anquilosado puede imaginar algo este escenario, al menos, parcialmente. Pongámonos ahora en el lugar de nuestros hijos más pequeños. Esos que cuando cumplan dieciséis años, gracias a nosotros, padres, llevarán dieciséis años cediendo datos al mundo, esparciendo su vida, su persona, ese perfil de comprador o votante sin mucho cuidado y de forma casi gratuita. ¿Cuánto sabrán de ellos las marcas, las plataformas de anuncios, los partidos políticos? Lo sabrán todo. Si el perfil de alguien de treinta y cinco años cuenta con un máximo de entre tres y cinco años de datos, y ya se pueden hacer las cosas que se hacen (leer más arriba), el de alguien así, una persona que lleva siendo “pública” dieciséis años, tendrá un volumen ingente de información dispuesta a ser procesada y utilizada. Y repito, para los más escépticos, el dato no es una fecha, el dato es también todas las imágenes y videos que compartimos, datos que son analizados y que pasan a formar parte de bases de datos de todo tipo, listos para ser explotados. Hoy estamos en los albores de este tipo de estrategias, no hemos hecho más que rascar la superficie, pero en pocos años, las posibilidades se multiplicarán por mil. Si hoy ya podemos identificar caras en la vida real, en fotos y en videos, aunque no siempre con la misma fiabilidad o velocidad, ¿qué no podremos hacer en pocos años? ¿Queremos acercar a nuestros hijos desde pequeños a este ciclo de consumismo y desinformación que ya es, pero que se nos viene atroz? ¿Queremos hacerles más libres o menos? ¿Queremos darles la oportunidad de desarrollarse como personas críticas con ellos mismos y con el mundo? ¿Queremos que sean personas completas, independientes, capaces de enfrentarse al mundo?
Si queremos hacer todo esto, claramente, no deberíamos estar compartiendo tan alegremente toda la información que compartimos hoy en día sobre ellos. Aparte de esa posibilidad, nada agradable, en que un día nuestro hijo despierte y se dé cuenta de que su vida está abierta a quién quiera y cuándo quiera, y nos odie por ello, con razón, está la otra posibilidad, la posibilidad salvaje de encerrarle en un ciclo de (des) información del que le será muy difícil salir.
Al final, lo que estamos haciendo es coartar la libertad futura de nuestros hijos, porque les quitamos el derecho a la privacidad y les negamos la posibilidad de no ceder su vida a unos entes que no tienen nada de altruista, humano o beneficioso, en su gran mayoría, para la persona o la humanidad.
Si, a pesar de todo esto, pensáis que os da igual y que compartiréis fotos porque es lo que os gusta y cómo vivís vuestra vida, lo que es totalmente normal y libre, al menos, intentad limitar la extensión de esta información, tenga el formato que tenga, limitando el acceso a vuestros perfiles, revisando periódicamente las condiciones de privacidad y, en la medida de lo posible, usando las menos plataformas posibles (es decir, si ya tienes una Red Social donde compartes estas fotos, porque compartirlas en otras dos también).
No sabemos cómo acabará todo este tema de la privacidad y el dato. Yo siempre digo que estamos en un momento bisagra, en el que podemos caer para un lado, el lado de limitarlo todo en serio y volver a cierto grado de privacidad y cordura; o en el de caer en lo contrario, y que nada sea privado y la vida sea casi absolutamente pública. No puedo aventurar cuál será mejor de los futuros, pero hoy, me quedaría con el primero, sin duda, creo que nos hace más libres, menos maleables y borreguiles. Esto es fundamental si queremos hacer el mundo avanzar de verdad y no estar sujetos a los caprichos de marcas y gobiernos de cualquier color o identidad.
Si alguien quiere leer más sobre el tema, recomiendo dos libros, más en el lado filosófico social, de los que he tomado muchas ideas y que pueden ayudarnos a repensar cómo vivimos hoy en día este fenómeno de la ausencia de intimidad:
La Sociedad de la Transparencia, de Byung-Chul Han
Kill All Normies, de Angela Nagle.