Pues no lo entiendo,
perdóname que colapse y expanda,
demudado, casi solo,
pero no lo entiendo.
O no lo veo, no sé verlo,
porque siempre me he empeñado
en encontrar la gota desigual,
el feo diferencial,
que parecemos haber perdido,
que despreciamos
sin percartarnos
de la necesidad
de abrazar el caos,
una pieza de él,
al menos;
pequeños retales curvos de caos,
tan imprescindibles
como la luz,
y la oscuridad,
y el amanecer,
y la última humedad,
que a veces no consuela,
tras deshacernos
a pequeños mordiscos sonoros.
No lo entiendo.
No entiendo tu gusto por lo igual,
por lo púlido y lo liso,
lo blanco, lo pulcro,
lo tenido y visto,
lo positivo por impuesto…
Necesidad por sentirte resguardado,
cuidado personalizado,
falsamente querido;
no comparto que prescindas así
de la voz,
del tacto,
del color tembloroso y cambiante
que te dan las manos sucias.
Ni caminar,
porque parece pasado;
ni ceder a la lluvia,
que solo busca mojarte,
sobre todo cuando te crees a resguardo.
Ni considerar el barro
como fuente posible de
esas raras pasiones
que hoy te faltan,
y buscas,
sin aliento, entre carreras y saltos,
hambres y frases sueltas,
pero no encuentras,
porque no te dejas
embarrarte,
mancharte
hasta la garganta.
No te entiendo,
no te entiendo,
si somos tan diferentes,
por qué no lo celebramos
y nos comemos,
los unos a los otros,
metafóricamente,
cerebralmente también,
un poco amantes,
corpóreos insustanciales.