Una mañana cualquiera

por M.Bardulia
Relatos en Bardulias: Una mañana cualquiera

Había acompañado a Papá al bingo por pura compasión; odio verle sufrir, aunque sea en su propio beneficio. Compré cinco cartones sólo para él, yo no quería jugar, pero se empeñó en que no quería jugar solo y acabe comprando un par más para mí. Esos apenas cuarenta y cinco minutos sirvieron para que empezara el día de otra manera. La expresión de su cara cambió por completo según entrábamos, perdiendo esa mueca de ansiedad y dolor físico que la cruzaba a diario. Una dosis controlada de sus adicciones le ayudaba a pasar ese y otros monos. Me da igual lo que digan, prefiero verle así, de buen humor, casi sonriente, que machacado todos los días, rascándose picores inexistentes, balbuceando y paseando por la casa nervioso, masticándose las encías. Es un adicto y un alcohólico, pero mitigar su continuo dolor con algo de juego es para mí la única manera de recuperar en algo a mi padre.

Con esta hacen dos las veces que ido al bingo en mi vida, y la primera que voy a las nueve de la mañana. Salir de allí tan pronto, apenas eran las diez y media, se me hacía rarísimo. El bingo abre todas los días del verano a las nueve y media de la mañana, salvo el domingo. Supongo que no soy la única a la que esto le parece una auténtico disparate. Creo que si alguien necesita entrar al bingo a esas horas tiene un serio problema, como mi padre, pero allí estábamos, con dos o tres abuelas venerables y un par de chavales jóvenes con más ganas de continuar la fiesta que de rellenar cartones. No tuvimos suerte. Al salir, caminamos directamente hacia el paseo marítimo. Mi padre había recuperado su habla templada, el efecto le duraría aún algunas horas. La actividad del pueblo era ya la de cualquier mañana de verano, con el habitual trasiego de camiones y furgonetas de reparto. Los paseantes más madrugadores se distribuían entre los que volvían de comprar el pan y las familias que ya se dirigían a la playa con todos sus bártulos para pasar otro interminable día de vacaciones. Esa actividad calmada, bajo el todavía fresco ambiente de la mañana, me trajo recuerdos de mi infancia en aquellas calles, cuando la vida era otra cosa distinta. Entonces mi madre cuidaba de todos, y mi padre sonreía más, mucho más.

La sombra aún cubría gran parte del paseo y los bares mostraban la actividad típica de los desayunos. Los jubilados campaban a sus anchas por sus terrazas sabiendo suya esa hora del día. Elegimos uno de los bares nuevos, el que ocupaba el mismo lugar del que había sido un clásico de esa zona durante años: El Áncora. Aunque todo el mundo lo conocía como El de Ángel, o El Ángel simplemente, por el nombre de su dueño y fundador. Éste murió de forma repentina, aunque no muy sorprendente. hace poco más de un año; a nadie sorprendió que Ángel, un fumador y bebedor empedernido de más de ochenta años y empeñado en trabajar hasta el último día de su vida, sufriera un ataque al corazón fulminante y se quedará en el sitio, un día de finales de julio con el local abarrotado. Todo un espectáculo. Sus dos hijos, que vivían en Madrid desde hacía años,  traspasaron el local en pocos meses. Muertos sus padres, les ataba ya muy poco a ese pueblo de costa. Conservaron la casa familiar, pero vendieron inmediatamente ese local que habían aprendido a aborrecer desde que eran unos niños.

Mi padre pidió, acostumbrado a su dieta sin estimulantes,  un zumo de naranja y una tostada con ajo, tomate y aceite; yo me limité a pedir el típico sandwich mixto y un café con leche.

—¿No crees que esto está mejor así? —su voz era otra cosa ahora, menos profunda, sin el tono atenazado de los días que pasaba mascando sus dañinas necesidades.

—¿A qué te refieres, Papá?

—Digo, el local, más moderno, más agradable, la verdad es que el antiguo era ya un poco insoportable, lleno de cosas, con las mesas viejas y los cristales grasientos.

—Puede ser, aunque también tenía su encanto, y se comía bien.

—Muy bien, eso es verdad.

La terraza era muy agradable; había poca gente, el solo no pegaba con demasiada fuerza y el moderno mirador que la rodeaba con su cristalera abierta permitía que el aire entrara refrescando todo el ambiente. El contraste con el viejo local de Ángel era enorme. Ahora todo era blanco, minimalista y ordenado, extremadamente limpio, demasiado para mi gusto. Con el tiempo, el viejo Ángel descuidó el restaurante y no se preocupó en cambiar un ápice el mobiliario o la apariencia de su local. Es más, siguió acumulando objetos marineros, de todo tipo, y colocándolos en la pared sin ton ni son hasta que no quedó un centímetro sin cubrir. Mantuvo su clientela, porque en pocos lugares se comía el pescado a la brasa mejor que allí, pero el ambiente se volvió de lo más agobiante. Me gustaba pasar por allí todos los veranos, pero más como un símbolo, una costumbre adquirida con el tiempo y que, mantenida como una especie de rito, ayudaba a que uno se sintiera en vacaciones, desconectado por fin del tráfico y del estrés de un Madrid que cada vez aprieta con más fuerza.

Mi padre levantó la tostada con decisión, el temblor de sus manos era ya muy evidente, pero aún podía manejarse perfectamente solo. El Parkinson era una consecuencia de su alcoholismo, así como sus problemas de hígado y estómago que, si bien eran también importantes, no eran tan evidentes como ese tembleque tan difícil de disimular. No fue un alcohólico de nacimiento, fue —o es, nadie deja de ser alcohólico por completo, el miedo a una recaída siempre está ahí, persiguiéndote y dominando cada decisión y cada cuita— más un alcohólico circunstancial. Nunca bebió demasiado, vino o cerveza en las comidas de fin de semana, y alguna copa en los momentos especiales, ginebra principalmente, poco más. Se aficionó a la bebida después de la muerte de mamá. Fue un proceso lento pero constante que nos ocultó con habilidad. La culminación, la verdadera caída, se produjo con la jubilación, cuando además de su mujer, perdió su otra gran dedicación. Se quedó solo en la vida, sin familia —en nuestro progresar, en hacer nuestra vida y triunfar como nos habían educado, tampoco nosotros, sus hijos, supimos estar con él— y sin trabajo, sin nada que hacer. Fue demasiado para él. Nosotros no nos dimos cuenta, todo el proceso se gestó en la oscuridad de unas soledades que nos estaban vedadas. Los pocos amigos que aún le quedaban tampoco observaron nada raro hasta que ya fue algo tan evidente, que el daño era irreparable. Lo más extraño de todo es cómo su progresiva decadencia le hizo caer en todo tipo de adicciones, poco a poco, empezando por el alcohol, pasando por el juego, al que nunca había dedicado la más mínima atención, y acabando en una desmedida y totalmente inesperada afición por las prostitutas. Aceptarlo fue lo más duro. O no, lo más duro es verle ahora, o haberle visto como le hemos visto. Y sacarlo de allí, de esa fosa en la que se había metido por voluntad propia, ha sido tan difícil, que en ocasiones pensamos que quizá fuera mejor dejarle morir, como parecía pedir a gritos, y acabar de una vez con todo. No lo hicimos, y el doctor Andino tuvo mucho que ver en que no nos abandonáramos a la racional necesidad de satisfacerle y dejarle caer.

Ahora está casi bien, sufre, física y psicológicamente, pero está infinitamente mejor de lo que ha estado en los últimos años. Cuando has llegado a ver a alguien viviendo entre basura, literalmente, envuelto en sus propios excrementos y vómitos, totalmente ido, desahuciado por sí mismo, cualquier cosa te parece mejor. Para todos ha sido muy duro, pero para mis dos hermanos mayores, más.  No han podido con ello, no podrán nunca soportar la nueva condición de su padre, apenas pasan tiempo con él, no pueden, no saben cómo tratarle, no saben cómo podrán superar aquello. No les culpo, sólo reaccionan al natural impulso de alejarse en lo posible del dolor. Yo soy la hija, la menor, supongo que este papel de cuidadora improvisada es el que me toca, al fin y al cabo, ellos tienen sus familias, mujer e hijos, cosas más importantes que un padre sin esperanza. Es un golpe durísimo, de lo más duros que te puede dar la vida.

Mi padre fue un hombre recto, trabajador, un triunfador en muchos aspectos, nadie pudo predecir su caída ni mucho menos la profundidad que ésta podía alcanzar. Lo de mamá fue duro, muy duro, pero el largo proceso de su enfermedad resultó algo más lógico, más natural, y nos permitió aclimatarnos a lo que nos vendría después de su muerte. Con mi padre todo había sido tan inesperado, tan brutal, que ninguno pudimos prepararnos para ello. Es algo casi peor que la muerte. Si hubiera muerto… No sé qué habría sido de nosotros si hubiera muerto, puede que no hubiera sido mejor que esto, a pesar de lo que supone verle en ese estado quebradizo, de necesidad constante. Al menos tenemos a mi padre, aquí, y está bien, con secuelas probablemente irreparables, pero está aquí. Es también lo poco que nos queda de mamá en esta vida.

—Hija, ¿os he dado muchos problemas, verdad?

Mi padre seguía conservando su especial sensibilidad y no pasó desapercibida para él mi mirada melancólica, que seguro se vio acentuada por el creciente brillo del sol sobre el mar cercano.

—No, Papá, ¿por qué dices eso? —respondí con todo el cariño que pude, aunque no pude evitar que se me quebrará la voz en la última sílaba.

—Sí, lo sé, no os merecíais esto, nadie lo merece. Ojalá tu madre hubiera estado conmigo, todo hubiera sido tan diferente…

—Papá…

—Qué, hija, es la verdad, me he convertido en lo que nunca creía que sería, una carga, un fardo inservible, más me valía estar muerto.

—No digas eso, Papá, no lo digas nunca más —dije, con un resto de rabia en la voz; lo nuestro nos había costado sacar a mi padre de toda la mierda en la que había caído—. No es justo que digas eso.

—Perdóname, hija, tienes razón, perdóname, es sólo que no quiero ser una carga para vosotros.

—No eres una carga, Papá, nunca lo has sido. La vida es así, Mamá y tú nos sacasteis adelante, nos disteis una vida cómoda y todas las posibilidades en la vida, lo menos que podemos hacer es ayudarte en los momentos de dificultad. Lo que lamento es no haberte podido ayudar antes.

Sentí las lágrimas llegar al tiempo que terminaba de decirlo. Era la primera vez en mucho tiempo que mi padre me decía algo así, y de las pocas, de las muy pocas desde que estaba medianamente sano. Volví la mirada y me encontré con sus ojos, más vivos de los que los había visto en meses. Lloraba, tímidamente, conteniendo las lágrimas, pero lloraba.

—Papá… No llores, Papá, de verdad, ya está, hemos superado una mala racha, no pasa nada, esto es la vida, ¿no? Y piensa bien en todo, lo has pasado mal, pero tienes una vida cómoda ahora, ¿o no?

—Cómoda, sí, la poca que me queda. Me he cargado mi vida, hija, justo cuando más debía cuidarla, cuando hubiera podido aprovecharla.

—Pero por qué dices eso, no tiene ningún sentido. Gracias a Dios tienes dinero, y nos tienes a nosotros, tus hijos, eso es todo lo que tiene que preocuparte. ¿Qué más necesitas?

—Nada —respondió con timidez, bajando la cabeza y dándole otro pequeño bocado a su tostada.

Aprovechamos la vista de la playa aún por llenarse y el último frescor de la mañana allí sentados, al pie del mar, sin hablar. Mi padre pareció calmarse y miraba en dirección al sol, con los ojos cerrados y un gesto de paz en su cara. ¿Alcanzaría algún día la paz? Conocía a mi padre, o le había conocido, y sabía que nada era peor para él que el sentirse tan culpable e inútil. Hoy, todo lo pasado, todo el dolor y la impotencia no eran para tanto. No visto con la perspectiva que uno tiene desayunando con tranquilidad una mañana de verano, padre e hija, viendo la mañana desperezarse al pie del mar. Por un momento, unos pocos minutos, volvíamos a ser como todos los demás, como si nada hubiera pasado.

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