De una canción surgen
antiguas, olvidadas efusiones;
de una canción titilante
en el fondo seco de la memoria
emanan versiones de nosotros,
más jóvenes, pero viejas,
de entonces,
de cuando no había
más que noches
conductoras de hilos
flumíneos ricos en rompientes,
en el contrapunto voraz
de hacer las cosas mal,
una y otra vez…
Una y otra vez,
por el gusto de hacerlas,
sin mucho pensar;
por una canción,
que vuelve
–porque siempre vuelven–,
nos pisa los pasos
el tacto de los dedos,
la mirada aguda
de un beso antedicho,
ese sol velado
al baile de tu pelo…
Y vuelven los mares a agitarse,
una vez más,
se revuelven
con el susurro de las manos,
lejanas,
ajadas de las arrugas
que, hoy, nos pliegan las ganas
de hacernos noche;
una canción, titilante,
nos devuelve a la vibración
eterna del hacernos vida,
de construirnos al revés,
hurgando hacia al fondo,
en busca del sentido prisionero,
endeble, ya, recuerdo
de aquellos días de arena,
de tus piernas junto
al gran camino verde.
Y una canción, ineluctable,
que no sé si escucho de fuera
o de dentro,
del tambor de tu piel
y el fluir travieso
de los humedales
bajo tu vientre;
tarareo esos cantos de gracia,
escucho atento
la profundidad de tus valles,
y río, sorbiendo tu aroma,
como si no fuera entonces,
como si fuera ahora
y yo no fuera yo mismo,
sino otro,
que quizá no fui,
que, quizá, tú siempre viste…