La vida es verde,
terriblemente verde,
pero también azul
en las costuras de su filos.
Roja es la muerte
que se expande
como si no existiera la luz.
Negra es solo la luz
cuando se esconde
tras las mentiras
de la sombra
y los tiempos retorcidos,
pero acaba siempre
siendo, como en la boca,
el mismo chorro amarillo
de infundada efervescencia.
Mis letras varían
entre el índigo retenido
de corazón entre las venas
y la escarlata prendida
de las pasiones,
una vez que ha sido
filtrada de sus impurezas
por los pulmones
hinchados de miedo.
No sé cuál es mi color,
no distingo tonos
más que con los extremos
dorados de mis manos verdes,
pero sé que huele a agua el cielo
y que la arena es sal de espuma,
blanca como el hielo,
y arde un volcán de nieve púrpura
bajo el latido pesado
polifónico átono de las estrellas,
que saben a dios,
pero están hechas de vida.
No lo sé,
no me importa,
yo sigo viéndote nocturna
como te he de ver siempre,
arropada en los gemidos
de opalinos vésperos desesperados.