Echo de menos otras cosas,
las más sencillas,
las que eran más fáciles
porque nadie te miraba,
y hablábamos menos,
y escuchábamos más.
Echo de menos no tener que esconderme,
no tener que temblar
en esas mañanas frías;
echo de menos correr,
sin sentido,
sin perseguir retales de consciencia.
Echo de menos tener una mano a la que agarrarme,
y sentir que había sol
hasta que se nos escapaba al sueño;
sentir que el agua era lluvia
y en la arena mojada
crecían los peces.
Echo de menos jugar a que inventábamos
todo lo que seríamos,
a que daríamos todos los besos
y entre tus dedos
encontrar ese latido
que nunca se detendría.
Echo de menos no tener que explicarme,
que responder a todo,
que coger el teléfono solo para oírte
y nada más;
echo de menos verte con olor a cloro
y subirte a hombros las montañas.
Echo de menos no ser tan pequeño,
el color, ver las estrellas de cerca,
echo de menos el sabor del pan
y un rincón en el que reírnos a deshora;
echo de menos saber perderme
y el sabor dulce del caos.
Echo de menos encontrarnos,
aunque fuera perdidos,
y ese hilo de agua
que siempre venía a buscarnos,
puntual,
a enfriarnos el alma y la piel.
Echo de menos, sin más,
echo de menos hasta el cielo,
que en su dispersión
parece hoy retraerse,
como con miedo,
con el mismo miedo…
Echo de menos el miedo,
pero no este,
otro miedo, más tranquilo,
el miedo de esperar,
de tener que soñar;
el miedo de no tener nunca nada hecho.