El azul sabe a noche larga, de amanecer perdido entre las ramas.
El verde es el color del hielo, y del cielo, y del viento.
La lluvia huele a pasados y el aire es de cristal y espejo.
La tierra es roja, y sonríe en un latido calmado, vivo y montañoso.
La piel tiembla bajo una costra de sal
en la que dejarse la gravedad
y lamer hasta reponer fuerzas y sollozos.
Los ojos mastican la risa,
que chisporrotea en virutas de colores prismáticos.
Los dedos se mueven como raíces
que llegan hasta lo más hondo de la carne,
rosa y húmeda.
De la voz supura el aroma de los sonidos antiguos,
de los recuerdos engrandecidos.
El corazón es un fluído transparente,
pero espeso;
cálido, pero fresco;
sangrante, pero dulce,
que ocupa todos los espacios instersticiales del cuerpo,
conectando cada espacio con su silencio,
cada azul despertar, con la añoranza verde del sueño,
cada mirada con su luz,
cada risa tonante con su esperanza,
profunda, interminable.
La hierba es un camaleón que muta a tu contacto,
se revuelve,
contonea y canta,
y te invita a dejarte mecer en su oleaje
parsimonioso y medido.
El mundo, que está hecho de estrellas,
que hacen las galaxias,
que pueblan el universo material,
no es más que un prado abierto en blanco
al tacto infinito de la imaginación.
La vida sabe a pan
y los domingos a barro,
tus uñas a sangre
y los dientes cuidan del bailar del vino.
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