Victoria no era como su hermana Marta, nunca lo fue, al menos desde que dejarán el colegio y se fuera a estudiar a Madrid. Marta fue siempre la hija modelo, la buena estudiante, la ordenada y cariñosa. Victoria, más tendente a la soledad y al exabrupto, fue a remolque de su hermana pequeña, algo que su padre se ocupó de recordarle constantemente. Cuando llegaron al viejo piso de sus abuelos en Madrid, se sintió más liberada de lo que nunca se había sentido, y en esa ciudad enorme para ella, tan cruel de día como acogedora en sus horas más oscuras, calurosa y fría, encontró el sitio que ni en su casa, en ese oscuro pueblo de Castilla, ni en su colegio en Ávila había encontrado nunca. O al menos así fue durante los primeros años. Pasada la explosión inicial, comenzó a sentir la asfixia, el desorden mental que le producía la actividad extrema de un mundo que la dejaba agotada, mental y físicamente, cada día. Las dos hermanas se cruzaron en el camino: cuando Victoria terminaba sus estudios, Marta llegó a vivir con ella, más perdida, mucho más asustada y desencajada que su hermana mayor. Y en ese camino de adaptación (o desadaptación) a la ciudad por la que ambas pasaron, siguieron caminos similares pero totalmente opuestos. Marta sufrió al principio, sumida en la depresión de una gran ciudad que le provocaba un miedo atroz; el asfalto sin fin, los coches asesinos, la gente hosca y su trato inhumano, todo le parecieron horrores insuperables. Su hermana se burlaba de ella, la llamaba pueblerina, paleta, le decía que no estaba hecha para la gran ciudad, que aquí había que ser fuerte, que había que ser fuerte y disfrutar de todo eso que a ella le asustaba. Marta escuchó a su hermana y siempre admitió que esa burla, esa despreocupación de su hermana frente a su sufrimiento —del que ella se reriría también más adelante—, le ayudó mucho a deshacerse de su condición de niña indefensa de provincias y dejarse llevar por la marea de las nuevas experiencias, de una vida completamente nueva. Al poco tiempo supo lo que era disfrutar del anonimato absoluto, del ritmo frenético, del estar conociendo gente cada día, de todas partes, gente a la que no le importaba de dónde fueras y que no sabían nada de lo que habías sido antes de conocerte. Descubrió el placer de poder crearse una nueva personalidad a su antojo, deshaciéndose de todo lo aprendido hasta ahora, creando su propio mundo, interior y exterior. Mientras Marta crecía en la ciudad, Victoria se apagaba. Sus últimos años de carrera fueron el principio de la decadencia de su idilio con Madrid. Algún amor peor de lo esperado y las partidas de algunos amigos al terminar sus estudios desestabilizaron ese nuevo mundo que había crecido a su alrededor. Cuando comenzó a trabajar, la verdad sobre lo que sería la realidad terminaron por hacerla zozobrar a ella también, al son del desmoronamiento de sus ideales universitarios. Para cuando Victoria comenzaba su último año de universidad, Marta había decidido volver a casa, a ese pueblo que ya no era tan oscuro, que, poco a poco, a través de los años, se le había presentado como su única y verdadera casa. Ansiaba tanto la vida placentera y pausada que un día tuvo, detestaba tanto entonces la falsedad y los modos postizos de la ciudad que tanto había llegado a amar, que en apenas dos meses, en un noviembre, para más inri, demasiado frío, estuvo ya de vuelta, dejándolo todo, incluida su hermana. El hecho de que su hermana llevará dos años de relación con el que luego sería su marido y que, ella, a pesar de haber sido mucho más abierta y segura, siguiera buscando quien la soportara y a quien pudiera soportar, fue la gota que colmó su vaso, repleto desde hacía años, aunque le costara admitirlo entonces.
La noticia de la muerte de su hermana, del accidente múltiple que se la llevó por delante junto a su marido y padre de Merinto, la dejó en un estado de catatonia. Recordaría siempre aquellos días como cubiertos por una bruma embalsamada, por el humo, un humo sólido que podía muy bien ser el mismo humo que dejó aquel camión de fuego abrasador que arrasó el coche de hermana y su cuñado, dejando sus cuerpos carbonizados, completamente irreconocibles. Eso les dijeron, al menos, nadie quiso verlos, nadie pudo… Tardó en reaccionar, todos en la familia tardaron más de lo debido en asumir lo que había pasado; la imprevisibilidad de la muerte se nos manifiesta sólo cuando alguien cercano de verdad se ve sometido a ella, pero cuando esa muerte, además de impredecible, es fruto de un hecho casi imposible, la incredulidad es tan profunda que a la parálisis funcional se suma la mental e incluso, en ciertos casos, un sometimiento físico a ese aliento helado de la muerte. Tardaron demasiado en darse cuenta de que alguien debería ocuparse ahora de su sobrino, y de que sólo ella estaba en verdadera disposición de hacerlo. Y, en esa prueba que es la muerte, tan esencial para la vida como imposible de concienciar con ésta, su sobrino Merinto fue el que mejor pareció pasar por ella. No lloró, no al menos en público, no al menos desconsoladamente, simplemente se protegió de todo y de todos y dejó de hablar. Dejó de hablar, calló desde que llegó al pueblo acompañado por un primo de su madre y su tía que vivía también en Madrid; seguro que había callado desde mucho antes, pero nadie podía decirlo, nadie estuvo con él. Nadie supo hablarle de cómo murieron sus padres, aunque para cuando llegó, las noticias del accidente estaban ya en todas las televisiones y radios, en todos los periódicos, y en sus ojos se veía el mismo brillo de incredulidad que atenazaba a todos, aunque tintado por un deje de infantil desconcierto. Fue en esos días cuando Victoria decidió que tendría que ser ella la que fuera a Madrid y se ocupara del niño. Su madre insistió en ir con ella, pero sólo aceptó que la acompañara en los primeros meses; algo dentro de ella la obligaba a cargar con esa responsabilidad sola, sin la presión ni el consuelo de una madre experta. Quizá fue la ilusión de ser madre que desterró años atrás, quizá simplemente un sentimiento de responsabilidad surgido ante la pérdida de su hermana, nunca supo decirlo, simplemente quiso hacerlo, así, ella sola, quiso ser quien le diera al chico un poco de paz, quien le ayudara a seguir con su vida, una vida que debían volver, todos, a aprender a tejer de nuevo.