Estoy en un piso peor, a todas luces. La zona no está mal, menos céntrica pero barrio, barrio, y con metro al lado, aunque el piso es peor. Somos tres, las habitaciones son pequeñas y el piso es bastante antiguo. Fue el tercero que vi, y lo elegí en parte por la zona, en parte por las compañeras. Sí, por las compañeras, para que engañar a nadie. Dos chicas, una española y una francesa, con pinta de fiesteras —mis suposiciones se van confirmando, y muy positivamente— y de bastante buen ver. Gloria es de Albacete, lleva un rollo alternativo, con una rasta colgando, adornada con colores y cascabeles al final, y trabaja para un ONG (cómo no). Le pregunté el segundo día a qué se dedicaba su ONG y me empezó a soltar un discurso del que desconecté a los pocos segundos. Tengo una capacidad especial para desconectar de todo sin que la gente se dé cuenta. Ella, bastante habladora de por sí, se creció al ver mi entrenadísimo rostro de falso interés y atención, y se lio a darme, creo, la versión más extendida de su trabajo y el papel de su compañía en el mundo. Responde a un cliché muy propio de estos tiempos, pero no es la típica que caiga en lo superficial. Al menos, no demasiado. Estaba muy orgullosa de lo que hacía y vivía convencida de su papel en el mundo, pero salvo esa diatriba inicial, no había vuelto a hablar de su trabajo. Quizá sí se percató de ese fingido interés del que tanto me enorgullecía, quién sabe. Aunque me inclino a pensar, habiéndola conocido un poco más, que habla sólo cuando está en confianza o tiene un tema muy claro del que hablar. Es algo tímida, una timidez no demasiado evidente, la timidez del que teme decir algo equivocado o que pueda molestar a su interlocutor. Timidez que nace en la inseguridad y que reconozco muy rápido porque a ratos me he visto invadido, nadando en y por ella. Guapa es, de piel clara y ojos marrones, una nariz normal y una boca de labios finos, es una belleza bastante equilibrada. Delgada y de pechos pequeños, no se viste precisamente para exhibirse, aunque tampoco es que viva ajena a la presunción que todos nos profesamos, simplemente viste de otra manera. Y es que busca otro tipo de gente, supongo, no a mí, claro. Busca a esa gente que mira más otras cosas, menos el estilo de cada uno. O quizá busca a la gente que disfruta con su estilo. No sé, la cosa es que no me busca a mí. Eso lo noté enseguida. No soy su estilo, ni ella el mío. Nos caemos bien, hemos hechos buenas migas, que diría mi abuela, pero nada más. Con Malvina el tema es distinto. Malvina es muy distinta. También se da un aire bohemio, pero al ser francesa, esa bohemia va acompañada de una distinción y una femineidad de la que Gloria estará siempre muy lejos. Malvina no es tan fácil de trato, no le está siendo estas primeras semanas. No la veo tímida, es, simplemente, francesa. Y parisina, para más inri. Cortante desde el principio, sin mostrar demasiado interés por mí, el nuevo, ni por mis cosas. Barreras culturales, qué dirían en la televisión, ufanos. El idioma que nos aleja. Para nada. En este caso no existen esos obstáculos, según Gloria, Malvina es de madre Argentina (de ahí lo de su nombre) y habla Español perfectamente. Además, debe más de cinco años viviendo en España. Estos últimos días el hielo se ha roto un poco entre nosotros. He conseguido mantener algunas conversaciones con ella en la cocina y una vez antes de irnos a dormir, mientras veíamos los restos de la tele nocturna. No parece mala tía, es más arisca, nada más. De ella sí puedo decir que algo de interés le he suscitado. Interés del bueno, se entiende. Puedo sonar un poco machista, o salido a secas, pero nada más lejos. Son las cosas que pienso en el momento, y no necesariamente las que digo o bajo las que basaré mis actuaciones. No estoy loco, no voy a liarme con mi compañera de piso, a la que acabo de conocer y apenas conozco, menudo infierno a la vuelta de la esquina. Y eso contando con que ella quisiera. Son todo suposiciones mías, mi cabeza funcionando sin control. Siempre ando analizando las situaciones, cada gesto, cada palabra. Cada frase o cada movimiento me llevan por caminos distintos, por razonamientos que rara vez terminan en algo concreto o productivo para mí. Reflexiones, poco más, no soy un acosador profesional que haya buscado un piso con mujeres para espiarlas en la ducha.
Me llevo mejor con las mujeres, son más agradables, más interesantes y huelen mejor que los hombres (generalmente). Y si además, en mi condición de heterosexual convencido que no radical, puede darse la ocasión de tener sexo ocasional, pues mejor que mejor. Ah, y un punto muy importante, las mujeres suelen tener muchas más amigas que los hombres, amigas solteras, eso siempre es justo y necesario, qué diría en misa. No creo en Dios, ni en Jesucristo, pero las misas que tragué de joven, hasta tres a la semana, hacen que salgan solas estas letanías de vez en cuando. Eso sí, salen para mis adentros, casi siempre.
Puedo estar dando una imagen equivocada. No lo he pasado bien estos últimos dos años, de ahí que me vea emocionado con esto de estar en el paro, cobrando por hacer nada. Y no lo he pasado bien, por múltiples razones, pero la principal es que he sufrido todas las crisis que se pueden tener a los treinta, amalgamadas en una sola. Creí que la vida era fácil. Siempre lo pensé. Una vida hecha, estudiar para trabajar, trabajar para vivir, vivir para tener éxito y morir. Morirte viejo y rodeado de familiares que podrán limpiarte el culo en caso de necesitarlo. Así fue hasta que empecé la universidad, al menos. Una vez que este camino comenzaba a definirse con claridad, que mi profesión iba saliendo del molde informe de los felices años colegiales, yo me iba sumiendo en la sombra cada vez más espesa de las decisiones que nunca había tomado. Todo ello cuajó hace un par de años, en una gran explosión de ansiedad y estrés, que se alargó durante varios meses, mermándome poco a poco y desarmando todo lo que hasta entonces había considerado como decidido. No hablo ahora con amargura. Creo que es al revés, ahora me alegro de todo, de haberme visto sumido en la duda más opilante. Dudas de fe, una fe que nunca fue tal. Dudas de personalidad; seré cómo soy, seré quién soy, soy cómo debo ser… Dudas profesionales; el clásico: ¿qué coño hago yo haciendo esta mierda? Dudas sexuales; ¿Soy hetero? Lo soy, pero no soy hombre de una mujer, no soy hombre de una mujer, no soy hombre de una mujer, al menos por ahora. Dudas sobre el futuro; qué será de mí si sigo tan confundido, a este paso me veo en la calle y, hala, a matarme bebiendo, qué diría Nicolas Cage con su Óscar, igual ese es mi camino, ¿tampoco está tan mal? Dudas de todo tipo que, al final, no son más que una misma y acuciante duda, la duda de si uno está siendo verdaderamente feliz como está o no. De si uno, ese uno precisamente, es el uno que debería o una mala copia deformada de él.
Yo no lo estaba siendo, y aunque tardé en darme cuenta, creo que ahora soy consciente de ello. No me gusta hablar de felicidad, la felicidad me parece hoy un concepto demasiado ingenuo y sobado. Una amiga me dijo una vez: “no te gusta lo de ser feliz y nunca dices que seas feliz, porque tienes un concepto romántico de la felicidad; crees que la verdadera felicidad está en la infelicidad”. Sí y no. Me gusta eso del concepto romántico, algo a lo Lord Byron o Richard Burton, pero creo que al final uno ha de ser medianamente feliz, estar medianamente satisfecho, al menos, con su vida. Ahora tampoco lo estoy, pero me siento más encaminado, más relajado y menos presionado por esa imperiosa necesidad de alcanzar la suprema felicidad del yo, el ello, el súper yo y su puta madre.