La última vez que vi a Sanders estaba, como otras veces, urdiendo uno de sus planes en un papel absurdamente abarrotado de dibujos y diagramas que, en su posición de autómata diletante de las fugas, formaban parte de otros antiguos planes trazados durante la semana. Me recibió con una mirada perdida y poca o ninguna emoción, sentado en la mesa de siempre, en esas sillas metálicas de color verde, desconchadas y frías, que parecían llevar en el Marquez tanto como el mismo bar. El olor a fritos era tan intenso, fuera la hora del día que fuera, que uno tendía a pensar que era un efecto provocado a propósito para espantar a los posibles no habituales. Al viejo Márquez no le gustaba la gente, de ninguna clase, toleraba a los de siempre, algunos parroquianos del barrio y los turbios visitantes de la Librería Witold Sanders, entre los que me incluía, que encontrábamos en aquel bar, pequeño y cochambroso, pero de ambiente cerrado y tranquilo, un lugar perfecto para continuar las charlas iniciadas en el local del librero.
Lo he perdido, me dijo, haciendo un gurruño con el papel y arrojándolo con rabia contra la pared detrás de él. ¿El qué has perdido? Pregunté, divertido, a sabiendas de que su respuesta sería parecida a la de todos los días. Mi plan, otra vez, lo tenía casi listo, lo juro, esta vez me he quedado muy cerca; mierda, casi podía tocarlo. Era evidente que nunca había llegado a alcanzar ese plan, pero en los últimos tiempos su obsesión había tomado un camino distinto, más profundo, aunque también más vibrante; Sanders buscaba con mayor fruición si cabe ese ilusorio plan que parecía inalcanzable, y eso le provocaba un estado de febril actividad impropio de su edad y su condición de hombre tranquilo. Decía estar cada vez más cerca, y esa supuesta cercanía con su plan perfecto, con la fuga esperada, le espoleaba de forma antinatural. Nadie de los de la librería supimos nunca a qué se debía o cuándo empezó a perderse en esos laberintos de ideas que trazaba en sus maniáticas compulsiones. Estaban allí cuando yo le conocí, al poco de abrir su librería. Nadie sabía a ciencia cierta de donde venía. Su pasado estaba plagado de dudas. Algunos decían que era de origen Polaco, otros, como Manuel, el más mayor de nosotros y el que tenía una relación más estrecha con él, decía que sólo su padre era de fuera, pero que él nació en España, poco antes de la guerra. No siempre fue librero, eso quedaba claro en sus obsesiva forma de dibujar, demasiado técnica, más propia de un ingeniero o un arquitecto, pero nunca dijo nada sobre los años previos a la apertura de su pequeña pero selecta librería. Sólo le gustaba hablar de libros, rara vez mencionaba la política, y obviaba por completo otros temas más mundanos. Tenía los libros y tenía sus planes, y tenía sus ideas y esa inmensa cultura que delataba una vida muy rica en conocimientos y experiencias, con eso le bastaba.
Podía parecer un loco, pero cuando se hablaba con él dos minutos, uno se daba cuenta de que, si efectivamente existía esa locura, estaba bien compartimentada. Era capaz de discurrir con una lucidez asombrosa sobre los escritos o los autores más complejos o extravagantes, además de dominar la filosofía con la maestría del que la ha estudiado a fondo y no como una mera extensión de su afición a la lectura, como era mi caso. Su discurso era pausado, conciso, no se enzarzaba en graves discusiones, no le importaba la opinión de los demás salvo por un ejercicio de pura escucha, nunca le convencieron las ideas de nadie por muy elaboradas o fundadas que estuvieran. Soy mayor, decía, demasiado mayor para cambiar. Y así zanjaba toda posible desavenencia. Esto sacaba de quicio a algunos, sobre todo a Adán, un profesor de universidad de achatada visión intelectual, empeñado en hacer de cada conversación una discusión sobre los orígenes del conocimiento. Para él, todo debía tener un final, no existían las posturas a medias, había que posicionarse, en la política y en la vida, y en su cansina actitud de opositor caía en los más graves extremismos, sin que fuera realmente consciente de ello. Era un simple, y el el viejo Sanders lo sabía. Se quedaba mirándole, sentado en la silla negra de almohadones detrás del mostrador, sin inmutarse, hasta que el otro resoplaba y se volvía musitando su desilusión ante el fracaso de una nueva embestida contra la tranquilidad del librero. Sin embargo, toda esa calma, su templanza e intelectualidad sosegada, se deshacía de un plumazo cuando le sobrevenía uno de sus ataques de diseño. Entonces se enzarzaba nervioso, casi frenético, a garabatear sobre las cuartillas de papel expresamente preparadas que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Como un derviche, que busca a dios en el vórtice de su giro, insensible a todo estímulo exterior, Sanders se afanaba en sus dibujos como un místico en pleno éxtasis.
Conversamos un rato sobre un autor polaco por el que guardábamos especial y común admiración. Ese día estuvimos solos en el bar al menos un par de horas, ensimismados delante de varios cafés, charlando con una calma que rara vez encontraba ya en el ritmo de una vida que se me revolvía constantemente en el mar de la actividad y las formas inconexas de la responsabilidad y el futuro. Pasado ese rato de paz tan extraño, entraron algunos de los parroquianos del barrio y el equilibrio se rompió de golpe. Nos quedamos mirando a los cuatro personajes que hablaban en voz demasiado alta y miraban hacia nosotros como el que entra en su casa y descubre un extraño sentado en el sofá. Pasaron unos minutos hasta que recuperamos la calma, minutos de distracción que fueron suficientes para que asomara en los ojos de Sanders el brillo de esa necesidad que le acuciaba en cuanto su mente viajaba sola demasiado tiempo. Sus manos se agitaron intranquilas y su respiración se aceleró progresivamente. No dije nada, esperé. En seguida, con un gesto brusco, sacó un nuevo papel del bolsillo interior de su chaqueta, un cuarto de folio cuidadosamente cortado a mano —le ha visto algunas veces preparando esos folios, doblando y separando las cuartillas con sumo cuidado, ensimismado, casi babeando, ante el jugoso plato que disfrutaría más tarde, con total entrega—, y se puso a garabatear sin mediar palabra. Aguanté un rato, delante de él, en silencio, apenas podía ver lo que pintaba, encorvado como estaba, abrazando su obra. En esa situación el viejo se transformaba, era mucho más viejo, un sombra apenas de sí mismo, la espalda se combaba en una chepa excesiva y su cabeza se agitaba temblando como la de un enfermo de Parkinson. Recuerdo pensar, de nuevo, en lo intrincado de su locura, ese pequeño espacio en su mente que albergaba una ciénaga de espinas, contenida casi todo el tiempo, pero que acaba por desbordarse, inflamando todos los sistemas conscientes e inconscientes. Me levanté con cuidado, con miedo de despertarle. Me voy, Sanders. No hizo movimiento alguno. Hasta luego, insistí, más alto, y esperé una posible respuesta, pero no hubo gesto o palabra alguna. Hace un tiempo, Sanders hubiera levantado la cabeza y musitado algo, antes de volver a sumergirse en su paranoia. Ya no. Ese día vi con más claridad que esa sombra que encharcaba su lucidez cada vez con mayor frecuencia acabaría por convertirlo todo en una pantanosa irrealidad de sombras y ausencia.
—Usted me entiende —dijo de pronto, justo cuando iba a salir del bar — Usted es el único que me entiende.
Le miré, pero no llegué a verle los ojos, seguía enzarzado con sus planes como si esa frase hubiera surgido de una parte dormida de su cerebro, de otro yo que mantenía una alerta pasiva mientras el otro se dedicaba a su labor programática. Me asaltó una angustiosa sensación de irrealidad.
No era un cualquiera. Su librería se convirtió en poco tiempo en el lugar preferido de bibliófilos, editores con aspiraciones y algunos escritores de cierto renombre. Cuidada con esmero, sus estanterías de madera contenían una nutrida selección de libros, combinando el libro antiguo con algunas buenas nuevas ediciones de clásicos, además de guardar un espacio para nuevos escritores que satisfacían el exigente gusto de su dueño. De vez en cuando entraba algún despistado buscando un «best-seller» o algún otro ejemplar de tirada millonaria, y el viejo les hacía pasar, con más detalle incluso que si se tratase de ese escritor ilustre de rasgos vampíricos que le visitaba cada pocos meses, y les hacía un tour por el pequeño local, criticando educadamente sus gustos y proponiéndoles alguna otra opción, en sus palabras, más sana. Las respuestas a este sentido velado de la revolución eran variadas, aunque en su mayoría todos los incautos acababan por llevarse uno de los libros propuestos. ¿De qué vivía? Era un misterio, hoy en día, una librería que no vende libros populares está abocada al desastre, sobre todo una tan pequeña. Ni siquiera esa especial sensibilidad comercial de Sanders podría darle para vivir. Era un hombre frugal, pero cuando uno hacía los cálculos, parecía imposible que de allí saliera una renta medianamente decente. Lo que muchos decían es que detrás de aquella actividad pausada, tan metódicamente dedicada, había una fortuna que le permitía comportarse con total despreocupación. No es normal: el local, como está de cuidado, su forma de vestir, sus zapatos, hay algo más detrás; es lo que decía mi amigo Álvaro, compañero de universidad y bibliófilo consumado, y uno de los mejores clientes de Sanders. Él siempre insistió en que no se trataba más que de un hombre que había hecho dinero durante su vida y había decidido retirarse con su sueño. Aunque dicho por Álvaro, que ya maquinaba una idea similar sobre su futuro, resultaba un planteamiento demasiado evidente.
La visita a Sanders ese día respondía a mi necesidad de visitar Madrid, al menos, una vez cada tres meses, y de pasar por la librería y deshacerme de parte del polvo que acumulo atendiendo los caprichos de clientes por toda Europa. Me fui de Madrid por una cuestión de supervivencia y he acabado por sobrevivir apenas sin tener claro dónde vivo o a qué país pertenezco. Creía que el dinero no era lo importante y hoy vivo sometido a él por completo. Cuando decía que no haría esto toda la vida, me engañaba, pero entonces no lo sabía. Es más, hasta hace poco no he sido realmente consciente de ello, de esta esclavitud auto proclamada en la que vivo, corriendo detrás de la zanahoria de una futura vida mejor que no acabará de llegar. Me he visto viejo. No viejo de canas y arrugas, esa vejez no tiene nada de malo. Me he mirado al espejo y me he visto viejo de verdad, he sentido una pesadez, algo plomizo en mi forma de mirar, en la curva de mi boca, en unas manos que se dedican a trabajar sin descanso y a muy poco más. ¿Me siento solo? Es posible. Pude haberme casado con Ángela. Con ella me hubiera casado, con ninguna otra, pero salí huyendo. No necesité un plan como el pobre Sanders, sólo tuve que recurrir a mis impulsos más básicos y hacer que todo se rompiera en mil pedazos. Lo provoqué yo, lo sé, y no me arrepentí durante mucho tiempo. No he vuelto a amar, no así. Y ahora, apenas si recurro al sexo, más como una descarga de tensión que como el irrefrenable deseo de sumergirme en las pasiones más suculentas de otra persona. He perdido la electricidad, el escalofrío continuo de buscar algo más. Estoy viejo y acabo de conocer lo que es la ansiedad de serlo. Las crisis no fueron conmigo, ni en la adolescencia, donde fui un niño tranquilo, ni a los treinta años, cuando abracé mi nueva condición de profesional responsable, miembro productivo de la sociedad, con un sentimiento casi de alegría. ¿Se puede tener una crisis de los cuarenta a los cuarenta y seis?
En cuanto dejé el bar, me reuní con Álvaro en un bar del centro, justo detrás de la puerta del sol. Es una taberna vasca pequeña y moderna, recogida y con buena comida a un precio razonable; el centro de las grandes ciudades se está convirtiendo desde hace años en el refugio de los locales más pedantes y miserables. El progreso hoy toma caminos de degradación que me es difícil asumir. Después de unas cervezas y charlar sobre trabajo y dinero, Álvaro volvió al tema recurrente de su segundo matrimonio. A pesar de venir una familia rica, había trabajado duro para montar su propio negocio, una agencia de comunicación con la que le había ido bien, muy bien; su buena maña con los negocios, sus contactos y su carisma natural le hicieron convertirse en poco tiempo en una de las agencias más grandes de España, para luego expandirse rápidamente a Latino América y algunos países de Europa. Ahora apenas trabajaba, se dedicaba a sus otros negocios, como él los llamaba, de los que hablaba poco, pero que tenían algo que ver con promociones inmobiliarias e inversiones a una escala considerable. Tenía mucho dinero y dos matrimonios fallidos, tres hijos, dos más una, y un retahíla de relaciones más o menos esporádicas que le habían convertido en un descreído con todo lo que tuviera que ver con el amor. En eso también encajábamos, aunque mi falta de apetencia por la emoción del sentimiento amoroso provenía más de una intención provocada hace mucho tiempo que del constante enfrentamiento con el fracaso. Su primera mujer, Lucía, amiga común de la facultad, era una mujer normal, su matrimonio se acabó de forma lógica y su divorcio fue un cuestión de firmas. Seguimos llevándonos, y hasta podemos quedar los tres a tomar algo y charlar sin mayores problemas. Con Teresa, su segunda mujer, las cosas no fueron tan fáciles. Yo nunca la tragué. Era una persona controladora y seca, de moral anquilosada. Desde el principio estuvieron abocados a la guerra que se desató después de unos pocos meses de matrimonio; conozco pocas parejas que se hayan divorciado en mitad de un embarazo. Álvaro lo hizo, y aún le pesa. El arreglo del divorcio fue desastroso para él, gran parte de su dinero acabó en manos de una casi desconocida, además de una importante participación en su agencia. Y cuando habla de ella, lo peor o lo mejor de Álvaro, es que no habla con rencor, su tono es más de ironía, es su manera de desquitarse. Supongo que si no hubiera tenido tanto dinero, su visión de «La Urraca», como la llamaba —hay que decir que el nombre le hacía justicia, con su mentón afilado y su voz de pito algo rasgada—, sería muy distinta si de verdad le hubiesen desplumado.
Acabamos tomando unas copas por la zona de la calle Jesús, en uno de los pocos bares con un alcohol decente que seguían abiertos a esas horas, un jueves; hace tiempo que Madrid perdió su encanto nocturno, entregada a convertirse en un destino turístico más, y cuando eso ocurrió, Madrid, que es una ciudad de la noche, perdió lo que le quedaba de su alma antigua. Sanders salió a colación en cuanto empezamos a hablar de libros. Álvaro tenía una preocupación que concordaba en gran medida con lo que yo había visto unas horas antes.
—Está cada vez más loco. Antes no era un loco, era un hombre mayor con manías, excéntrico en unos rincones que no nos dejaba ver. Ahora no, ahora es un loco con momentos de lucidez. Está siempre metido en sus dichosos planes, obsesionado con huir.
—Le he visto peor, sí, pero creo que exageras un poco.
—No exagero, no le has visto tanto como yo últimamente. Lo raro es pillarle lúcido, te lo digo en serio.
No dudaba de sus palabras, Álvaro no tenía porque mentir o exagerar, pero había charlado hacía unas pocas horas con él, con cierta calma, me resistía a pensar en que aquello hubiera sido sólo un espejismo, una laguna en ese mar de locura que debería acabar por desbordarse. Simplemente, me daba miedo aceptarlo. Aunque en esa última frase que me dirigió me encontré ahora analizando muchos sentidos que antes me había sido imposible distinguir.
—Vive solo. Ha vivido solo, ¿qué, los últimos veinte años? Es normal que se le haya terminado de pirar. A mí también se me piraría. Te lo digo, es el principio del fin para el pobre viejo.
Vive muy solo. Y quizá haya vivido siempre solo. Quizá vivió solo porque decidió apostar por un vida mejor, posponiendo los detalles que previenen el feo veneno de la soledad. Sanders había acabado solo, y acabaría loco. ¿Loco por su soledad o solo por su locura? Me di cuenta de que me estaba comparando con Sanders, y que ese, precisamente, era el primer paso hacia mi propia y particular locura.
En casa de Álvaro, un piso de más de doscientos metros cuadrados heredado de su tía, en pleno centro, de techos altos y una mezcla de decoración en la que se veía perfectamente donde acababa el pasado de la tía artista y donde empezaba el presente del sobrino vividor, tomamos la última copa y culminamos una soberana melopea a gusto de nuestra vieja amistad. Estuvimos un rato metidos en la biblioteca que había montado en cuanto se mudó. Reformó el viejo cuarto de su tía y lo convirtió en el paraíso de todo bibliófilo, con estanterías de madera hechas a medida cubriéndolo todo, y una selección de libros que provocaría la envidia de cualquier librero que se precie. En el centro de la sala había una mesa redonda de madera de roble, con dos butacas de color verde, bajo un luz tenue que se regulaba con un potenciómetro, específicamente pensado para aportar ese toque íntimo y recogido a toda la estancia. Aunque casi toda la casa estaba tapizada de estanterías que había rellenado con una colección envidiable de libros, ese cuarto era algo muy especial, un espacio único con tintes decimonónicos en el que uno podría pasar horas aislado del mundo. Ya en el salón, a punto de retirarnos, Álvaro tuvo la final y feliz idea de llamar a unas prostitutas, «amigas suyas», para terminar una «agradable velada». Celebré la decisión, aunque en secreto dudé de que pudiera llegar a hacer nada esa noche. Una vez confirmó la visita, después de rogar durante varios minutos, Álvaro se puso a saltar como un loco por los sofás y yo le seguí. Nos desnudamos y seguimos saltando por encima de las sillas y mesas, llegando hasta la puerta de la cocina. Organizamos una buena en unos pocos segundos. Nos quedamos completamente desnudos, mirándonos, ebrios, esperando a sus «amigas». Álvaro dijo que había que celebrarlo y salió corriendo desnudo hacía su cuarto. Volvió con una pequeña bolsa de cocaína. Preparó dos rayas sobre una pequeña bandeja de plástico que estaba sobre la mesa, después de retirar algunas migas y restos de comida, se tomó una y me dejó a mí la otra. No tomo cocaína, hacía mucho que no la tomaba, pero esnifé la raya sin pensarlo mucho, cada vez más excitado.
Amanecí en el sofá rojo del salón, desnudo y aterido de frío. Me abrigué con lo primero que encontré, una especie de pañuelo de flores que reposaba sobre el extremo del sofá, e intenté dormir algo más. Me fue imposible. Me levanté y busqué mi ropa por el salón. Fui a la cocina y bebí algo de agua del grifo que me dejo un sabor cáustico en la boca; un sabor a mil resacas. Lo último que recordaba de la noche anterior era el estar en la cama de Álvaro los cuatro, riéndonos, con brazos y manos por todas partes. Casi no podía recordar cómo eran las dos chicas. Jóvenes, mucho más que nosotros, delgadas, de piel suave y con el cuerpo de una chica normal no el de una prostituta de profesión. No recuerdo haber pagado nada. Había supuesto que se refería a prostitutas, pero lo más normal es que fueran amigas de verdad de Álvaro dispuestas simplemente a pasar un buen rato. Fui hasta el cuarto de Álvaro y les vi, a los tres, dormidos en la cama, como si nada hubiera pasado. La realidad suele ser decepcionante, al menos la que no inventamos; después de una noche así, quién iba a pensar que la mañana sería tan cotidiana, tan insultantemente normal. ¿Por qué me había ido al sofá? No lo recordaba, estaría incómodo. No envidié su sueño, las dos chicas eran mucho más jóvenes de lo que había pensado, no tendrían más de veintidós o veintitrés años. En otra situación, o en otros tiempos, me hubiera podido sentir exultante, pero en ese momento lo único que sentí fue una profunda sensación de pérdida, la irrealidad de nuevo por verme sacado de la escena de forma repentina. Cerré la puerta con cuidado, me vestí, y después de beber otro trago largo de agua directamente del grifo, me fui de allí.
Me costó dormir la noche siguiente. Tenía un vuelo pronto por la mañana y al nerviosismo habitual, se unieron la borrachera y una fijación exagerada por el tema de Sanders. No él en cuestión, sino esa comparación, ese implacable verme reflejado en lo que el viejo era, en su final. Esa irrealidad, la pérdida de mí mismo en el contexto de la realidad no era más que el reflejo por un futuro que de repente se me presentaba como algo posible. Pasé toda la noche entrando y saliendo de sueños en los que se repetía su abundante presencia. Siempre con su mirada quejumbrosa, su cuerpo encorvado y un musitar lánguido en los labios. Casi lo tengo, decía, una y otra vez, usted me entiende, casi lo tengo… Y pasaba por delante de mí, me atravesaba, intentaba tocarle y no asía más que el aire, se alejaba de mí de forma totalmente antinatural cada vez que me acercaba. Volvía y se sentaba en una mesa de bar pequeña y sucia, dentro de una librería que se entremezclaba con el bar de al lado y una de las viejas clases del colegio. La silla verde y rota estaba marcada por vetas de un óxido naranja, muy brillante. Se hacía la oscuridad y en la silla iluminada por el brillo naranja del óxido fluorescente, seguía estando él, allí conmigo, levantó la cabeza y sus ojos eran dos tubos vacíos a través de los cuales podía verle, como en una sucesión sin fin de Sanders encorvados, dibujando planes, arañando el papel con el ruido de pequeñas garras. Me hundí en el sumidero de infinitud que proyectaban sus ojos. Su presencia se intensificó y el eco de sus palabras, que seguían repitiendo ese «casi lo tengo, usted me entiende, casi lo tengo», me oprimió hasta casi perder la respiración.
Me levanté dos veces, empapado en sudor. La primera sin saberme aún dormido. Me vi delante del espejo del baño, mirando fijamente a mi reflejo que se parecía enormemente al del librero, aunque borroso, difuminándose en un fondo que se asemejaba al de un túnel construido para escapar de un campo de concentración nazi en una película de los años setenta, con sus traviesas y sus bombillas colgando del techo arenoso. La estancia se encogió lentamente, empezando desde el fondo, encorvándome poco a poco, empequeñeciéndome, hasta que puede sentir el sabor húmedo de la arena en la boca. Me levanté una segunda y definitiva vez. Fui al baño y contemplé mi rostro cansado. Me vi viejo, estaba solo, y lo que era mucho más peligroso, reconocía ahora el miedo a esa soledad que crecía dentro de mí, como el sabor amargo de todas las decisiones mal tomadas. Estaba perdido en el bosque, por primera vez. Me había quedado solo.
Tres semanas más tarde, al poco de acabar una presentación de ventas a un cliente en Zurich, recibí una llamada de Álvaro. Estaba nervioso.
—No sé cómo decírtelo…
—¿El qué?
—El viejo, Sanders, ha muerto.
—¿Cómo?
—Lo que oyes, lo han encontrado colgado en su casa, esta mañana. Me acaba de llamar Manuel. Se ha encontrado con la policía cuando ha ido a la librería. Parece que el viejo no tenía a nadie más que a su librería.
No supe qué decir. En la rutina de las últimas semanas, mi recién encontrada neurosis parecía haberse apagado, pero aquella noticia me sacó rabiando de mi hipoxia laboral. Un final abrupto pero esperado. La locura y la soledad, si bien no consecuencia obligatoria, son las peores compañeras. Había pocos más detalles. Manuel se estaba ocupando de todo el papeleo y de tratar con la policía. Pero no se sabía mucho más. Pasé las siguientes horas deambulando por un café tras otro, intentando no darle demasiadas vueltas. Acabé por volver al hotel, aunque no tenía ninguna gana, y así poder llamar de nuevo a Álvaro, a ver si sabía algo nuevo. No conseguí localizarle. Me eché en la cama y conseguí dormir, una hora al menos. Bajé al restaurante del hotel a cenar; no me apetecía salir, al contrario, dentro del hotel me sentía a a salvo de mis propias ideas, de la sensación de desamparo que había vuelto a crecer irrefrenable desde la llamada de esta mañana. Más tarde, ya en la habitación, cerca de las once de la noche, llegó un email de Manuel al grupo que teníamos con los de la librería. En pocas frases detallaba lo ocurrido y cómo llevaba todo el día tratando con la policía, intentando encontrar familiares o amigos cercanos, «más cercanos que ellos», que pudieran decir algo sobre el finado. No habían encontrada nada ni a nadie, sólo la librería, lo más cercano que tenía a un pariente eran ellos, así decía. De paso, solventó algunas dudas al respecto de su persona, como el que sí que había nacido en España, en Madrid, poco antes de empezar la guerra, o que su padre, al menos de nombre, parecía extranjero. Poco más. Terminaba su correo diciendo que Sanders había pagado hace tiempo un nicho en el cementerio de San Isidro, y que allí sería enterrado pasado mañana, a las diez de la mañana. En su última frase, nos conminaba a todos, «su única familia», a estar presentes el día de su entierro, «como muestra de respeto y homenaje a un hombre tan especial».
No podría ir, ya lo sabía. Tenía la semana completa, primero Alemania y después dos días en Milán. No podía posponer nada de aquello. Y por otro lado, no estaba seguro de querer estar allí, enfrentándome a esa muerte tan lejana pero al mismo tiempo, tan personal. Contesté el email de Manuel en los mejores términos, excusándome por no poder asistir; mi ausencia se entendería sin problemas. Me acosté poco después. No estaba tan afectado como creía, era más una impresión del sueño, una especie de somnolencia que me fue demoliendo poco a poco hasta tumbarme en la cama como una pieza de metal. Me vi de nuevo, solo, en ese espacio sublime y desconocido que encontramos entre el sueño y la vigilia, embargado por esa nostalgia extraña de los tiempos más lejanos. Tiempos que, sin embargo, no había ni llegado a vivir, en una época de posguerra, como un niño que jugaba entre las ruinas de una ciudad doblegada. Vi una infancia feliz que no fue la mía y una vida que se desarrolló gozosa, llena de éxito y dinero. Vi mujeres, hijos, montones de libros… Vi el final de una vida en los limos de la soledad, y la locura acechando, como un líquido viscoso que va sorbiendo desde el suelo la esperanza, el rastro de todas las infancias y de todos los éxitos pasajeros.
No pregunté mucho sobre el entierro. Cuánto menos supiera, mejor. Álvaro acabo por comprar la librería, a precio de saldo, por cierto, con todo lo que tenía dentro. Cumplió su sueño finalmente. Si ves que empiezo a dibujar mapas y esas cosas, me sacas de aquí al momento, me dijo cuando me lo contó, riéndose. Pasados unos días, Álvaro nos invitó a todos a la inauguración de la nueva librería Witold Sanders, que era igual que la antigua con algunos arreglos menores; cambió los cristales y la silla detrás del mostrador, el resto permaneció exactamente igual. No asistí a la inauguración, Álvaro no se lo tomó muy bien, pero no me gustaba la idea de que hubiera comprado el local, ni mucho menos que lo conservara tal cual lo dejó el viejo, con su nombre y todo. No se lo he dicho nunca, pero me pareció la peor clase de insulto a un muerto, aprovecharse de su trabajo y de su nombre de forma tan retorcida.
Aún tuvieron que pasar un par de meses hasta que aparecí por allí. Y no fue por casualidad. Ese viernes llegué a Madrid y fui directo a casa de mi madre para cenar con mi hermana y con ella, como recientemente había resuelto que haría siempre que pudiera. Después de saludar a mi madre, que me recibió sonriente, me entregó un paquete que sacó del cajón de la cómoda del hall.
—Toma, antes de que se me olvide, te ha llegado este paquete ayer por la tarde; es de la librería Sanders, para variar.
Siempre hacía que me enviaran los libros de Sanders a casa de mi madre, era más fácil que andarme enviando cosas a hoteles o apartamentos itinerantes. Los recogía cada vez que iba. Hacía mucho, sin embargo, que no pedía nada allí, desde semanas antes de la muerte del viejo Sanders. Será algo de Álvaro, pensé.
Abrí el paquete con cuidado. Estaba envuelto a la manera de Sanders, una primera cobertura de plástico, una segunda cubierta de papel de estraza y una caja de cartón protegiéndolo todo. El libro era de ese escritor polaco de apellido impronunciable por el que Sanders y yo guardábamos especial querencia. Era una buena edición, antigua, probablemente una primera edición, muy bien conservada. Lo miré con cariño. Era un detalle por parte de Álvaro acordarse de algo así. Era hora de que pasara de una vez por su librería, el recuerdo del librero era ya algo asumido y esa antigua angustia había desparecido, si bien su rastro permanecía como un aviso de los caminos que no conviene andar si uno se encuentra mirando cara a cara a la soledad. Llamé a Álvaro parece agradecerle su regalo, y de paso hacer las paces por haber faltado a su gran inauguración.
—No sé cómo has podido acordarte.
—¿De qué?
—De que siempre hablábamos de él.
—No tenía ni idea. Ya te lo he dicho, yo no te he mandado nada.
No me convenció de nada, me estaba tomando el pelo seguro.
Ojeé el libro con cuidado, como suponía, se trataba de una primera edición en Español; no es que fuera algo realmente valioso en dinero, pero sí que lo era para mí, por su autor y por lo que significaba. Seguí pasando hojas con mimo, disfrutando como sólo con los buenos libros uno sabe hacer, casi saboreándolos, cuando me topé con una pequeña hoja de papel justo antes del comienzo del libro. Era un cuarto de folio perfectamente cortado. Me temblaron las manos. Le di la vuelta y, allí, escrito con la perfecta caligrafía de Sanders, había escrito un escueto: Lo logré, gracias.