En Madrid se cuecen muchos madriles,
uno por cada cielo perezoso
que se resiste a dejar la tarde.
¡Madrid tiene madriles para todos!
Pero no los regala,
como regala sus calles
plagadas de ruido
hasta en los peores vinos,
los madriles hay que ganárselos.
Hay que tocarlos,
en cada mañana que te sorprenda
El Retiro húmedo y vacío;
sentirlos, mojados
a la sombra nocturna
de un templo pagano
vetado a los ebrios mortales;
saborearlos, parado
delante de una noche fina
de más de cien horas;
vivirlos tan solo,
que ni los millones de paseantes,
curtidos madrileños de un día,
alcancen tu paso transparente;
odiarlos, con saña,
cuando el sol
no te deje volver a casa,
empeñado en calarte sus domingos de disforia;
y echarlos de menos,
cuando al mirar hacia atrás
ya no escuchemos,
cuando al oler de lejos
ya no se distinga el brillo pálido de sus ventanas.
Los madriles son efímeros,
no te canses intentando atraparlos,
hay que dejarlos morir,
que abonen el humus de sus luengas calles viejas.
Los madriles son multitud,
tantos como los pasos que damos,
madrileños,
urbanitas asilvestrados,
ebria progenie del sol,
de vuelta a casa
por sus cielos embaucados.