Londres es una ciudad estúpida

por Con Tongoy

Entrar y salir, entrar y salir. Eso es todo, o eso le parecía todo últimamente. Levantarse, frío, gris absoluto de una noche que nunca llega completa y que jamás logra quitarse de encima. Húmedo. A su alrededor todo es pura humedad, casi tanta como la lluvia que arrecia impenitente al otro lado de las viejas y pesadas ventanas de madera. El baño es el refugio de todos los rincones helados del mundo. Deja correr la ducha, fuerte, libremente, en este país el agua no es un problema, se dice, entre las sombras de un sueño que se hace más pesado, más molesto en cuanto lo alcanza la vigilia forzosa del diario. Espera a que el vapor haya caldeado hasta lo insoportable el gélido y diminuto aseo con ducha. Se mira al espejo sin ganas. Rostro de sueño irresoluble. Un moho oscuro se acumula en los límites del espejo, rellenando el vacío que deja un molde de color blanco descascarillado, demasiado viejo, como todo en esta ciudad: demasiado viejo, demasiado húmedo.

Entrar y salir. Entrar al baño, salir de él, habiendo entrado y salido de la ducha por el camino. Entrar al frío y salir de él, sin moverse. Entrar bajo la toalla, pesada, áspera del uso y los lavados inmisericordes. Entrar en la ropa de cada mañana, entrar en el traje, dejarse atrapar por la corbata; te das un aviso: sólo saldrás de ella cuando todo acabe. Sale al pequeño salón que es cocina y rellano. Un desayuno rápido, la comida rara, latitudes ajenas a la tierra y al disfrute por el tranquillo dejarse llevar del gusto. Entrar al café, dejarse sacar del sueño definitivamente. Abrir la puerta, entrado, embozado en la superposición de pieles que combatirán exhaustas el frío y la lluvia.  Todo es entrar y salir, salir y entrar, volver para volver, un círculo, o una espiral, o un cuadrado de cuerda entrelazado, en distintos niveles, casi infinitos, de entradas y salidas, de llegadas y más llegadas, de vueltas…

Londres es una ciudad estúpida, se dice a sí mismo Claudio, al llegar a la parada del autobús. Se lo dice siempre que la lluvia acompaña el paseo diurno, y eso, en Londres, es uno de cada dos días. Es asombroso como una ciudad, donde la lluvia es norma y tempo del día, sigue colapsándose cada vez que ésta pasa de una mera llovizna. Londres es una ciudad estúpida, por lo grande, por lo descontrolada. Su tráfico es estúpido. El volumen de gente que vivimos y que pasamos por ella es estúpido. Sufrir el clima de una urbe mohosa hace tiempo que ha hecho mella en él y se repite con demasiada frecuencia lo costoso de su adaptación. Sabe que no es el clima, ni la ciudad. Londres es una ciudad estúpida, pero en su estupidez radica su profunda belleza, la pasión por su movimiento perpetuo, el vaivén hipnótico de sus laberintos sembrados de parques insultantemente pulcros; el contrapunto de su verde rabioso hace que la ciudad no se pierda por completo en la negrura de su calles y paredes. Sabe que la ciudad no tiene la culpa,  que nada ni nadie tiene la culpa. Ni siquiera su sueño, maltratado, desecho en las noches que no deja pasar sin vela, tiene la culpa de todo aquello. La culpa es suya. Su culpa es la de haber pasado demasiado tiempo anclado a las mismas formas, un mismo camino, final predecible y predicho. Su error ha sido el de haber perdido el tiempo subiendo escalones que él mismo creaba.

Bajarse, salir del autobús, llegar a la puerta del ostentoso edificio, tan intimidante como el primer día. Entrar, con el aplomo fingido; la debilidad, el sentimiento, las ganas de algo más quedaron a la puerta; son manadas de lobos las que ocupan los pasillos iluminados de blanco. Su manada, lobos como él. Sigue siendo un lobo, pero ha perdido el hambre. Un golpe de vida le ha elevado por encima del bosque. Ron saluda. Nancy saluda. Greg, Kevin. Suresh saluda, sonriendo, única meta en la vida, camino de ella, todo resuelto, en la cuneta el resto del mundo. Al pasar sobre sus saludos, respetuosos, demasiado conformes, no puede evitar sentir un escalofrío. Son sus secuaces, sus cómplices en la sagrada causa del dinero. Le deprimen pero no puede hacer nada. ¿Serán también presos? No creo. No han visto la muerte, no les ha escupido a la cara. Charlie está en plena conversación telefónica. Le mira, sonríe, se para ante su despacho. Un gesto, la falsa sonrisa, después lo vemos, tengo algo más importante que tú ahora… Sigue hasta su despacho, ganado a pulso, un escalón más de autoridad, lobo de segunda categoría, también puede morder ahora.

Antes disfrutaba con esto. Ya no. Estás atrapado en el vórtice, maëlstrom  decidido de tu vida malgastada. No le quedan fuerzas para seguir, pero menos aún para remar contra la corriente que le aprieta, girando, girando, entrando, saliendo, pero sin llegar a salir. Le da vueltas la cabeza. Tiene que parar. Un café, otro más. No ha dormido, pero está acostumbrado. Ella no está, no estará más. Y en su deshecho universo, Claudio comprende que es muy tarde para decidir cambiar nada. Demasiado tarde para intentar salir, salir de verdad. Nunca saldrá.

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