Naranjas y tomates,
verdes, a poder ser,
que luego se me amargan.
Más helado de nata
para el flan esplendoroso de mi madre.
Montañas y revueltas de jaras,
y frío,
sobre todo cuando tenga que hacer frío.
Agua, lluvia, mucha, cuando sea,
pero mejor que sea pronto.
Nieve, por favor, un poco, al menos.
Calor, cuando toque calor,
y luz, mucha luz,
que olamos el mar de nuevo,
como todos los años.
Que vuelvan a verse las estrellas
y caigan en sombras desde el cielo,
que pueda vestirme de flores,
hala, así,
sin miedo.
Que crujan los tobillos,
pero sin romperse.
Calma chicha,
palabras,
tiempo para comerse los libros,
y que me sobren las letras
que se derramen como esas agujas
que soplan, ácronos, los pinos.
Miradas fugaces,
de esas de soslayo que nos llevan
a lo desconocido.
Abrazos,
caricias,
besos
y a todo lo que después juega
tu imaginación
al retumbar en la mía;
las únicas barreras son de lo visible.
Las risas de siempre,
y los caminos de arena,
las mañanas largas y férvidas;
todo eso que cura cuando el mundo aprieta.
Libérrimos lunes impasibles
(y aquí pedimos imposibles).
Un gritón de noches eléctricas,
aunque sea dormidos.
El color de lo creciente
y el pasar jugoso del tiempo.
Una vena azul verdoso:
presencias en pasiones,
pasiones de resistencia,
la solemne procesión del mantenernos
a la distancia justa
para no dejarnos llevar,
a merced del polvo orbital mundano,
lejos,
como esas islas desiertas
que ya no existen.
Que estemos juntos,
punto final.
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