Dejar volar la memoria
es abrirse al frío,
a la nada que se abre,
futura, consentida,
diseñada en castillos de viento,
volanderos e insostenibles.
Dejarse llevar es lancinar
la rutina con hojas
de carne y dedos,
y ojos y pieles translúcidas
contra otras pieles,
contra el nadir del cuerpo,
de otros cuerpos,
invertidos en la frecuencia
de buscar para encontrase,
interiores, esplendentes
bajo las sombras
que dibujan sinuosas
las descargas de la efusión.
Dejarse ahogar es respirar
en la pradera libre
de lo que ya hecho,
por invariable,
por indomable,
por intocable
más que con la lengua,
solo provoca vida,
por muy húmeda que esta,
imparable y trabucada,
por muy imposible
que nos resulte querer
retrasar la muerte cementosa.
Abandonarse a la memoria
es llamar a la vida,
que lo espera,
que nos deja y nos señala,
que sin pedirlo,
nos gusanea de líquido azul
las venas de las manos.
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