Esos cines

por Con Tongoy
Prosa en Bardulias: Esos Cines

Había algo especial en ese cine. Algo que sobrepasaba el entendimiento o la sensibilidad de la mayoría. Y no era que la mayoría no se sintiera a gusto allí, refugiados de las grandes masas de palomitas, nachos y otros esperpentos que abarrotaban los “multisalas” y “megacines”; todo el que entraba allí sentía algo distinto, un confort que no era ya fácil de encontrar. Incluso los más tiquis miquis, esos que en los primeros diez minutos bufaban por su suelo, demasiado irregular y, a tramos, ciertamente pegajoso, sus asientos viejos o una sala lejos de la gloria de otros cines más modernos, se contagiaban de esa misma sensación una vez comenzaba la proyección.

Sus películas tenían mucho que ver en todo el ambiente que se generaba en la pequeña sala de ese cine que hacía chaflán, aislado entre los cada vez más numerosos bares y restaurantes de diseño; era como si la ciudad se empeñase en progresar, aún a costa de su propio sentido. Y la gente con ella. Ya no hay gente de ciudad, ahora sólo existen pasantes en las grandes ciudades. Se pierde la gracia de vivir con calma, las ganas de vivir por el simple hecho de hacerlo. Aquel cine era sin duda un oasis en el fregado que se vivía alrededor, conservaba la lentitud, el detalle por hacer las cosas bien, sin razón. No se buscaba nada más a cambio, que el bienestar de los que acudíamos a él cada semana, en tránsito del estrés externo a la parsimonia del tiempo en su interior, que parecía detenerse, hacerse más agradablemente denso. Cálido en invierno, naturalmente fresco en verano, en julio y agosto era cuando más disfrutaba uno de la lentitud en su formas.

Ese cine era, supongo, la antigua versión del cine. Una versión que demostraba que, antes, cuando el cine se hacía bien, con cariño, con la fuerza de las historias bien contadas, la sala y sus condiciones, la proyección en sí misma, importaban tanto o más que las propias películas. El cine debió ser un momento casi mágico, un invento que entonces parecía algo sacado de una novela fantástica. La sala de cine tenía que reflejar aquello, la magia. Por eso los cines eran teatros, y se miraba con sumo detalle por su arquitectura tanto externa como interna. Hoy en día el cine es un cliché de lo que era. Los cines también lo son. En su mayoría, las películas son como los coches, sacadas de una línea de producción, una churrería sobrecargada y plagada de estrellas que no valen ni un uno por ciento de lo que se embolsan por cada parodia en la que participan. Eso son, parodias de lo que fue el cine. Sigue habiendo cine por el cine, películas de verdad, pero son las menos, y se las ve poco en las salas, sólo en las más valientes que siguen apostando por lo que no es un churro listo para ser engullido, sin pensar. Este pequeño cine era, hasta hace poco, uno de esos refugios, y no sólo porque eligiera bien las películas, con cuidado, a sabiendas de no tener la potencia de esos monstruos que lo presentan todo de la misma manera, en un correr infinito de horarios ininterrumpidos, sino precisamente por su manera de hacerlo. Resistirse a renovar salvo lo imprescindible fue siempre un acierto, incluso en su final. Mantenía ese aura de momento sublime, casi religioso cuando la proyección empezaba. Sonido sin alardes que te atraviesan los tímpanos, publicidad en los mínimos niveles posibles y sin más “aperitivos” que el mismo puesto de palomitas que diera servicio los últimos 20 años. Casi todo el que pasaba por allí respetaba la paz del santuario…

Es una pena que estemos acabando con los rincones, con los lugares pequeños y escondidos. Esa manía de abrirlo todo y hacerlo a lo grande nos está convirtiendo en clones sin mucho que ver o que contar. O quizá es al contrario, como clones que somos, ahora sólo podemos tolerar lo que es como nosotros, masivo y fácil, digerible en enormes dosis sin filtro. Los cines han muerto, lamentablemente, los pocos que quedan, maltrechos y ya de rodillas, sucumbirán pronto. No queda otra. Como en tantos otros aspectos, la vida se derrite y se va volviendo más fácil y anodina. Incluso las calles cambian para satisfacer la necesidad del todos a una, todos iguales. Se abren, se llena de fastidiosa luz y cámaras que todo lo vigilan y graban.

Y en esa pequeña sala, haciendo uno de esos chaflanes que son también reliquias, todo se volvía más pequeño y delicado. Era un ecosistema único encerrado en una vieja sala que se resistía a ser engullida por la selva moderna. Sin duda, era una forma más humana de ver cine, pero también era una forma más humana de ver la vida pasar, con la quietud de otros tiempos menos conectados, aunque con mucha mejor conexión entre nosotros.

No hay que anclarse en el pasado, ni siquiera en el presente, ni obsesionarse con el futuro, pero de vez en cuando hay que pararse y mirar alrededor, buscarnos los ojos. Cuando miras hoy, lo difícil es encontrar esos otros ojos que te miren.

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