Era un cuarto pequeño,
estrecho,
en el que lloraban hasta las paredes:
lloraba el frigorífico doliente,
lloraba el radiador moribundo
y quejoso,
lloraba la ventana cuando rompía
a llover de frío.
El rosa muerto de sus luces
caía sobre su cabeza
como plomo pringoso,
y frío,
desolado,
empapelado con raídas nubes
de cielos grises
empeñados en comerse
todo rastro de imaginación
y viveza;
el último cuarto,
el más alejado,
el más delgado,
el más vacío y sobado,
suberoso,
extranjero,
como él: extraño y silencioso.
Los monstruos acechaban
y crecían cada noche,
enormes en la soledad,
en las corcovas de su corazón,
maltrecho de lluvia,
cansado de mañanas
entre los dientes dolidos,
calados hasta la madre
de los senos oscuros.
Era un cuarto horrible,
y temblaba, aún, por dentro,
pero sonreía hacia afuera,
relamía milímétrico
las futuras pasiones que se abrían,
como de hielo al sol,
en los nuevos gritos,
en los muchos ojos,
en la mirada que cabrilleaba
nerviosa
sobre los colores nómadas
de las pieles redescubiertas.
Y a pesar del norte,
y la oscuridad que se crecía tuberosa
entre las calles nuevas,
aún por llegar,
los ladrillos despertaban
al cinturón de aguas
que se revolvían,
bombeantes,
aceleradas,
en ráfagas de luz acompasada,
en los circuitos de la flexibilidad
y la presión,
de la facilidad del futuro por soñar.
Era una cuarto rosa pastel,
desvanecido y poco usado,
pero era su casa,
y la de las manos
que se harían jugosas
un hueco en las entrañas,
en los pasajes de vidas
que entre otros se entregaban,
que entre todos se tejían,
que juntos consumieron
en el ejercicio absoluto
de la felicidad despierta,
viva y sedienta,
libre y silenciosa.
Cuando hoy, que dormir es complicado,
en un rincón oscuro,
frente a las ventanas cerradas,
o medio abiertas,
o cuajadas de nieves y de dolor,
en las mañanas prietas
y las noches somnolientas,
hay un refugio rosado,
uno pequeño y frío,
una cueva como de otro espacio,
de otra luna y otros campos,
donde reposar con vida,
donde dormir, tranquilo,
aunque despierto,
aunque el mundo se revuelva,
los mares crujan
y los huesos revuelvan su espuma,
atisbando el final
de las pasiones.