Y nos confundíamos en las calles,
como ya perdidos y hechos de frío
colgados del asfalto y las esquinas
cada vez más oscuras, sibilinas,
más húmedas y vivas por nosotros.
Así, como mustélidos nocturnos,
y de la sombra cerca a cualquier hora,
viajamos desnortados sin color,
que desbrozarnos solo nos quedaba,
de ojo a ojo, lentos, de diente a diente,
sorbiendo en llamas, el uno del otro,
aunque y a pear de lluvias y fuegos,
de la nieve maligna y a destiempo.
Jugábamos con la salud y el miedo,
suponíamos que no, que ni tiempo,
que nada más quedaba por ganar,
soberbios campeones del secreto
y un furtivo contorsionismo urbano.
Y ahí, espantando luz en las aceras,
en los parques y bajo los portales,
encontrándonos leves y sutiles,
encaramados a la onda vaguada
del barro entre las manos, como nunca,
y un silbido breve entre boca y boca
cortaba el aliento, como algo nuevo,
y una luz que venía a empañar
rabiosa los territorios que habíamos
urdido juntos, casi sin mirarnos,
solo buscarnos, descuidados, mucho.
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