–Es normal, es algo completamente normal –no dejaba de repetírselo, una y otra vez, para sus adentros, aunque dejando escapar de sus labios algunas de esas palabras sordas que ardían en su pecho–. Lo hace todo el mundo, hasta a Carmen le ha pasado alguna vez…
Era normal. Puede que Lisa tuviera razón, era normal para mucha gente, pero ella era nueva en esto y no podía evitar el terrible remordimiento que teñía de nervios y culpa las últimas horas disfrutadas con él. Un remordimiento que seguía siendo punzante en esos primeros momentos, pero que cada vez era más débil, más ligero, adelgazado en sus raíces. Lisa era una mujer normal, ella se consideraba una persona normal, fiel sus principios, a su educación más bien conservadora, aunque sin caer en los cansinos extremismos sociales o religiosos. Siempre tuvo las cosas muy claras, o eso creía. Un buen día dejó de tenerlas, y entonces todo se precipitó sin remedio en un torbellino de sentimientos y pasiones, sólo intuidas hace muchos años, más joven, en el límite de lo que pudo ser una vida distinta. «Quién sabe –se decía a sí misma, mientras caminaba de vuelta a casa–, quizá mi vida hubiera sido muy distinta de haberme dejado llevar más, de no haber sido tan cuidadosa con el que dirán o lo que se esperaba de mí. ¿Al final, todo para qué? ¿Soy lo que se esperaba de mí? Supongo que sí, al menos en la práctica, si algunos supieran… Mi madre, mi padre, Fabio… Soy lo que soy, qué le voy a hacer. Tengo que ponerle freno. O no, no lo sé, sé que no quiero hacerlo, que deseo todo menos acabar con ello, pero al mismo tiempo… No puedo. Sé que no puedo, sé que no quiero… Qué débil me he vuelto, ¡qué fácil! Todo es mucho más fácil: la culpa, el olvido, ¡hasta las mentiras!».
Caminaba, le repugnó el metro cuando se encontró en la entrada de la parada; meterse bajo tierra, sumergirse en la humedad y el vacío de esos túneles le provocaba escalofríos. Quería andar, dejar que la tensión de la culpa reciente se disolviera, y poder llegar a casa sin que la mentira repetida le hiciera saborear la amargura del engaño. Antes, hacía unas pocas semanas, los síntomas de la culpa eran mucho más intensos; esa piedra en su pecho, allí, fija, atrapada, casi dolorosa, subiendo y bajando con su respiración, oprimiendo su aliento y sus miradas durante varios largos días. Ya no. Ahora no pasaba de unas pocas horas, un peso pasajero, liviano, casi agradable se sorprendió un día pensando, agradable porque le hacía sentirse más viva. Le daba ganas de echarse a reír. Se había vuelto más fácil. Sí, ella, fácil, pero no sólo con los hombres y el sexo, no sólo con el resto del mundo, se había vuelto más fácil, más laxa consigo misma. Puede que más tolerante, nada más, eso era algo que no se atrevía a pensar demasiado. Se toleraba más ahora, se aceptaba más como era en realidad, más humana, y no como había pensado que debía o querían que fuera. Y estaba sorprendentemente contenta con ello, hasta pedía más, mucho más de ese estado de libertad auto-vigilada. No era una mujer rara o difícil, nunca lo había sido, aunque tampoco dócil. Ordenada, sí; servicial, buena –o eso creía–, más exigente y rígida consigo misma que con los demás; una niña bien que hizo de su vida lo que todos esperaron: un buen trabajo, un buen marido y una familia que marchaba por el correcto camino de la hipocresía social. Hipocresía como la suya, durante toda su vida. Hipocresía como la suya, ahora, engañándolos a casi todos, incluida ella.
–No me ha faltado de nada, lo he tenido todo, –sus charlas con Lola eran la única oportunidad de desahogo que se podía permitir–, o eso creo, salvo una cosa: la libertad para ser yo misma o, al menos, para haber intentado ser yo misma. Ahora me doy cuenta, lo he probado, y no me da la gana cambiar, estoy… No, no estoy, ¡soy mejor así!
–Bien dicho, coño, deja ya de agobiarte y de comerte la cabeza –Lola había recibido esta nueva versión de su amiga con cierto desdén, achacándolo más a una rabieta pasajera que a una verdadera crisis de identidad, pero el tiempo le había mostrado esta nueva cara de su amiga como algo sólido, formal, muy real, demasiado real–, lo que te pasa es normal y tienes que empezar a dejar de plantearte las cosas. ¿Tú estás bien? Pues ya está, qué le den a lo que piensen los demás.
–No es lo que piensen los demás, Lola, ya no. Y no es que me replanteé las cosas, es que pienso en el futuro y me da rabia, me rechinan los dientes sólo de pensar en cómo he tomado las decisiones importantes en mi vida. Y las que no lo fueron tanto también, siempre a remolque, siempre arrastrando los pies, como si nunca hubiera tenido ganas de nada.
–Y nadie puede culparte de eso, ya está.
–Bueno, sí, culparme sí, empezando por mí misma, y acabando por Fabio. A ver si me vas a decir que esto de mentirle a la cara está bien…
–No, no está bien, pero es un mal menor. Ya te lo he dicho muchas veces, ¿te ayuda? Pues no sé de qué te preocupas.
–Sí, ya lo sé, ya me lo has dicho –no lo dijo con mal tono, pero le costaba aceptar esa visión simplista del asunto que Lola le proponía–, y a ti te servirá de consuelo, pero a mí no. Bueno, reconozco que cada vez me lo voy creyendo más, pero no termino de aceptarlo, no puedo ver eso de que hay mentiras mejores que otras.
–Mira, guapa, te lo vuelvo a repetir: si a ti, a tus treinta y tantos, después de no haber tenido más que dos o tres hombres en tu vida, te da por follarte a otro, porque sí, aunque sea uno repetido, porque no puedes más, porque te lo pide el puto cuerpo, pues te lo tiras, y punto –así era Lola, descreída y vividora, mucho más realista y honesta que el resto de sus amigas–. ¿Y sabes por qué? Porque te lo mereces, si no tienes todo lo que buscas, tendrás que buscarlo en otra parte.
–No, Lola, que no es eso. Que con Fabio no puedo decir que me falte nada, que soy yo, que me he dado cuenta de todo lo que me he perdido, de lo mal que lo hecho, siempre de espaldas a la vida, embrollada en labrarme un futuro, una vida que más buscaba ser como la de mis padres que algo mío. Y no creo que eso sea justo.
–¿Justo para quién?
–Para Fabio, para empezar.
–Bueno, puede ser, pero es que lo primero es que sea justo para ti. Te mereces ser feliz, como todos. Y no te confundas, eso no es ser egoísta, que te veo venir, si te conformas con ser infeliz, con esa insatisfacción de la que hablas, no vas más que a conseguir amargarte del todo, y acabarás amargando a todos los que te rodean, hasta a mí –hizo una pausa en su discurso, sonriendo; no lo decía en serio–. Y, joder, Lisa, que sólo te estás follando a otro tío, nada más. ¿O no?
–Bueno…
–No me lo creo, ¿ahora me vas a decir que te estás enamorando del otro?
–¿Enamorando? Tu estás loca. ¿Qué tengo, 16 años? Enamorando no, pero que disfruto estando con él, mucho, aparte del sexo, y que la necesidad de verle es cada vez mayor, eso sí.
–Vamos, que no tenía razón y ya no es sólo tirártelo.
–Pues no, la verdad.
–Pues vaya… –Lola intentó disimular su sonrisa dándole otro trago a su cerveza.
—¿De qué te ríes?
—No, de nada, de que me sorprende que tú me estés diciendo algo así, a estas alturas. De otra, bueno, pero de ti, no sé, ya me pareció fuerte cuando me contaste lo de Maure, que te liases con él como si estuvieses en una discoteca con quince años, ahora me parto cuando te veo decir estas cosas…
–A ver, no lo saques tú de madre. He dicho que me gusta estar con él, que me lo paso bien y que cada vez tengo más ganas o me apetece más verle en otras situaciones, pero no ha cambiado nada lo que siento por Fabio. Joder, es el padre de mis hijas, y le quiero, con locura. Eso es una de las cosas que más me desarma, que le sigo queriendo, mucho, y sigo queriendo estar con él, no sé, me gusta tener una familia, pero al mismo tiempo… Estoy hecha un lío, un puto lío…
–Ya veo, ya…
–Pero no te rías, cacho perra.
–Joder, es que no me digas… Con lo que tú eras…
–Yo que sé, ¿es que no es posible querer a dos personas? No igual, de forma diferente, pero con la misma intensidad…
Repasaba sus conversaciones con Lola siempre que no encontraba consuelo en sus propios pensamientos, era la única con la que había hablado del tema, la única que, en su opinión, podía entenderla sin llegar a juzgarla más de la cuenta. Y era honesta, mucho más de lo que podría serlo cualquier otra amiga.
Antes de llegar a casa se miró en un escaparate cercano, comprobó que todo estuviera en su sitio y que nada pudiera levantar la mínima sospecha; la caminata le había aportado el toque de rutina y normalidad extra que pedía su coartada. Hace unas cuantas semanas, sólo el pensar en algo así la hubiera revuelto las tripas, pero ahora hasta encontraba cierta gracia, cierto morbo o riesgo placentero en todo aquello. Lo más curioso es que llegaba a casa con muchas más ganas de todo: de estar con su marido, de ver a sus hijas, de darlas de cenar y bañarlas… Hasta se sorprendía pensando de nuevo en el sexo, con Fabio, como una nueva oportunidad de disfrutar, distinta, exuberante en la confianza de años, de las nuevas viejas formas y sabores. Estaba cambiada, lo que le asustaba era no saber hasta dónde, qué profundidad alcanzaba ese cambio y qué resortes podría llegar a desatar en ella. Poco le importaba, o no, o sí, le importaba mucho, aunque sólo a veces. Estaba mareada de tanto zozobrar, pero también convencida de su satisfacción, una purga que había buscado, sin quererlo, desde hacía demasiado tiempo. Lo peor era no poder hablarlo, no poder decirle nada a Fabio. No lo entendería, aun siendo como él era, una persona tolerante, abierta en extremo, bueno sin condiciones… Precisamente por eso, no lo entendería. Le haría daño, demasiado daño, era lo último que quería. ¿A quién le importaba que le engañara de vez en cuando? ¿A ella? Cada vez menos, al contrario, empezaba a creerse la versión de Lola; hacía mucho que no estaba tan cargada de energía, y en casa las cosas iban como nunca. Se sentía más viva, no tenía más remedio que rendirse a la evidencia, más viva de lo que se había sentido nunca. Querida por su familia, amada por dos hombres, viendo crecer a sus hijas… Le faltaba muy poco, salvo, quizá, la calma que siempre le había dado su impoluta sinceridad. Era lo que más le turbaba, pero había perdido mucha intensidad; más que culpa, ahora era una cuestión de confianza y responsabilidad para con su marido, no se avergonzaba de su condición de adúltera –saboreaba esta palabra, sorbiendo de la culpa un placer amargo y ardiente–, se avergonzaba de no poder hablarlo, de tener que mentir sin más.
Fabio no preguntaba nunca demasiado. Para él, había estado en el gimnasio al que iba con Lola, precisamente, cerca de la oficina. Su amiga estaba encantada de formar parte de aquella historia y cubría sus devaneos con absoluta camaradería; en su fuero interno, disfrutaba viendo como su amiga se liberaba como se había liberado ella, aunque las circunstancias fueran tan distintas. Su marido lo hacía todo tan fácil y, al mismo tiempo, tan difícil. No desconfiaba, no había razones para que lo hiciera, y las cosas parecían irles tan bien, que las preocupaciones no pasaban de los meros asuntos de la rutina y el diario. Sin embargo, Lisa sufría, justo por eso, porque no hubiera una razón intrínseca que explicara todo aquello que la había hecho revolverse contra sí misma de una forma tan peligrosa e irresistible.
–¿Cómo ha ido? ¿Qué tal el gimnasio? –preguntó Fabio, levantándose para besar los labios de su mujer, como cada día.
–Bien, como siempre, un poco de body pump y poco más, la verdad –ella le devolvió el beso, sintiéndose de nuevo excitada con aquel simple gesto. Sin duda, cuánto más se perdía en esa espiral extraña y ajena, más se revolvía todo por dentro de ella, tornándose casi en algo salvaje, difícil de controlar.
Saludó a sus hijas, que veían la tele sentadas en el sofá, ya bañadas y con el pijama puesto, con el olor familiar del Nenuco envolviendo todo el salón. Una de las cosas que más le unían a Fabio era su total dedicación a las niñas, era un padre estupendo, una auténtica suerte como persona, pero sobre todo como marido. Ese pensamiento, alegre, desembocó en un profundo escalofrío cuando su hija pequeña, Jimena, de apenas seis años, le preguntó dónde había estado. No pudo responder, se le atragantó la respuesta en la garganta; eso es lo que tiene mentir a pecho descubierto, que la más insignificante de las palabras puede desmoronar todas las defensas que hemos plantado a la culpa y exponernos hasta el último rincón de nuestras emociones.
–En el gimnasio, cariño, como todos los jueves –respondió, al fin.
–Papá nos ha dado filetes de pollo para cenar, y nos ha dejado tomar «ketsup».
A pesar de ser su segunda hija y haber superado esa época de fascinación que produce la capacidad de aprendizaje de los niños cuando son pequeños, no pudo evitar sonreír al oírle pronunciar una palabra de ese calibre con más soltura que muchos adultos.
–Qué bien, ¿a que estaban ricos?
–Sí, mucho, papá es mejor cocinero que tú.
Miró a Fabio, que sonreía con sorna detrás de ella; las discusiones sobre quien era mejor cocinero en casa era una costumbre y una fuente de bromas constantes entre los dos. Su hija acababa de inclinar dramáticamente la balanza.
–Bueno, eso ya lo veremos. Ahora a dormir, que es tarde.
Desde que naciera Carmela, su primera hija, su momento favorito del día había sido la hora de acostarlas. Incluso cuando tenían que levantarse por la noche para las tomas o tras un ataque de lloros incontrolable, el momento de acostarlas era precioso para ella, un momento que le permitía comprobar de primera mano como sus hijas iban creciendo, convirtiéndose en personas, en niñas que pensaban, que soñaban, que disfrutaban y sufrían a su manera, que descubrían el mundo y a ellas mismas por el camino; no había hora en que se sintiera más cerca de ellas, más madre, ni siquiera al darlas de mamar, algo tan típicamente «mágico», le hacía encontrarse tan inexplicablemente unida a sus hijas. Intentaba por todos los medios estar siempre que podía para cumplir con el ritual del sueño. Sus hijas, ya con voz propia y un universo creciente de palabras, preguntaban, protestaban, le contaban todo aquello que ya le habían contado o que habían olvidado mencionar durante el día; lo completaba todo ese momento, y hacía que el final de sus días tomará un carácter distinto, casi sedante, incluso cuando no andaban muy dispuestas al sueño.
La perspectiva de tener unos momentos a solas con Fabio era también un parte imprescindible del ritual, una de las mejores. Al contrario que otras parejas de amigos, que no paraban de quejarse, su vida sexual no se había resentido tanto con la llegada de las niñas; no más de lo previsto, al menos. Encontraban sus huecos, sus momentos, cambiaron sus rutinas, pero manteniendo cierta salud en sus intercambios. Y ahora, con su recién descubierta libertad, Lisa se sentía en una plenitud difícil de explicar con Fabio, y le constaba que a él le pasaba algo parecido. Si bien habían pasado baches, sobre todo antes de que su infidelidad pusiera su mundo patas arriba, el sexo –o la falta de él, para ser más exactos– no fue nunca un preocupación. Disfrutaba de su vida familiar en un sentido muy amplio, lo que no dejaba de sorprenderla y aterrarla al mismo tiempo. Aterrarla, por levantar más bruma sobre las razones por las que necesitaba estar con otro hombre, sentirse deseada por alguien que no fuera su marido, de otra forma, menos formal, más desatada y, por qué no, viciosa. Y es que el sexo con Maure era algo diferente, ni mejor ni peor, sólo diferente. Sus manos, los inicios, desde el primer roce de sus dedos, todo cambiaba. Ella era también diferente, menos controladora, más sumisa con él, aunque sin perder un adarme de pasión por ello; se dejaba llevar mucho más, con menos ceremonia, si lo quería, lo tenía, y eso funcionaba para los dos. Era algo nuevo, y ahí radicaba una de las pocas explicaciones que podía darse. Algo nuevo, por fin, después de lo mismo, siempre… Por muy bueno que este siempre fuera, lo mismo, las rutinas habían acabado por cansarla. Jamás se planteó que aquello pudiera pasarle a ella, pero tampoco se había visto nunca engañando a su marido, con tan pocas razones para hacerlo, mintiendo en su cara… No resolvería aquello pensando, estaba segura, pero no se planteaba hacer nada más, se dejaría llevar, un tiempo al menos. Acabaría por estallar algún día, ¿no lo hacían siempre esta situaciones? Sólo esperaba poder atajarlo antes de que esa explosión se lo llevara todo por delante.
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—Me quedé con muchas cosas tuyas, ¿sabes? –dijo Lisa, divertida, relajada mientras fumaba su cigarrillo.
—¿Cosas? ¿Qué cosas?
—Pues cosas, no físicas, de esas hay algunas pero nada que no sepas, me refiero a detalles, a cosas que me recuerdan mucho a ti, de siempre.
—Ah, vaya, ¿y qué cosas son esas?
—Bueno, pues, no sé, cosas, momentos, olores…
—Pero, ¿cómo qué?
—Pues no sé, el tabaco, para empezar.
—¿El tabaco? ¿Cómo?
—Sí, el tabaco, el olor del tabaco, el sabor de los cigarros en tu boca…
—¿En serio? Si ya no fumo, si ahora la que fumas eres tú.
—Pues, sí, ya ves tú. Aunque eso de que no fumas… Si estás fumando ahora.
—Me permito mis licencias, pero sólo en ocasiones especiales.
—Pues eso, que guardo cosas. Cosas como tú y el tabaco. Recuerdo que yo odiaba que fumaras, me ponía negra. Cómo te sabía la boca, cómo olías… Y al final, reconozco que lo acabé echando de menos.
—Pues no pienso volver a fumar.
—Nunca has dejado de fumar, Maure.
—Qué sí, joder, de verdad, que hace mucho que no fumo fuera de bodas, bautizos y comuniones –Lisa sonreía divertida–. Bueno, sí, y polvos, después de echar un polvo casi siempre fumo.
Le miró, entrecerrando sus ojos, la cabeza de él colgaba del otro extremo de la cama, boca arriba; a pesar de la confianza redescubierta, Maure seguía siendo un misterio, sobre todo aquellos años en los que no se habían visto, salvo por un par de coincidencias sin mayor trascendencia. Fumaba distraído, con ese gesto perenne que hablaba a los extraños de su natural arrogancia y suficiencia.
—¿A cuántas te estás tirando a la vez que yo? –no pudo reprimirse.
—Joder, Lis, menuda pregunta.
—Puedes decírmelo, no digo que no me importe, pero tampoco me vuelve loca. Me gustaría saberlo.
—¿En serio? Yo preferiría no contestar.
—¿A más de una, entonces?
—Joder…
—Dímelo, de verdad, si no me molesta, demasiado, hasta me pone un poco cachonda, para que te voy a engañar.
Se quedó mirándola desde la esquina opuesta de la cama, forzando su cabeza para llevar su mirada hasta la de ella. Lisa seguía recostada en la cabecera, una rodilla levantada, su brazo apoyado en ella, disfrutando del vicio que sin querer él le transmitió hace mucho tiempo. Era una postura muy natural, desnuda como estaba, abierta de piernas, «una vista perfecta»; el tiempo la había hecho mucho menos cauta con sus modales en la intimidad. Una de las cosas a las que más había cogido el gusto era esa, precisamente, estar desnuda, mostrarse entera, sin remilgo ninguno, cuando podía. A Fabio todavía le incomodaban esas maneras en la intimidad, no había terminado de hacerse a una Lisa tan distinta cuando se trataba de estar a solas.
—Estás guapísima así, lo sabes —dijo él, incorporándose algo más, apoyándose en los codos. Jugueteaba con sus pies, esperando a ver si el tema pasaba de largo.
—Quiero que me lo digas.
—Joder, qué pesadita. Vale, te lo digo, pero no te enfades conmigo, que tú eres aquí la que está casada.
—Gracias por recordármelo… —una sombra de culpa asomó a su rostro, unos segundos, un momento en el que apenas se le torció el gesto, pero que rompió, como siempre, una de esas burbujas de ansiedad que guardaba dentro, ocultas, resguardadas de verdades incómodas.
—Perdona, no iba a mala idea…
Fue un silencio muy corto, pero tenso, mordiente en sus extremos, inicio y final.
—¿Me lo vas a decir o no?
Dudó, un poco más, pero al final habló: —Estar no estoy con nadie más, pero sí, he estado con otras, cosas sueltas, alguna repetida, viejas conocidas… Ya no tenemos veinticuatro años, es una pena, las oportunidades se reducen. Y tampoco somos lo mismos, no sé, con la edad te amuermas un poco, hasta con el sexo.
Mentía, estaba claro, y Lisa lo sabía, pero se conformaba con esa parte de la verdad.
—Si tú estás amuermado, yo he debido vivir en coma estos años…
—Hombre, gracias por la parte que me toca.
—No te embales, que tampoco era un piropo. Bueno, un poco sí, lo que se te da bien, se ta da bien, pero lo decía más por aquello de haber estado con la misma persona tantos años.
—Bueno, una opción de vida, una opción más aburrida, pero igual de válida.
—Qué gracioso…
—Hombre, me vas a decir… Yo no podría, ya lo sabes. No sé, contigo quizá entonces sí que hubiera podido, quién sabe. Y ahora estarías tú, aquí, con Fabio, poniéndome a mí los cuernos…
No le hacían gracia esos comentarios. No terminaba de acostumbrarse a que Maure hablara así de Fabio, así de fácil de su matrimonio, estaban sus hijas de por medio, tenían una familia, eso era algo, algo importante, respetable… Pero tampoco podía decirle nada, no después del tiempo que llevaban viéndose; la familiaridad había crecido entre ellos como si nada, era como si el tiempo no hubiera pasado y hubieran retomado un relación de hace más de diez años en unas pocas semanas. Con él se sentía distinta, era la única explicación, se sentía cómoda, podía ser ella misma en todas sus facetas. No se escandalizaba, no la corregía, no se enfadaba nunca, todo encajaba… Tampoco tenían una relación, no podía comparar, lo sabía, la rutina de un matrimonio puede sacar de quicio a cualquiera, pero aun así, era otra cosa. Maure era un vividor, un vividor cabal, pero un vividor, y tenía su punto egoísta, lo que también se traducía en una curiosa filosofía de vive y deja vivir, aunque cuidadosamente equilibrada: no te metas mucho en mi vida, que yo me meteré en la tuya lo que quiera, si me conviene. Había sido así siempre, o al menos, esa era la imagen que proyectaba todavía. La cosa no parecía haber cambiado demasiado. Esta forma de ser, de vivir que él tenía, lo hacía todo más fácil para ella, le evitaba cualquier tipo de problema. Se veían, la mayor parte de las veces para follar y charlar un rato, sin más ceremonias, y listo. No comentaban demasiado el tema, «su tema», se reían, saltaban de puntillas sobre los momentos de tensión, y ya está. Habían quedado a cenar un par de veces, a escondidas, manejando él una naturalidad y una soltura que a ella le seguía provocando escalofríos, como si fuera un experto en este tipo de asuntos, en eso de beneficiarse a las mujeres de otros. Probablemente fuera el caso, pero no le importaba, no estaba allí para eso.
—Qué cabrón has sido siempre.
—Eh, tampoco te pases, que yo no he sido cabrón, yo he sido siempre bastante claro; a mí lo de engañar tampoco me ha gustado nunca, que no es que haya sido un santo, pero he intentado liarla lo menos posible.
—Ya, como si eso fuera suficiente, qué cuento tienes… Menos mal que te dejé a tiempo, si no, a saber como hubiera acabado. Como la pobre Paloma, o como Lucía, que yo creo que todavía le habla de ti a sus padres.
—Paloma, puede, lo reconozco, la tía no las veía venir… ¿Pero con Lucía? Yo no tuve ninguna culpa, la tía se colgó de de mí de forma inaudita, insoportable. Joder, que se quería casar y no llevábamos ni un año saliendo. ¿Tú sabes las encerronas que me buscaba con su familia?
—Sí, la verdad es que siempre estuvo un poco «pallá» con los tíos, y no ha parado hasta que ha conseguido enganchar a uno.
—Qué me vas a contar, con el Luis ese, menudo coñazo de hombre. Y ya sabes la charla que me metió el día de la cena que les hicimos de despedida antes de casarse: que si él quería mucho a Lucía y quería hacerla feliz, que si yo debía dejarla en paz. ¿Dejarla en paz? Pero si huía de ella desde hacía años. Menudo par de tarados, me alegro de que estén juntos, así no tienen que amargarle la vida a nadie más. Dios, haber acabado con Lucía, me hubiera pegado un tiro.
Lisa se reía desde el otro de la cama, «igual de crío, igual de egoísta», pensaba. Había terminado su cigarrillo y miraba el paquete encima de la mesilla, pensando en encenderse otro o saltar de la cama, ducharse, vestirse y volver a casa. Se lo pasaba bien con él, era otra cosa, suelto, descreído, con su punto de caótico e irresponsable, orgullos de su condición de niño perdido. Quizá fuera eso lo que tanto le atraía, el caos, su caos permanente.
—¿Y qué más te quedaste de mí?
—¿Cómo?
—Que, qué más te quedaste de mí, de esas cosas de las que hablabas.
—Pues, no sé, hay varias. ¿Ahora lo quieres saber?
—Claro, ahora sí, ya que has empezado…
—Pues eso, lo del tabaco…
—Sí, eso ya lo has dicho.
—Ya. Digo, que eso, cosas, como tu manía de enroscarte el pelo de la nuca en los dedos.
—Coño, es verdad, hace mucho que no lo hago —se puso a intentar enroscar algún mechón en sus dedos, pero le fue imposible—. Imposible, lo llevaba mucho más largo antes. ¿Y si me lo dejo crecer un poco?
—No he dicho que me gustara, he dicho que me acordaba. Parecías un mono, todo el día tocándote el pelo.
—Qué simpática, seguro que te acabó gustando.
—Gustando, no, pero fueron buenos tiempos, y los recuerdos de los buenos tiempos son siempre, eso, buenos.
—Lógicamente –replicó Maure, con ironía, sonriendo.
Maure se levantó y dio una vuelta a la habitación, desnudo, se paró delante de la ventana y abrió un poco la cortina, mirando a la calle y estirando sus brazos por detrás de la espalada. Lisa sonrió y se quedó mirándole fijamente de nuevo. Reconoció para sí que el tiempo había pasado poco para él, incluso estaba mejor ahora, cosas de tener más dinero del que uno puede llegar a gastar. Aprovechó el silencio para encenderse otro cigarillo, se lo llevó a la boca con calma, sentía una relajación tal, que le daba la impresión de que todo fuera a un ritmo más lento: el aire, sus manos, su voz, todo. Era como si la realidad se espesara y confundiera todo a su alrededor.
—También me quedé con tu risa.
—¿Con mi risa?
—Sí, con tu risa, tengo un recuerdo súper claro de tu risa, siempre lo he tenido. Me suele pasar con todo el mundo, que la risa es de lo último que me olvido, pero en tu caso es especial; siempre que me acordaba de ti, me acordaba de ti riendo, con ese gesto tan tuyo de doblarte hacia atrás y luego hacia delante, agarrándote el estómago, un poco como una abuela…
—Me sigo riendo igual, gracias.
—Lo sé, y me encanta.
—Um, dos piropos hoy, cómo estamos…
—No sé si son piropos, decir que me gustase no quiere decir que sea algo bueno. También me gustabas más antes, cuando estabas un poco más gordito.
—¿En serio?
—Sí, no sé, a mí me gustabas más antes. No digo que ahora no estés bueno, que lo estás, estás muy guapo, pero antes tenías otro punto, más de pillo, de sinvergüenza, rollo Tom Sawyer, que ahora no tienes.
—¿Tom Sawyer? ¿Y qué soy ahora?
—Ahora eres un emprendedor playboy, ¿no? Un Matthew McConaughey de la vida. Si ya estás empezando a aparecer en la revistas, lo comentamos el otro día con estas.
—Hala, lo último que me falta, acabar siendo un personaje del farándula. Y de Playboy nada, que tampoco es para tanto. Si casi no salgo ya.
—Bueno, casi no sales, comparado con tus amigos forrados y demás, puede, no lo sé, pero comparado con mis amigas, conmigo, ya me contarás…
—¿Y Lola?
—Lola es otro tema, Lola sigue igual, siempre ha sido así, ya lo sabes.
—Bueno, pues eso, que hay de todo.
—No sé, me da igual, la cosa es que siempre me quedaron cosas de ti, muy fijas, es lo que tienen los primeros amores…
—Eso, y que te quité la virginidad…
—Imbécil.
—Es verdad.
—Y yo a ti casi, así que no presumas tanto.
—Ya, ya lo sé, lo decía en broma, no te cabrees.
Se sentó de nuevo, sin dejar de mirarla, ella apartaba la vista, mirando al suelo, se cubrió un poco con la sábana, casi de forma instintiva; ese último comentario había hecho brotar algo de su vieja vergüenza. Él empezó a acariciar sus tobillos, lentamente, reclamando de nuevo su atención, subía lentamente por sus piernas, marcando espirales que iban de atrás a adelante, de atrás a adelante.
—No te enfades, Lisa, que era un broma. Una broma mala, lo reconozco. Además, yo también he tenido siempre esas cosas de ti…
—Sí, claro, ¿tú? Ahora, justo ahora te acuerdas, qué curioso…
—De verdad —había recuperado su atención, y sus manos continuaban en su ascensión, tranquilas—, no sé, es lo que decías, son los primeros amores. Yo fui el que se quedó más tocado, ¿no te acuerdas? Y si soy así, como soy, es un poco por tu culpa.
Lisa le dejaba hacer, le encantaba como le acariciaba cuando quería encontrarla, de forma distraída, pero muy constante, suave y lento, profundo y concentrado, sin paradas; sabía bien lo que hacía el muy cabrón. Le rozaba el interior de los muslos y le clavaba sus ojos, sonriendo con una agradable lascivia. Llegó hasta su coño y ella dio un respingo, agarró su mano por la muñeca.
—Me voy a tener que ir.
—Dentro de un rato te vas, ¿vale? Prometo no ponerme pesado. Te acarició, follamos y te vas donde quieras.
—Qué bonito, Maure –sí que era bonito; o apetecible; o lo que le gustaba oír de él en esa situación, pero no quería admitirlo.
—Lo sé.
—Espera —Lisa suspiró y detuvo la mano que ya se afanaba en buscar sus interiores—, dime antes cuáles eran esas cosas de las que te acordabas.
—Buf, ¿ahora? No sé, hay varias –sonrió con sorna.
—Qué gracioso. Dime una, al menos
—¿Una?
—Sí, una o te quedas como estás.
—Tus manos.
—Mis manos…
—Sí, tus manos, delgadas, un poco más secas de lo normal siempre, enrojecidas con el frío. Unas manos raras, y como me tocaban… Hace mucho me empeñaba en imaginármelas de nuevo, cerrando los ojos, tocándome la cara… Y reconozco que las busqué durante un tiempo, estaba como una especie de fetichista buscando unas manos como las tuyas, pero no hubo manera, sólo hay unas de esas.
Lisa puso su mano sobre la de él, palma contra palma, sorprendida, divertida también, reforzada por haberle sacado algo así, a él. Contenta de tener algo más que una salida para un poco de sexo esporádico. Le besó, saboreando el aroma del tabaco con deleite. Sin soltarle la otra mano, la que ahora jugaba con sus dedos, aflojó la presión de la que había tenido retenida entre sus piernas, tranquila, sin pensar en nada más.
Rápido, muy rápido, y con cierta extraña comodidad, las semanas se volvieron meses. Mantenía su doble vida cada vez con más soltura, y si bien es que, Maure, su forma de ser y de vivir, lo hacía todo mucho menos complicado, Lisa nunca hubiera pensado que podría estar así, en esta nueva rutina taimada, incluso disfrutando. No se veían mucho, un par de veces al mes, quizá más, dependía de los viajes de él, eso también ayudaba, y su necesidad se había mantenido estable. Se asustaba pensando en que la situación se había normalizado, y le asustaba más el no saber hacia dónde la conducía todo aquello. Era una cronificación, el establecimiento de una nueva forma de vida, y no parecía que nada pudiese alterarla, salvo ella, o Maure en el peor de los casos. Lola cada vez tenía más razón. Su matrimonio iba como la seda, era una constante fuente de satisfacción, y Fabio también estaba encantado con todo aquello. ¿Qué daño hacía? Mentía, sí, pero mentía por una buena razón, le compensaba la mentira. Era así de triste, de rastrero, pero le compensaba. Si conseguía mantenerlo de esa forma, apagado, casi dormido, salvo por las esporádicas realizaciones sexuales, quizá nunca tuviera que preocuparse más por el tema. Hasta cuándo, pensaba, suponía que tendría que ponerle fin en algún momento. No encontraba una respuesta. Ella no quería dejar aquello, lo necesitaba, reconocía que se había vuelto una cuestión de elección, no de necesidad, aunque sólo de pensar en dejarlo se inflamaba aún con con más rabia su deseo. Quería todo aquello, estaba disfrutando ¿por qué habría de cortarlo? ¿Y si le acaba estallando en la cara? Era lo único que le preocupaba, saber cómo o cuándo dejarlo. ¿Habría una señal? Algo que le indicara cuándo tocaba a su fin. ¿O acabaría como en el cine, con un matrimonio destrozado, con la vida de sus hijas de por medio? No, eso no pasaría, lo tenía controlado. El verano estaba a la vuelta de la esquina, después del verano se lo plantearía todo de nuevo, entonces decidiría lo que hacer.
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Puede que el haber decidido ir a la despedida de Juana fuera también producto de este nuevo estado de despreocupación en el que se veía sumida, no lo sabía, la cuestión es que Lola la había convencido sin mucho esfuerzo. No era mal plan, iban unas cuantas de ellas, de las amigas de toda la vida, incluida la misma Juana, y algunas más, amigas de la homenajeada, del trabajo, alguna de sus famosas primas… Era un buen plan. No era la única madre que se había apuntado, la misma Juana tenía un niño de dos años, un regalo de su anterior novio, un personaje del que se enamoró locamente – y estúpidamente, según la mayoría– y que la convenció en lo de tener un niño, sin casarse, para largarse pocos meses después sin dejar rastro. Había vuelto a aparecer hacía poco, por lo que Lisa sabía, y todos agradecieron que Juana ya estuviera con otro, mucho más normal, un hombre, no un timador alcohólico y egocéntrico, con demasiados traumas infantiles no resueltos; nadie sabe qué hubiera pasado si no hubiera sido así, Lola decía que Juana hubiera caído como una tonta, otra vez…
No, la despedida no era un mal plan, y hacía ya tiempo que no se iba todo un fin de semana, ella sola con amigas. Siendo Lola la organizadora, prometía mucho, no podían esperar la típica despedida de spa y sesiones de belleza, eso estaba bastante claro; Lola era más de chupitos, boys y todo el mundo hasta las seis de la mañana. Estaba muy desentrenada, y sabía que le iba a costar unos cuantos días recuperarse de aquello, pero le apetecía una de esas, un poco de desenfreno controlado y separarse del mundanal ruido que la agobiaba continuamente, dentro de su cabeza, con un run run que casi no notaba, un pequeño motor que siempre giraba, pero era silencioso, y constante, sobre todo de constante, de movimiento perpetuo.
Lola no había dejado nada al criterio democrático, como era de esperar, ni el lugar ni el hotel, ni siquiera los disfraces que llevaría la novia durante todo el fin de semana. A Lisa le parecía que eso de los disfraces era un poco demasiado, una horterada de despedida de tíos, de machos asilvestrados, deseando escaparse de sus monótonas vidas por un par de días –como ella, en lo de escaparse–, pero no osaría comentarle nada a su amiga. A las amigas de Juana, las otras, todo les pareció perfecto, por lo que sabía, coincidían más con la opinión de Lola de lo que sus supuestas amigas de toda la vida lo habían hecho nunca.
Las ciudades pequeñas son lo mejor para las despedidas y los viajes de amigas, había dicho Lola nada más salir de Madrid. Habían alquilado un minibus, con conductor y todo, claro. Todo estaba preparado con detalle: disfraces para la novia y motivos festivos para el resto, cuánto más obscenos mejor; Juana y Lisa coincidieron en horrorizarse con el atrezo fálico, y no por lo fálico, sino por lo rematadamente hortera, como había dicho Juana. Había preparada bebida y comida de sobra para el viaje, y hasta se habían ocupado de llevar desayuno para los dos días, por si las moscas. También hubo unos cuantos juegos, incluyendo un «Yo nunca» bastante salvaje que encabezó y elevó a las más altas cotas de suciedad la propia Lola, encantada de sacarles los colores y algún que otro sucio secreto a sus amigas. Para ello tuvo que emborracharlas a todas antes, pero las cervezas y los chupitos ayudaron con eso. En poco más de dos horas, Juana ya estaba parando el bus para echar la primera de las vomitonas del fin de semana, mientras las demás iban al baño desesperadas.
Las horas pasaron volando entre juegos, bebida y más bebida. Para cuando llegaron, todas llevaban una cogorza importante. La casa les pareció todo un acierto, cerca del centro y de un gusto increíble dado el precio que habían tenido que pagar. Lola se llevó, una vez más, los agradecimientos y halagos de todas; estaba encantada, henchida de gusto por todo aquello. Le encantaba ser el centro de atención, pero cuando encima, el ser el centro era algo totalmente merecido, era capaz de echarse a llorar de pura alegría. Eligieron habitaciones, se acicalaron un poco, lo que Lola les dejó –la cuestión era no apalancarse, no paraba de repetir–, y salieron directamente a la zona de bares. Después de unas cuantas tapas y más cervezas, empezaron la ruta nocturna, aunque tuvieron que bajar un poco el ritmo de chupitos, viendo el estado general del personal antes de entrar en el primer bar-discoteca.
Lisa estaba disfrutando también. Todo estaba resultando perfecto, se alegraba de no haber dudado en ir; no se había dado cuenta, pero hacía tiempo que necesitaba algo así, sentirse tan lejos de todo, de absolutamente todo. Llevaba ya un rato en la barra del bar, bastante borracha, sola, contemplando el panorama de sus amigas, tan beodas como ella o más, bailando como locas en el centro del local. La última copa se le estaba resistiendo más de la cuenta. No se encontraba del todo bien, hacía tiempo que no bebía tanto y el alcohol le estaba pasando factura. A pesar de ello, lo estaba pasando bien, recordando viejas pasiones, como en otros aspectos de su vida. Lola, Camila y Elena no paraban de hacer el bobo con todo el que se les acercaba, sin riesgos, pero asegurándose que se iban con el calentón suficiente. Las amigas del trabajo de Juana resultaron ser también bastante animadas, sin excesos, pero animadas, y colaboraron en todo momento con el plan establecido por Lola. Se parecían mucho a ellas, niñas bien, pensaba, con su punto necesario de locura sin excesos, nada raro. Las primas eran otro tema. No es que no hubieran encajado bien, lo habían hecho a la perfección, pero eran de otro tipo, más jóvenes, de ambiente algo distinto, un poco más radicales en sus gustos. Patricia tenía 25 años y vestía con zapatillas y sudadera, con algunos mechones de color azul en su pelo. Tenía una ristra de pendientes en su oreja izquierda y otro colgándole de la nariz. Era la menos tranquila de las dos, parecía empeñada en reventar a las «MILF», como se empeñó en llamarlas a todas desde que tomó el primer chupito.
–»MILF», como en las páginas porno. Sois unas MILF, si eso a los tíos les pone mogollón. Si fuera vosotras, se lo iría diciendo a todo el que pasara.
Era ella la que había traído algo más que bebida a la despedida, algo que a Juana tampoco le hizo mucha gracia, pero que Lola recibió encantada. Suria, su otra prima, tenía algunos años más, alrededor de veintiocho, y era algo más calmada. Todo en ella respiraba ambiente gótico: su modo de vestir, perfecta línea del ojo de un negro profundo, media cabeza rapada y la melena castaña echada hacia el lado contrario. Por si aquello no fuera suficiente, calzaba unas Martins negras, cuidadosamente desatadas, y las medias, igual de negras, estaban rasgadas a propósito de arriba abajo, dejando al aire mucho más de lo que en realidad cubrían. Sin embargo, no había en ella nada que chirriara realmente, es más, destilaba un atractivo enorme y difícil de explicar. Y es que no era una chica fea, para nada, de ojos grandes, reforzados por la línea del ojo grabada a fuego y una melena, rapada en su base, pero larga y abundante que le cubría casi hasta el culo. A Lisa le había intrigado desde el principio, pero aparte de su apariencia y vestido, no encontró nada demasiado raro en ella. También es verdad que era la primera gótica, o que se clasificaba a sí misma como gótica, que había conocido, pero resultó ser una chica inteligente y bastante divertida, muy sonriente, nada de lo que se supone que un gótico debe ser, siempre taciturno y gris; o eso pensaba Lisa. Y es que nunca se había planteado si el tema oscuro y taciturno era una cuestión de góticos, de siniestros, de adolescentes EMO o algo exclusivo de Poe, pero la realidad es que Suria, aparte de por su aspecto, sólo destilaba simpatía y una confianza en sí misma abrumadora, algo que daba un resultado espectacular a su persona. En su look nada desentonaba, nada chirriaba, desde su peinado, a sus botas, pasando por su minifalda negra y hasta su forma de hablar o de moverse, comedida pero locuaz, decidida pero tranquila. Había algo en ella que generaba una especie de confianza innata, esa extraña sensación se sentirse como en casa con una persona que acabas de conocer. La inteligencia, la sensatez que mostraba con su forma de hablar y de actuar, y su mirada, limpia, tranquila, la de una persona satisfecha con cómo es y lo que hace. Lisa se vio deformada en su imagen y, al mismo tiempo, atraída por ello, en esa sinceridad que destilaba consigo misma y que se proyectaba claramente en los demás. Una seguridad en sí misma bien llevada, que no provocaba el rechazo de los que sólo transmiten arrogancia y mellas ocultas, era una seguridad real. Cuando la vio venir hacia ella, se puso algo nerviosa, inquieta de no estar a su altura, estando como estaba de borracha, y algo mareada, encima.
–¿Estás bien? –preguntó Suria, mientras se apoyaba en la barra buscando al camarero.
–Sí, sí, borracha, nada más, y un poco mareada, creo que me voy a ir a casa en breve.
–¿Cómo? No, en serio, nos queda todavía un buen rato, no te vayas.
–Es que si no mañana, ya verás, me va a dar algo.
–Qué no, es que como abramos la veda de irse a casa, nos vamos a quedar solas Patricia, Lola y yo, ya verás.
–¿Por qué dices eso? Seguro que no, míralas como están, si hasta Juana está encantada, aún yendo vestida de prostituta con orejas.
Suria se rió e hizo un gesto de duda moviendo la cabeza de lado a lado. El grupo de amigas bailaba en el centro de la pista, jugando, con mayor o menor soltura, con todos los moscones que venían a probar suerte con esa oportunidad que en su cabeza suponía aquel grupo de borrachas con la guardia baja; no andaban tan alejados de la realidad. Esa media luz que envolvía todo el bar le había resultado demasiado molesta desde el principio y ahora no hacía sino empeorar su mareo.
–No sé yo, –continuó Suria– no digo que no se lo estén pasando bien, pero eso es porque están concentradas en ello, les separa un hilo muy fino de la cordura, como haya la más leve distracción, las perdemos.
Lisa sonrió con este último comentario. Los nervios primeros al ver venir a esta casi desconocida se había desvanecido. Suria levantó un mano y el camarero literalmente corrió hasta dónde estaban.
–Le tengo loquito –dijo Suria, susurrando
—¿Qué tomáis? –preguntó el camarero, mostrando su mejor sonrisa. No era feo, pero Lisa no le daba ni media oportunidad con Suria.
–Un whisky con sprite y…
–No, yo nada, gracias, voy a dejar de beber un ratito.
–¿Ni un Red Bull o algo?
–Qué dices, no, me matas, de verdad, dame un ratillo que me recupere.
–Bueno, venga, te pido una botella de agua, al menos.
Lisa asintió con la cabeza, nada le podía apetecer más que un trago de agua fría, pensó, no sabía cómo no se había dado cuenta antes…
–¿Quieres salir a tomar el aire un poco fuera? –le dijo, mientras le tendía la botella de agua.
–Pues sí, la verdad, pero no hace falta que vengas.
–No, si a mí también me viene bien, llevo una borrachera bastante importante.
–¿En serio? Pues no se te nota nada.
–Eso es porque disimulo muy bien, estoy muy entrenada, ¿no ves que soy Gótica? –Suria río al decirlo
Salieron juntas del local, sin que ninguna de las otras se percatase lo más mínimo. Hacia una noche fresca, pero agradable, se podía estar perfectamente en la calle sin abrigo. Suria sacó su paquete de cigarrillos y le ofreció a Lisa, que no pudo decir que no, dieron las primeras caladas sin dirigirse la palabra. El trasiego de gente era constante, grupos cambiando de bares entre gritos y cantos, parejas que se tambaleaban abrazados, todos cambiados, desahogando las angustias de la semana y olvidando sus ansiedades durante unas horas, como cada viernes del año.
–Eres amiga de Juana desde siempre, ¿no? – al fin Suria rompió el silencio.
–Pues sí, la verdad, desde el colegio.
–Sí, es que me suenas, yo creo que nos hemos visto alguna vez.
–Puede ser, pero yo no me acuerdo de ti.
–Normal, he cambiado mucho…
–Ya me imagino.
–Sí, la verdad es que hasta que no llegué a la universidad era bastante normal.
–¿Ahora no eres normal o qué?
–Bueno, sí, yo creo que sí, pero no soy como el resto de la gente, quiero decir. Es parte de lo de ser gótico, lo reconozco, que no eres como la gente normal, y te mola.
–O sea, que también tiene un poco de llamar la atención.
–Por supuesto, y quién te diga que no, miente.
–Pues no sé, la verdad es que eres la primera gótica que conozco.
–¿De verdad? Qué ilusión, se puede decir que eres una virgen de lo gótico.
—Totalmente, virgen del todo.
–Bueno, no te creas nada de lo que te cuenten los no góticos.
–La verdad es que no soy una persona a la que le preocupe lo que la gente piense o se deje de poner, mientras vivas tu vida y me dejes vivir la mía… –Lisa se quedó tan satisfecha como sorprendida al oírse decir aquellas palabras, tan solemnes, tan poco acordes con el momento.
El agua y el aire de la calle le hicieron sentirse mucho mejor. Seguía algo mareada, pero se veía más capaz de aguantar. Suria tenía razón, si empezaban a irse, acabarían por irse todas, aunque no bebiera más, debía aguantar un poco.
–Nada, los góticos somos gente muy normal, es una cuestión músico-vital, poco más.
–Ya, The Cure, Robert Smith y tal.
–Ey, ves, si algo sabes.
–Hasta ahí puedo decir, y lo conozco por mi marido.
–Ah, que estás casada, no tenía ni idea.
–Sí, es que no llevo anillo. Me lo puse, al principio, pero nunca he sido de llevar anillos, no sé por qué, me lo tuve que quitar. A mi marido le da igual, y se lo agradezco.
–Me parece de puta madre. Lo del anillo a mí siempre me ha resultado como llevar esposas, no sé, es como si tuvieras que llevar algo pintado en la cara para demostrar que estás casado.
–Bueno, yo no me lo he pensado tanto, lo mío son manías, pero sí, la verdad es que es un poco anacrónico, ahora que lo dices.
–Y, ¿qué tal? El matrimonio, digo.
–Ah, bien, no sé, normal, tengo dos hijas guapísimas, así que supongo que fenomenal –terminó de decirlo y esbozó una sonrisa que le pareció forzada, artificial vista desde dentro. En un momento, toda su historia se le apareció de golpe con una fuerza inusitada, apartó la mirada para que no pudiera verse la sombra que le cruzaba la cara. Suria se la quedó mirando, como si hubiera notado algo, alguna de las grietas por la que escapaban esas angustias reprimidas, a presión.
–Qué guay lo de tus hijas –Suria siguió hablando como si nada, pero ese momento de turbación quedó flotando, entre ellas, dibujando sombras a su alrededor–, me encantaría tener hijas, o hijos, lo que sea.
–Bueno, pero eso no es difícil, te lo digo yo.
–Buf, no sé, yo soy algo complicada.
–Todos somos complicados.
Se quedaron mirándose, unos segundos, Lisa sintió algo raro, una punzada de tensión, una tensión ajena en esa situación, que no debiera aparecer así, en ese momento.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, sí, aunque creo que al final me voy a ir a casa –de repente vio claro que debía irse a casa, no era el mareo, era otra cosa, se sentía confundida, turbada sin saber bien el porqué.
–No te vayas a casa, de verdad, yo te busco un remedio.
–¿Un remedio?
–Sí, un poco de trampas para que te animes un poco.
–¿Trampas?
–Sí, un poco de trampas, ya sabes…
Lisa dudó unos instantes, pero acabó comprendiendo.
–Joder, qué lenta he estado. Te lo agradezco, pero no, hace mucho que no tomo nada, demasiado.
–Bueno, mejor me lo pones, es una ocasión especial, merece la pena que lo celebres, ¿no? Además, es un poco y te garantizo que te va animar, sin demasiadas consecuencias.
–De verdad, es que no sé…
–Venga, prueba, un poco, y si no te vas.
–¿Pero qué es?
–MDMA
–No lo he probado nunca, es bastante fuerte, ¿no?
–Bueno, es fuerte, pero muy divertido, y si tomas un poco no te va a pasar nada. Es como la coca pero mejor, te lo digo yo.
Lisa lo pensó, unos segundos, lucharon internamente sus viejas formas contra las formas abisales recién descubiertas. Estas últimas, más fuertes y llenas de tentáculos, enervadas por los hechos recientes, doblegaron toda posible resistencia. En un momento, se sintió convencida y radiante, quería probarlo, quería dejar de sentirse así, mareada, confundida, ¿por qué no abandonarse un poco al placer de no tener que pensar nada? Había pensado ya demasiado los últimos meses, merecía un descanso. Se sintió revivida, nerviosa, ansiosa por experimentar algo nuevo.
–Venga, va, pero un poco, que no quiero machacarme para mañana.
–Tranqui, no te preocupes, si yo tampoco quiero tomar mucho más –recalcó ese más con una nueva sonrisa.
Entraron y Suria habló con Patricia, que miró divertida hacia donde Lisa se encontraba, un poco apartada. Lola se percató de lo que ocurrió y miró a su amiga, haciéndose la sorprendida, le hizo un gesto de aprobación levantando el pulgar de su mano derecha y siguió bailando como si nada. Suria le dijo que la siguiera y entraron juntas en el baño. Cogió la botella de Lisa y le puso un poco del polvo blanco en el agua que le quedaba en la botella.
–¿No será mucho?
–Para nada –se chupó el dedo meñique y lo untó en el polvo que reposaba sobre un papel de color verde.
Lisa dio un trago al agua. Le dejó un regusto amargo en la boca, pero nada más. Suria la miraba divertida.
–¿Qué tal?
–Bien, nada raro, sabe un poco amargo.
–Sí, es lo que tiene, pero cuidado que luego le coges afición.
Sonrieron, y se miraron. Esa tensión que había crujido antes entre ellas volvió de golpe, como un vendaval, se le aceleró el corazón y el calor comenzó a subir hasta su cara. Suria apartó la vista nerviosa, mostrando una turbulencia parecida a la suya.
–Tendrías que probarlo sin agua, esto sí que está amargo –Suria lo dijo concentrada en mirar el papel, como si no quisiera volver a levantar la mirada.
—¿A ver? –Lisa abrió un poco la boca.
Suria mojó de nuevo su dedo, lo pasó por el papel y lo llevo a hasta la boca de Lisa. Fue un momento raro, placentero, pero muy raro. Comprendió, o mejor dicho, aceptó por fin lo que ocurría y todo pareció calmarse a su alrededor. Cuando Suria sacó su dedo, se miraron y se besaron, sin pensárselo mucho, apenas rozándose los labios, un beso pequeño, pero que levantó un mar de sensaciones en su interior. Un maremágnum en el que se entremezclaban lo sexual y lo racional; la culpa y el sexo; la vergüenza y la pena; su pasado y su futuro, arrollando el presente por el camino.
Suria sonrió, nerviosa: –Mejor volvemos, ¿no?
–Eh, sí, mejor.
–No te preocupes, no pasa nada.
–¿No pasa nada de qué?
–De esto, que no pasa nada, son cosas que pasan.
–A mí estas cosas no me pasan, bueno, no me pasaban.
–A mí de vez en cuando, pero vamos, que no es lo habitual, «if you know what I mean».
–Ya, bueno, pues nada, no sé. Es que no sé que decir, la verdad.
–Pues no digas nada, es una tontería, borrachas y de fiesta, nada qué decir, nada qué pensar. Vamos con estas.
Salieron del baño, como si nada hubiera pasado, salvo el subidón que crecía por segundos.
La noche siguió su curso esperado, y a fe de Lisa que no se arrepintió ni un segundo de haber tomado el «jamón», como lo llamaba Patricia. Lo bueno del MDMA es que no te provoca un mero chute energético y egoísta, como la coca o las anfetaminas, el éxtasis o MDMA, además de energía casi infinita, te provoca una irresistible sensación de buen rollo y empatía exacerbada, que hace de cada noche una noche de fiesta única y amistad de trascendencia universal. Lisa se vio abrazándose con todas, y todas entre todas; al final había acabado por tomarlo todas, y Lisa fue quién, una a una, fue abrazándolas, diciéndoles lo mucho que las quería y animándolas a que probaron esa droga que parecía mágica. Hasta Juana, la más reticente, más por su estado de embriaguez que por una cuestión moral, acabó probándolo, eso sí, sin ni siquiera darse cuenta; entre Lola y Elena se las ingeniaron por echarle un poco en las copas que se pidió, tan solo tuvieron que ocuparse ellas de pedirlas. Fue muy difícil volver a casa, precisamente porque, llegado el momento, ninguna de ellas tenía ganas de irse. Acabaron por volver de día, después de desayunar en una de las cafeterías más tempraneras, a dos calles de la casa que habían alquilado. Durante el resto de noche, Lisa y Suria se acercaron poco la una a la otra, si hubo abrazos, siempre fue con alguien en medio, apenas se dirigieron la palabra, aunque sí que se miraron y sonrieron juntas. Fue una situación muy rara para Lisa, aunque pasó sin mucha comida de cabeza gracias a la magia química del éxtasis.
Al llegar a casa se distribuyeron como pudieron, el sueño acabó por dominar a todo el mundo y fueron cayeron una por una. Lola no estaba, no había llegado a casa, había acabado por irse con uno de los muchos moscones de la noche. A Elena hubo que vigilarla de cerca, después de que estuviera a punto de largarse con un pintas de cuidado; amén de que estaba casada y felizmente, por lo que sabían. Juana no pasó siquiera de los sofás del salón y allí se quedó, hecha un guiñapo, con la última copa aún en la mano y la falda a la altura de los sobacos, prácticamente.
Lisa se fue a su habitación, había una sola cama grande que se supone que iba a compartir con Lola, pero que al final parece que disfrutaría sola. Se tumbó tal cual estaba, pero no aguantó mucho, a los pocos minutos tuvo que levantarse a hacer pis. Fue hacia el baño más dormida que despierta y aprovechó para lavarse los dientes lo mejor que pudo mientras se sentaba en la taza. Antes de poder enjuagarse la boca, oyó como alguien llamaba a la puerta.
–Ya voy –balbuceó, con la boca aún llena de una pasta de dientes, que le escocía mucho más de lo que podía soportar; odiaba aquellas pastas de sabor tan fuerte, no soportaba que le dejaran la boca seca y dolorida.
Al otro lado de la puerta, Suria contestó con voz de estar quedándose dormida en el sitio: –Me meo entera, déjame entrar por favor, es un momento…
Lisa dudó, pero abrió la puerta y terminó de enjuagarse mientras Suria entraba en el baño y se sentaba corriendo en la taza, con una cara de sueño infinito, sus ojos ligeramente rasgados muy hinchados y el pelo revuelto, sin ninguna forma definida.
–Joder, casi me meo encima. Me llegó a quedar dormida y me lo hago encima seguro.
Lisa evitó mirar y salió del baño con media sonrisa en la cara. Cerró la puerta del baño y se quedó parada, sin saber bien por qué. Hizo amago de volver a su cuarto –desde allí veía a la bella durmiente del salón y le daba much envidia, ya dormida, ya disfrutando del descanso merecido tras una noche dura como hacia tiempo que no pasaban,– pero no pudo. O mejor, no quiso, sentía mucha curiosidad. No sabía bien por qué, pero sentía curiosidad, y nervios, y ganas de dejarse atrapar por algo que no presentaba ninguna forma definida en su cabeza, pero que se presentaba jugoso, tan atractivo como sólo lo realmente desconocido puede llegar a ser. Espero a oír el ruido de la cadena y entonces decidió dirigirse por fin a su cuarto, poco a poco, mirando atrás. Suria salió del baño tan adormilada como había entrado y encaminó sus pasos hacia su cuarto, justo dos puertas más allá que el de su compañera noctámbula. Lisa se quedó parada en la puerta de su habitación y se giró justo cuando ella pasaba, asegurándose de que la viera, de que se percatará de que seguía allí, despierta, de que estaba, además, sola, y de que no tenía miedo ninguno, a nada. Suria pasó de largo, con la cabeza baja, apenas hizo un gesto hacia donde su reciente amiga se encontraba, mirando. No reaccionó, se metió en su cuarto sin decir nada. Lisa dudó unos segundos, algo decepcionada, el corazón latiéndole a mil por hora, le entró una especie de pánico a que alguien oyera los latidos acelerados de su corazón, su respiración entrecortada. Se metió en la cama corriendo, acordándose esta vez de quitarse el sujetador y los pantalones, pero sin poder calmarse, le iba a costar dormirse, lo sabía. Y es que el MDMA es un arma de doble filo, aunque esto es algo que ya se esperaba, no era la primera vez que tomaba drogas, lo que no tenía nada claro era si todo aquello era simplemente fruto de la cola hiperactiva del éxtasis o algo más.
Antes de que pudiera dormirse, sintió como alguien entraba en su cuarto y se paraba en la entrada. No abrió los ojos, no quería romper el fino hilo de casi sueño que estaba consiguiendo por nada del mundo. Sintió como alguien se metía en la cama y, tras unos segundos, se acercó a ella, mucho, tanto que pudo sentir su respiración en la nuca y el roce de sus rodillas en la parte trasera de sus piernas. En un primer momento se asustó, pensó y si Lola había vuelto y estaba demasiado pasada, pero en seguido comprendió. No hizo nada, su corazón comenzó a desbocarse por completo y no pudo disimular más su costosa e irregular respiración. Una mano rozó su cintura y comenzó a trazar círculos en su piel. Poco a poco, ella se fue soltando y correspondió con un leve toque sobre los dedos que la acariciaban. Su acompañante respiraba tan fuerte o más que ella y sentía el mismo temblor nervioso en todo su cuerpo, que se acercaba cada vez más al suyo. En un arrebato de fuerza, se volvió y se encontró de frente con los ojos y con los labios de Suria. Se miraron, un rato, y se acariciaron el rostro, con lentitud. Lisa quiso hablar, pero Suria la detuvo con un gesto de cabeza. Se dejaron llevar, sobre todo Lisa, Suria sabía mejor lo que hacía en aquella en situación. ¿Qué había dicho antes?, pensó Lisa, ¿que esto le había pasado alguna vez?
La noche no pasó de unas caricias y algunos besos, cayeron rendidas en poco tiempo, pero para Lisa fue el giro que terminó de desarmar su mundo y convertirlo en una serie de retales descabalados sin más sentido que el de la pasión por vivir y por vivirlo todo, sin remedio, de la forma más humana que había conocido nunca.
La vuelta a Madrid fue dura, muy dura, doblemente dura para Lisa. La cosa con Suria no pasó de ahí, ambas se cuidaron de no volver a encontrarse en las mismas la noche siguiente, que como era de esperar, fue menos salvaje que la primera por el tute que se habían dado el viernes. Aún así, fue todo un fin de semana, sobre todo para Lola; el segundo día se fue con otro distinto y se pasó toda la noche en su casa, sin más que hacer que «follar y follar», como ella misma había dicho. Lo importante es que Juana se lo pasó muy bien, y les agradeció el esfuerzo, hasta se acabó llevando de recuerdo una de las pequeñas pollas que habían llevado en la cabeza el primer día. Al despedirse, hablaron de montar alguna noche igual por Madrid, sin tanta parafernalia, pero repetir el mismo grupo. Era como si volvieran de un campamento siendo niñas; es curioso el vínculo que un para de noches de intenso alcoholismo, drogas y fiesta puede generar. Al llegar a casa, Fabio la recibió con las niñas ya bañadas y listas para dormir.
–Menuda cara traes, ¿lo habéis pasado bien, no? – no había ningún tipo de reproche en sus palabras, él no era así, lo decía sonriente y plácido.
–Estoy derrotada, ha estado muy bien la verdad, demasiado bien, menuda paliza.
–Venga, niñas, dadle un beso a mamá y a dormir, que es tardísimo.
Las niñas se echaron a los brazos de su madre encantadas y la llevaron de la mano a su cuarto, Jimena no paraba de hablar del fin de semana, de la piscina de casa de los abuelos, de su primo Marquitos, mientras su hermana la miraba sonriendo, abrazada a su muñeca de ojos rasgados, último regalo del original de su padrino… Lisa recibía los comentarios de su hija en pleno cansancio, como a través de un filtro con sordina, y hasta en ese, su momento adorado, no podía verse más que dándose una ducha y acostándose, sin hacer mucho caso a su pobre hija mayor que llevaba casi tres días sin verla.
–Venga, niñas, hala, a dormir, dejad a mamá que también se tiene que ir a dormir que está muy cansada –su marido, como otras veces, vino al rescate.
–¿Por qué estás cansada? –preguntó Jimena
–Porque ha estado todo el fin de semana de fiesta con sus amigotas –contestó Fabio, divertido.
Al acostarse, recién duchada, todavía le duraba la cola del fin de semana y el reguero de nervios de la química con que la habían aderezado. Fabio tardó aún un tiempo en irse a dormir, algo que Lisa, en silencio, incluso para con ella misma, agradeció. No se atrevía ni a pensar aquello. No había nada contra Fabio, ni siquiera una falta de cariño o de atracción, pero no quería tenerle demasiado cerca esa noche. Pudiera ser el cansancio, la tensión y el pulso acelerado, esa ansiedad que no recordaba haber experimentado antes, pero había algo más, algo que no se explicaba, o que, si se lo explicaba, no hacía sino sumirla aún más en ese estado de aprehensión en el que se encontraba perdida. Pensó en lo que ocurrido el viernes, pensó en Suria, y en sus labios, también pensó en sus manos y en sus ojos, mirándole con deseo. Una corriente de agujas le recorrió la piel, aguzándola, mezcla de la culpable excitación sexual y el nervio acumulado por su cansancio extremo, una andanada que le batió el cuerpo, sumiéndola en el débil sueño que andaba persiguiendo desde hace rato, como una niña pequeña que sólo busca huir, esconderse de todo y de todos, hasta de su propio pensamiento.
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Pasaron unas semanas completamente típicas, las más normales que había pasado en los últimos meses. Se cruzó algunos mensajes con Maure, pero no llegaron a concretarse en nada; no estaba para eso, se sentía calmada, casi anestesiada, no encontraba ya el fuego que le había provocado hacía unos pocos días. Le resultó extraño, pero también se sintió más cómoda, ya no tenía que engañar a nadie, al menos por un tiempo. No supo tampoco nada de Lola, era como si ese fin de semana explosivo e intenso hubiera agotado la necesidad de encontrarse. Ni de Suria, y ya no pensaba en lo que ocurrió más que como en otra experiencia más, fruto de la borrachera y la excitación artificial de las drogas y el momento. Sí, le daba todavía algunas vueltas, pasaba por su cabeza alguna vez qué hubiera pasado si no hubieran estado tan cansadas, si no se hubiera quedado dormida. ¿Habría llegado hasta el final? Puede que sí, no conseguía evocar las imágenes con claridad, pero sí esa sensación de liberación que había acompañado a los tímidos besos y caricias que se dedicaron. «No sé, se decía a sí misma, no me veo capaz de tocar a una mujer de esa manera, de besarla y chuparla como haría con un hombre». Sin embargo, no podía evitar excitarse, un poco al menos, a veces, cuando pensaba en Suria acariciándola, besándola como se supone que la hubiera besado y encontrado si hubieran llegado hasta un final, fuera el que fuese. Lo pensaba, pero no le preocupaba, es más, sentía una especie de orgullo al reconocerse experimentando algo tan nuevo, tan distinto y tabú. No esperaba volver a tener la oportunidad de repetirlo, de intentarlo, y quizá por eso se permitía el lujo de verlo como un experimento necesario. Como tampoco esperaba, poco antes de que empezará agosto, recibir un mensaje de Suria en su «Whatsapp». Un tímido, lacónico «¿Qué tal?», que le pilló del todo desprevenida; le gustó encontrarse ese mensaje tanto como le confundió.
–¿Qué te pasa? ¿Algo malo? –Fabio, sentado enfrente de ella en la mesa, se dio cuenta rápido del cambio en su cara.
–No, no, temas de curro, me acaba de enviar Pilar una cosa por «Whatsapp», nos hemos dejado una errata en un creatividad, lo típico.
–¿Pero ha salido ya?
–No, pero debería salir mañana y ahora vamos a tener que retrasarla, no hay nadie ya en la agencia para hacernos el cambio.
Desde que había empezado a mentir de aquella manera, se sorprendía del grado de elaboración y respuesta que podían tomar sus mentiras, disparadas como con gatillo, salidas como de un resorte sin apenas preparación. Es cierto que había tirado de repertorio en aquella ocasión –la excusa era de lo más normal en su trabajo–, pero no había duda de que se estaba volviendo una experta, demasiado experta en sus modos subrepticios y ocultos. Sonreía para ella con cierto orgullo culpable, amargo delante de Fabio, completamente ajeno a todo lo que ocurría.
Guardo el teléfono en lo más hondo de su bolso. No contestó al mensaje, no de golpe, necesitaba pensar aquella respuesta, necesitaba meditar si daría una respuesta siquiera. Ahora que había conseguido, parecía, sacar a Maure de su vida, no quería volver a meterse en nuevas complicaciones. Sintió ese picor orgulloso de sentirse reclamada, pero dudaba en qué sería lo mejor, en si dejaría que algo como aquello volviera a interferir con su vida o simplemente pasaría de ello, sin más, como una excentricidad sin consecuencias.
–Mañana iré pronto y a ver qué podemos hacer –respondió finalmente, zanjando el tema.
–Es lo de siempre, ¿no?
–Pues sí, la verdad, pero esta vez me tenía que haber dado cuenta, la revisé yo la última…
–Estás perdiendo facultades… –dijo Fabio, chinchándola un poco.
–Puede –»depende para qué», dijo para sus adentros–, aunque no soy yo quién tiene que asegurar estas cosas, de todas formas, sí que es verdad que estoy un poco hasta las narices de todo esto, del pinta y colorea que nos traemos, quiero un poco más de negocio y menos tonterías creativas, la verdad.
–Bueno, pues cámbiate, ahora las cosas están un poco mejor, y con tu experiencia seguro que encuentras algo…
–No sé, no creas, ya sabes lo que es este mundillo, en la cosmética y la belleza todo es más o menos igual, demasiada política, demasiada tontería, y poco negocio. Al menos en los planos en los que me muevo.
–Si te apetece, busca, no pierdes nada, le pasamos tu curriculum a estos, a ver. No tiene porque ser en lo mismo, sabes de sobra que llevas buenas firmas en tu curriculum, eso te va a abrir muchas puertas.
Con «estos» se refería al grupo de amigos de Fabio, donde casi todos se movían por puestos de relevancia, al menos para su edad, de grandes y pomposas empresas multinacionales.
–Sí, si tienes razón, aunque ahora que viene el verano, me importa menos. A ver a la vuelta, lo pensamos en verano, pero me da mucha pereza cambiarme ahora…
–Normal que te dé pereza, pero no lo dejes pasar, llevas tiempo haciendo lo mismo y se te ve cansada, ya sabes cómo acaban esas cosas. Llevas casi diez años, joder, un cambio te vendría bien.
La cena en Comala le resultó muy agradable, no le entusiasmó la fusión de comida Mexicana, pero la noche era más fresca de lo normal y en la terraza estuvieron prácticamente solos. Sólo se acordó del mensaje al llegar a casa y sentarse en el sofá. Fabio se fue a leer a la cama, refugio del calor del verano gracias al aire acondicionado instalado ese mismo año, y ella se quedó sola, viendo la televisión, sin mucho en qué pensar. Dio vueltas al mensaje y a su móvil, mientras en la tele pasaban imágenes de otro documental más sobre alguna de las guerras mundiales. Nada que la interesara, pero mantenía alejado el silencio que a veces le costaba aguantar, y le permitía centrarse en el mensaje en cuestión sin nada que le distrajese. Pensaba y no se decidía a qué hacer. Podía contestar, posiblemente aquello tampoco desembocara en nada. O sí, lo más probable es que sí. O no, quizá Suria sólo quería aclarar lo que pasó, y nada más. Por un momento se sintió como la típica chica de la típica relación, como el centro de atención de un chico que le escribía tímido, nervioso ante la posible no respuesta. ¿Estaría Suria queriendo «ligar» con ella? ¿Era aquello un intento de seducirla o de buscar una «cita» con ella? Podía ser. O no. Decidió contestar. La estupidez de no decir nada le resultaba infantil. Y, por otro lado, la única manera de saber lo que buscaba era contestarla. No se complicó mucho y contestó con un igualmente lacónico: «bien, ¿y tú?»
Esperó y la respuesta no tardó en llegar, no puedo evitar pensar que Suria había estado pegada al teléfono desde que envió el mensaje.
–Pues bien, un poco aburrida.
–¿Aburrida? –respondió Lisa.
–Sí, un poco, los últimos días antes de las vacaciones siempre se hacen eternos.
La conversación surgió instantáneamente.
–Pues sí, la verdad, dímelo a mí, que la gente se vuelve loca queriendo dejar todo listo antes del verano.
–¿Te vas de vacaciones?
–Sí, tres semanas como poco, ¿y tú?
–Sí, me voy, pero este año no tengo mucho plan, acabaré con mi familia en la playa, y poco más.
–¿Dónde vais?
–Al norte, cerca de Santander, a Noja, ¿lo conoces?
–De oídas, nunca he estado.
–Está bien, pero el tiempo no es lo mejor, la verdad. Yo lo prefiero así, mucha playa me acaba desesperando. No soy muy de playa…
–Claro, lo de gótica y playa no pega mucho.
–Pues no, la verdad, ¿cómo voy a mantener mi blanco lívido con tanto sol?
La conversación iba animándose, Lisa se sentía muy cómoda, había perdido la tensión inicial ante las posibles intenciones de aquella conversación. Suria era una chica lista, rápida, una persona con la que daba gusto hablar, incluso a través de ese estúpido sistema de mensajes instantáneos que tanto la podía desesperar, sobre todo tratándose de temas de trabajo. Hablaron de algunas banalidades más, sobre todo centradas en el verano, y poco a poco entraron más en confianza. No hubo muchos rodeos…
–Sabes… No sé tú, pero he pensado bastante en lo de la despedida…
–Yo también, no te voy a mentir.
–¿Y…?
–Pues no sé, es raro, muy raro –escribió Lisa, sin mucho pensarlo. Pensarlo hubiera supuesto dar una respuesta mucho más artificial, más falsa.
–¿Raro? Sí, supongo que sí. No te escribo por nada en concreto, es sólo que tenía que hablarlo contigo o reventaba.
–No te preocupes, la verdad es que yo también necesitaba hablarlo.
–Bueno, hablarlo y decirte que me sentí súper cómoda contigo, y eso no suele pasarme, casi con nadie, mujeres u hombres.
–Tú ya habías vivido algo así, ¿verdad?
–Sí, he estado con alguna chica, pero nada serio. No me considero ni lesbiana ni bisexual, pero he estado con alguna chica, aunque más bien por probar, en plan tonterías.
–Yo no, era la primera vez que me pasaba algo así, nunca pensé que fuera a pasarme.
–A mí tampoco, eh, que quede claro. No pensé en ningún momento en algo así, supongo que pasó y punto. Oye, es un poco chorrada estar hablando así, con el «guasap» este, ¿te importa que te llame?
–Pues, no es que no tengas razón, pero es que mis hijas están durmiendo, y mi marido anda por aquí…
–Es verdad, perdona, no me he dado cuenta…
–Pero, si quieres, podemos hablar otro día. No sé, podríamos hasta tomar un café y lo hablamos en persona, no me importaría.
–Vale, mejor todavía, dime cuando te viene bien y vemos, yo estoy bastante libre.
–Pues, mañana complicado, pero igual miércoles o jueves…
–Vale, hecho, tú me dices. No te molesto más. Qué descanses.
–No me molestas –Lisa insertó un emoticono sonriente, de forma mecánica, sin percatarse del tono juguetón, esa familiaridad, puede que demasiado especial, que esas caritas sin ninguna profundidad pueden aportar, no sólo al último mensaje, sino a toda la conversación. Suria contestó con otra cara similar, guiñándole un ojo.
Extraña forma de comunicarse. En cierta medida, canales como el citado «Whatsapp» han recuperado la comunicación escrita, aunque de una forma un tanto retorcida. Los mensajes cortos expresan poco, sobre todo cuando van cargados de errores y abreviaturas, aunque estimulan la creatividad cuando se trata de decir lo correcto y decirlo bien. Y los emoticonos, muestras visuales de las emociones más básicas, comunican ciertos estados que a veces son complicados de expresar sin estar delante de la otra persona. También se ha vuelto más fácil mentir. A la cara uno no siempre puede mentir, sus gestos, su voz, su mirada puede delatarle; con unas cuantas letras y una carita estúpida, cualquiera puede refugiarse detrás de la mayor de las alegrías o las tristezas. Lisa no era una gran admiradora de las nuevas tecnologías y seguía resistiéndose a comunicarse de forma masiva a través de micro mensajes. Le gustó que Suria quisiera hablar, en persona, demostraba honradez, autenticidad, algo que ya le había atraído en ella cuando la conoció. No le preocupaba tomar un café con ella, la conversación había discurrido por los más normales derroteros, hasta podía venirle bien aclarar todo eso y dejar de darles vueltas de una vez. Sí, lo tenía claro, había una posibilidad, no muy lejana, de que no valiera con una mera conversación, pero tampoco le importaba. Esa sensación de riesgo y la visión de encontrarse de nuevo, cara a cara, muy cerca de ella y de sus labios, seguían provocándole un excitación agradable y sincera, aunque no lo reconociera, aunque no fuera más que reconocer de forma subconsciente ese punto de libertad que le hacía sentirse tan abrumadoramente humana, viva.
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–Ya, no creas, me lo he tenido que pensar –reconoció Lisa, después de terminar su primera cerveza.
–Me imagino, yo tampoco estaba segura, aunque, te voy a ser sincera, el quedar y hablar contigo era porque me apetecía, punto, sin más –respondió Suria.
Lisa no contesto, cogió el vaso vacío e hizo intención de llevárselo a la boca, buscando un gesto mundano en el que ocultar su turbación. Del café se habían olvidado, era una tarde de verano de jueves y a nadie normal le apetecía tomar un café.
–A mí también me apetecía verte, pero no te lo tomes por donde no es, Suria, simplemente, me apetecía hablarlo todo, quitármelo de una vez de la cabeza.
–Que sí, que lo sé, no tienes porque preocuparte. Y, cambiando de tema, cuéntame más de tus niñas…
–Pues mis niñas, bien, muy bien, la verdad.
–No me imagino eso de tener hijos, no soy muy de eso, más bien al contrario, no creo que nunca llegue a complicarme tanto la vida.
–Te la complican, sin duda, pero merece la pena.
–¿Y con tu marido?
–Con mi marido, ¿qué?
–Que, qué tal con tu marido, digo, qué tal eso del matrimonio y demás.
–Ah, bien, también, la verdad es que tengo mucha suerte, es un tío muy tranquilo y un padrazo. Se toma todo con mucha calma, mucho más que yo, y eso siempre ayuda.
–¿Y lo de los hijos no cambia mucho el tema matrimonial? Sexualmente hablando, me refiero.
—Joder, qué pregunta, claro que lo cambia, pero vamos, cada uno se lo toma como puede; entre tú y yo, y esto no lo diré nunca delante de mis amigas con hijos, yo no veo el tema demasiado complicado. Es una cuestión de adaptarse y rescatar los momentos que puedas.
–Ya me imagino. Es que tampoco me veo casada, así, toda la vida con la misma persona, me supera todo eso del «para siempre».
Lisa miró fijamente a su interlocutora, ese para siempre había retumbado muy fuerte en su cabeza. «Para siempre». «Para siempre». Tenía que estar con Fabio, solo con él, para siempre… Estaba ahí, pero no se verbalizaba nunca, no se pensaba, estaba ahí, detrás, grabado a fuego en las paredes de una caverna perdida en su pensamiento.
–A mí me parece que no es que esté mal el «para siempre», lo que la gente tiene miedo es al «sólo con el o ella para siempre».
–Bueno, sí, claro, pero aún así, que yo no me veo con un tío viviendo toda la vida, con el mismo. Al menos no por ahora. Y con una tía, menos. Qué desastre, ni pensarlo…
–No sé, nunca me lo planteé demasiado cuando me casé con Fabio, para mí siempre fue el hombre ideal.
–Qué suerte que puedas hablar así. La verdad es que es un gustazo cuando la gente habla así de sus parejas y de su matrimonio.
–Pero si dices que no quieres casarte ni en pintura.
–Uy, casarme, eso ni de broma. Pero el que yo no me vea capaz de vivir y convivir con el mismo tío toda la vida, no significa que no valore a quien es capaz y encima disfruta.
–No lo considero un mérito. No somos la pareja perfecta.
–Nadie lo es, diga lo que diga, piensen lo que piensen los demás. Todos tenemos nuestras mierdas, algunas más evidentes que otras.
–Ni que lo digas… –afirmó Lisa, en un tono que dejó ver más de lo que pretendía.
–¿Por qué dices eso?
–No, por nada, porque todos tenemos nuestras mierdas, es cierto, sin ellas no podríamos vivir, no seríamos como somos, supongo…
Tres dobles de cerveza poblaban ya la mesa, y estaban a punto de dar buena cuenta de la cuarta de la tarde. Lisa no había venido a ello, pero el día invitaba a la charla y a las cervezas. Era aún pronto, no eran ni las once, tenía tiempo de tomarse algo más; Fabio estaría ya en casa, no había problema, estaba pasándolo bien y la conversación se ponía cada vez más interesante. A pesar de no conocer a Suria más que de un par de días locos y una hora y media de charla, sentía con ella una confianza distinta, profunda sin demasiado sentido, y quería seguir hablando con ella, quería contarle cosas de ella que no sabía, que pocos conocían…
–Nah, tú no tienes pinta de tener muchas mierdas.
–¿Aparte de haberme enrollado contigo, dices?
Suria casi se atraganta del susto y de la risa al oír el comentario.
–Porque eso tampoco es muy normal, sobre todo contando con que estoy casada y tengo dos hijas, bastante mayorcitas para mi edad –siguió Lisa, animada por la sorpresa de su reciente amiga.
–Ya, ya, pero bueno, yo no lo llamaría mierda, tampoco es nada grave, al fin y al cabo, no pasó absolutamente nada.
–Claro, como que nos quedamos sobadas…
–Corrección, tú te quedaste sobada, guapa.
–¿Cómo? –la frase de Suria persistió con un ligero deje de reproche.
–Eso, que tú te quedaste sopa, yo me quedé dormida después.
–No lo sabía… Pensé que fue algo mutuo.
–Prácticamente, porque a mí se me cerraban los ojos, pero tú caíste antes.
–Ah, bueno, pero por muy poco.
–Una pena, en cualquier caso…
Esta vez Suria lo dijo de forma directa, sin esconder nada.
–¿No lo crees? –continuó, viendo acorralada a Lisa con sus palabras.
–No lo sé, no estoy segura.
–¿Por qué?
–Joder, tía, por muchas y variadas razones.
–¿Y cuáles son, si puede saberse?
–Pues mira –Lisa rozó en sentirse molesta por el tono inquisitivo que había tomado la conversación–, para empezar, porque estoy casada y no debería andarme haciendo estas cosas; segundo, porque es la primera vez en mi vida que me siento atraída por una tía y que, encima, me enrollo con ella; y tercero, porque llevo tiempo hecha un puto lío conmigo misma. Nadie lo sabe, o casi nadie, sólo Lola, pero llevo unos meses un poco caóticos, aunque no se note, y esto no ha hecho sino levantar aún más polvareda –se fue enervando sin querer, hasta terminar casi enfadada.
–Perdona, no he querido meterme donde no me llamaban –dijo Suria, algo azorada por la reacción de su amiga.
Lisa apuró el último tragó de su cerveza y miró hacia el otro lado de la plaza intentando distraer un poco su atribulada cabeza; había pasado unas semanas más o menos tranquilas, pero todo volvía de golpe sin remedio. Maure flotaba en el ambiente, y Fabio, y sus hijas, y para colmo Suria, que encima, con las cuatro cervezas y el tema en cuestión, se le aparecía con un halo sensualidad que comenzaba a planteársela como demasiado evidente.
–No tienes que pedirme perdón, perdóname tú a mí, no sabías nada –contestó Lisa, conciliadora, más tranquila–. Es que llevo un año la mar de raro.
–¿Te puedo preguntar por qué?
–No sé, la verdad. Digo, que, si sé por qué, pero no sé si contártelo.
–No hace falta, no quería rayarte más de la cuenta. Soy gilipollas, perdona, me pasa siempre, que me paso de bocazas y me meto donde no me llaman.
–Tampoco es tu culpa. Llevaba un tiempo tranquila con el tema, pero el verte y el hablar de todo esto me lo ha devuelto de golpe. Pero es lo que hay, no puedo olvidarlo, sin más.
–Pero ¿tienes problemas con tu marido?
–Qué va, problemas con él ninguno, tengo problemas conmigo misma.
–¿y eso?
–Bueno, te lo voy a contar, no sé por qué, llevo un rato deseando contártelo, quizá porque tienes una visión de las cosas distinta a la que suelo encontrarme, quizá porque me gustas más allá de lo que me atrevo a reconocer, pero te lo voy a contar. No te voy a aburrir, pero básicamente la historia es que hace unos meses me encuentro por la calle con un antiguo novio, un novio de tontería, de hace la tira, pero el típico con el que siempre te quedó algo. Y no es que me acordará de él, para nada, ya te digo que con mi marido iba todo de maravilla, pero de repente me lo encuentro, hablamos, nos tomamos algo y a los pocos días me lo estoy follando en su casa a la salida del trabajo y mintiendo a mi marido a la cara, sin tener razones o la mínima excusa para ello. Y así he estado unos meses. No me conoces, pero nunca he sido así, al contrario, he sido la típica hipercuidadosa, sincera, no me gusta nada mentir, y ya ves, llevo un tiempo liándola sin entenderme, y lo que más me jode, sin apenas tener remordimientos por ello.
Hubo un silencio. Suria intercambiaba miradas con la mesa y con ella; no la conocía, no lo suficiente, es cierto, pero entendió muy rápido cómo se sentía, vio muy claro todo de golpe. No porque a ella le hubiera pasado nunca nada parecido, simplemente porque lo entendía, porque podía ver cómo Lisa se sentía y el papel que ella estaba jugando en todo eso…
Lisa miraba por encima de Suria, entrecerrando los ojos que se le habían humedecido por ese último y desesperado desahogo.
Sin despegar los ojos de la mesa, Suria habló con sauvidad: –Es cierto que no te conozco mucho, pero si te digo la verdad, no es algo por lo que debas torturarte. No le resto importancia, pero torturarse no sirve de nada. ¿Le sigues viendo?
–No, la verdad, desde la despedida nos cruzamos algunos mensajes, pero no he llegado a querer verle. Es raro, es como si hubiera despertado y se me hubieran pasado esas ganas de mandarlo todo a la mierda que me llevaban a no poder estar dos semanas sin acostarme con él.
–¿y con tu marido?
–Con mi marido todo bien, salvo que me he vuelto una experta en mentirle a la cara, por lo demás, todo bien, incluso mejor.
—¿Mejor? ¿En serio?
–Si, digo, mejor, porque en cuanto llegaba a casa, tenía la necesidad de estar bien, de sobre compensar lo que había hecho, tanta mentira. Y en el sexo, joder, me sentía mucho más libre, y disfrutaba más con él, era como volver a considerarlo como algo nuevo.
–A ver, es lo que tiene, ¿no? Yo creo que por eso es bueno estar con más de una persona a la vez, disfrutas más, valoras más lo que tienes y descubres muchas cosas, en todos los sentidos, no sólo sexualmente.
–Ya, puede ser, no sé. Yo estoy casada, felizmente casada, y con hijas, me juego más que mi propia felicidad. Y, joder, lo raro, lo que más me desestabiliza, es que yo tengo una vida feliz y no sé de dónde ha salido todo esto.
—A ver, tranquila. Está claro que tu felicidad es lo más importante, porque si acabas por machacarte y no disfrutar de lo que tienes, los que van a sufrir van a ser los que te rodean.
–He oído eso antes, y no digo que no sea verdad, pero sigo siendo yo la que está en el centro de todo…
–Tienes razón, no es fácil, nada fácil, y yo no soy quién para hablar de matrimonios. Lo que sí te puedo decir, y esto es más psicología que otra cosa, que aunque no ejerza, es lo mío, es que la culpa sirve de muy poco. Mira, en nuestra sociedad, sobre todo en países de raíz católica como España, lo de la culpa cristiana lo tenemos demasiado arraigado. Si te sientes culpable con algo, tienes dos opciones: o intentas cambiar el comportamiento que lo provoca, o lo aceptas, pero lo de «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa» no tiene ningún sentido. Es torturarse para nada, y acaba minando a cualquiera.
Lisa sopesó las palabras que acababa de oír, jugueteaba con la servilleta, haciéndola pequeños trozos sobre la mesa metálica. Masticaba su culpa no resuelta, y repasaba todo lo ocurrido en los últimos meses en toda su crudeza.
–Nunca lo había oído expresado de esa manera… Y mi culpa, a pesar de todo, no es tanto por el hecho de querer follarme a otro, es por tener que mentirle a mi marido. ¿Pero que voy a hacer si no le miento? ¿Decirle la verdad?
–¿Podrías? Digo, si crees que él podría entenderte.
–No lo sé. Si hay alguien que podría llegar a entenderme, es él, sin duda, pero le haría mucho daño, seguro, demasiado daño. Y no sé si de verdad llegaría a comprenderlo, a asumirlo… Y están mis hijas…
–Te entiendo. Y no creo que en este caso decir la verdad sea la mejor opción, según lo que dices. Aunque no pretendo animarte que te dediques a llevar relaciones paralelas, todo lo contrario. Si no ha sido más que una aventura, déjalo ahí, deja que pase tu culpa, a lo hecho, pecho, y sigue adelante con la vida que quieres llevar.
–Ese es el problema, que de entre todas las dudas que me han surgido estos meses, la peor ha sido el cuestionarme si es esta la vida que quiero llevar… A pesar de Fabio, y de ser feliz, ya no estoy segura.
–A ver, Lisa, no te preocupes más de lo necesario. Escúchame. Todos somos animalitos, quién más quién menos, le pese al cura que le pese. Evidentemente, tenemos nuestra razón para elevarnos por encima de ciertos comportamientos, pero nadie puede pretender estar en lo cierto en lo que se refiere a cómo amamos y a cómo nos relacionamos. Si me preguntas a mí, creo que esta sociedad está muy confundida, y que la monogamia y el matrimonio, tal y como los entendemos, están abocados al fracaso. Pero dicho esto, creo que tus dudas son normales, y que como mujer, como humana que eres, tienes derecho a tenerlas y a cometer las «animaladas» que cometas, sin machacarte por ello. ¿Está bien que mientas a Fabio? No digo que esté bien, pero no te tortures por ello, no te machaques más. Eres libre de hacer lo que quieras y de haberte dejado llevar por tus instintos, pero ya está, ahora eres tú la que toma el control, toma una nueva decisión, la de perdonarte y seguir adelante. El por qué ya no importa mucho, no siempre existe un porqué.
Hubo otro momento de silencio. Suria aprovechó para pedir un par de cervezas más. Lisa meditaba lo que acababa de escuchar, y sentía cierto alivio al verse, al menos, comprendida. Era verdad, no se había perdonado, y no podía permitírselo, poco a poco, sin que se hubiera dado cuenta, eso la estaba degradando por dentro, amargándola paso a paso. No podía aceptarlo. Que no comulgase con todo lo que le había dicho Suria, no significaba que no tuviera razón en la mayoría.
–Nunca había estado en el psicólogo –dijo al fin Lisa, divertida, un poco más aliviada.
–Tampoco yo soy ya muy psicóloga, pero estas cosas deberíamos oírlas todos alguna vez. Lo mejor de estudiar psicología es que acabas conociéndote a ti mismo; un poco mejor, al menos…
–Lo que más miedo me da es que esto me siga pasando, que necesite de estas cosas para sentirme, no sé, viva…
–Lisa, no adelantes acontecimientos, lo de este tío ha sido una cosa nueva, algo que te ha pasado, aislado por lo que dices. Todos podemos perder el control o, mejor, todos nos merecemos hacer cosas distintas, algo locas, instintivas si quieres, de vez en cuando. Tómalo como tal, y no adelantes el futuro, no trates de adivinar, porque no sirve de nada. Vive lo de ahora, y cuando lleguen las cosas, si llegan, ya te preocuparás. Y lo más, importante, Lisa, eres normal, mucho más normal que mucha gente que no es capaz de reconocerse en este tipo de situaciones. No eres más que humana, joder, no te tortures por ello. Entiendo lo de tu marido, pero si a él pudieras explicárselo así, si todos pudiéramos hablar las cosas de esta forma, deshaciéndonos de nuestros condicionamientos morales, de nuestra herencia cultural, las cosas serían muy distintas, mucho mejores, me atrevería a decir.
–Gracias, Suria.
–¿Por qué?
–Porque creo que es la primera vez que me siento comprendida, sin ser juzgada. Hablar esto contigo tiene un no sé qué especial, porque aparte de tu vertiente psicológica, he compartido algo más contigo y eso hace que me sienta mucho más cómoda contándotelo todo, así, totalmente abierta.
–No tienes porque dármelas, me alegro mucho de servirte de ayuda, no hago nada, simplemente ponerte las cosas como son, nada más. Las cervezas también han ayudado, te lo aseguro, el mérito no es todo mío.
–Sí. Y, por cierto, ahora que lo dices, estoy más borracha de lo que pensaba.
–¿Tomamos otra?
–¿Más cerveza? Mejor un «Gin Tonic», ¿no?
–Por mí vale, pero no sé si tú tienes que ir a casa o algo, yo es que no tengo nada que hacer, estoy de vacaciones…
–No, escribo a Fabio y le digo que nos vamos a quedar tomando algo, no creo que pase nada.
–¿No se va a enfadar?
—¿Fabio? ¿Por unas copas? Más le vale que no, es el rey de liarse entre semana; que últimamente se hayan cambiado un poco las tornas, no significa nada. De todas formas, es difícil enfadarle, créeme.
–Joder, al final es toda una perlita el tío.
–Pues sí, pero no me lo recuerdes, que me has aliviado bastante, pero aún me quedan unos cuantos días para poder asumir todo esto.
–Tienes razón, perdona, ginebra sea entonces.
Después de tres ginebras y una charla sin más pretensiones que la de divertirse, una llamada sin éxito a Lola para que se les uniera, y algo de cenar, decidieron que era hora de irse.
–La verdad es que no tengo ninguna gana de irme a casa.
–Si quieres nos tomamos la última por aquí.
–Es que, meterme en un sitio ahora, las terrazas van a estar cerradas…
–Bueno, podemos ir a mi casa, si quieres, no está lejos, y tengo terracita.
–Vale, pero una copilla y me voy, que ahora sí que se me hace tarde.
Se fueron andando a casa de Suria. Lisa no se acordaba de que hubiera habido una tensión sexual más que evidente entre ellas. Iba confiada por la charla, liberada, no tenía que temerse más a sí misma. Y la tarde parecía haber disipado esas dudas sexuales en torno a ellas, las había reducido a una mera reacción explosiva del momento pasado, algo difícil de evocar.
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Al salir de casa de Suria, casi tres horas más tarde, despeinada, recién vestida, con la borrachera por los suelos y el olor de ella por todo su cuerpo, no tuvo miedo a pensar. No había ocurrido de golpe, había sido fluido. Se habían tomado la copa, se habían reído, habían empezado a jugar, de nuevo, y habían acabado dando rienda suelta a lo que iniciaron medio dormidas hacía semanas. Fue algo necesario, Lisa lo sabía, lo había sabido desde que vio aquel mensaje, desde que decidió quedar con ella a tomar algo. No había sido algo demasiado lujurioso, no fue algo realmente sexual, al menos para ella, había sido distinto. ¿Satisfecha? Sí, pero no ensimismada, no cambiada como quizá temiera antes que aquello podía cambiarla. Había estado con una mujer, nada más, ¿qué tenía aquello de especial? Siempre era especial, o casi siempre… ¿Qué tenía de diferente estar con un hombre o con una mujer de aquella forma? Buscaba, pero no encontraba esas teóricas diferencias, no más allá de las físicamente evidentes. Dos personas comunicándose de forma distinta, amándose, cada una a su manera, pero sin más, como todos los demás, lo único que variaba era la intensidad y la forma en que cada uno lo expresaba.
Habían hablado después, juntas, desnudas, en la cama. Recordaba el cuerpo de Suria, parecido al suyo, pero distinto, con las formas similares y los rincones que conocía, pero que desconocía en sus particularidades, en su textura, en su roce. Había sido algo nuevo para ella, menos para Suria, pero las dos se sintieron calmadas al terminar; la veía sobre ella, riéndose a medias, oía todavía como había gemido, se veía a ella misma tomándola con las manos, fuerte, sintiéndose distinta. No se reprochaba nada, intentaba hacerlo, pero no podía. No había ni rastro del miedo anterior, al contrario, era todo de una paz que casi podía saborear. Tampoco sintió miedo por el futuro, no tenía miedo porque aquello sucediera de nuevo. Puede que no sucediera nunca, estaba, de alguna forma, saciada consigo misma, ¿había cumplido con algo? Había roto muchas barreras en ese año, pero había construido caminos también, mucho más fuertes y vivos, caminos que la llevarían tranquila por donde ella decidiera. No, no era infeliz, cómo siguiera ahora con su vida no sería más que el fruto de sus decisiones, no más herencia impuesta, no más dejarse llevar por la minusvalía de las morales aprendidas. No volvería a dejar que eligieran por ella los que creían tener las respuestas para todo y para todos, su vida era su vida, suya y sólo suya, la viviría cómo mejor le pareciera.
Se había despedido de Suria con un beso, lento y suave, aprovechando la sensación de soberbia libertad que sentía a su lado, ellas solas, escondidas, juntas…
–Suria, no creo que esto vuelva a pasar… –dijo, desde el marco de la puerta de su habitación, en la sombra que provocaba la luz del pasillo proyectada sobre su cuerpo.
–Lo sé, Lisa, y me alegro, mucho. De verdad, me alegro de que sea así.