Querida Lima:
Espero que esta carta vuelva a encontrarte feliz, tranquila y con todo el tiempo de tu juventud dispuesto, diáfano, libre delante de ti. Esta última semana he tenido algo de tiempo solo, gracias a un viaje que he hecho con algunos amigos a las montañas. No ha sido nada complicado, no hemos tenido que sufrir más que unas pocas horas de tren, además del pequeño traslado al hotel de montaña en el que nos hemos alojado. Pero ha sido un viaje tranquilo, lleno de tiempo y rodeados de la majestuosidad y la sublime fuerza que imprimen los montados colmados de nieve.
Hacía mucho tiempo que no tenía pensar, solo, sin ruidos, humilde frente al poder omnímodo y visceral de la naturaleza. Y en ese pensar, he podido volver a pensar en ti. No es que deje de pensar en ti un solo día de mi vida, pero tengo pocas oportunidades a lo largo de esos días para pensarte como es debido, para dejarme volar hasta ti, a tus sonrisas, a tu piel preciosa, para concentrarme en volver a sentir tus labios, tu cuerpo, tus manos, mis manos sobre las tuyas…
La paz es una joya cada vez más cara en nuestra civilización acelerada. Y aunque hay muchos tipos de paz que pueden surgir, incluso, entre la mayor de las multitudes, la que yo más aprecio es la paz que aporta la soledad. Esa soledad bien buscada, y merecida. La soledad en la que somos capaces de proyectar nuestro lugar en el mundo, de entender la verdadera esencia de nuestra insignificancia en este universo, la tranquilidad de no necesitar ser más importante que el más pequeño de los animales que pueblan este planeta inmenso, que tanto nos separa. Y en ese brote de humildad, en mitad de una ansiedad vital por no sentirse más que nada, encontramos una paz que no es posible de ninguna otra forma.
En esa paz, a solas, bajo un solo indigno del invierno y que hacía reverberar la nieve cencellada de los arbustos congelados con un brillo azul extraterrestre, como si del fondo de la tierra surgiera un fuego de agua pura, una fuente de zafiros aclarados por acción de ese sol vivo de más, del frío que, a pesar de la luz, se empeñaba en detener el tiempo, preservar la vida futura. En esa paz he podido dejarme llevar y pensarte. Y al pensarte, aunque siempre abrir el alma comienza con una punzada de dolor, en seguida el calor del recuerdo, tu recuerdo, aplaca y hace olvidar ese calambre inicial. Y se han mezclado nuestros fríos y nuestros calores, que de todo tuvimos, con esos otros hielos y efusiones azuladas, mezclándose en un ansia calmada de los futuros, quizá posibles, siempre nuestros, que, aunque irreales, al imaginarlos se hacen tan corpóreos, casi tan jugosos, como si, de verdad, después de todo, de ese instante de prístina claridad, todo se hiciera realidad absoluta.
He visto brillar de nuevo la luz al despuntar el alba sobre las cumbres nevadas, y he podido hacerlo soñando que quizá un día lo haría contigo. He escuchado crujir la nieve bajos mis pasos erráticos, y he pensado en lo que fácil que sería cruzar cualquiera de esos abismos, nevados o no, cogido de tu mano. He podido encerrarme solo en mi mente, en mis sentidos, en el efluvio constante de la memoria, concentrarme, y verte a mí lado, sonriendo, y escuchar tu voz, reconocer tu música entre los vientos que batían danzantes los picos, despertando sobre ellos el baile de sus estrellas heladas.
Sobre la nieve azul he podido verte de nuevo, a solas con el cielo y esas rocas que intentan desesperadas atravesarlo, abrir las grietas que las permitan dormir tranquilas, silenciosas, bajo el primitivo titilar de las estrellas.
Sobre la nieve azul… pensándote.
Tu querido Eric, que siempre sabrá pensarte…