Un café cerca del parque

por M.Bardulia
Relatos en Bardulias: Un café en el parque

Puede que nunca lleguen a creer lo que me propongo relatar a continuación. Yo mismo, en su lugar, como un observador objetivo y sensato, lo primero que pensaría es que no es más que un invención, bastante raquítica, por cierto, de un hecho, por otro lado, para nada especial. Pero quizá por eso les pido que tengan un voto de confianza en la verdad, si bien parcial —de memoria, toda verdad no es más que una versión tamizada de sí misma—, de la historia que aconteció un día cualquiera de un soleado octubre hace poco más de dos años.

Nunca me había atrevido a escribirla, ni siquiera para mí mismo en esa letra preciosa que he cultivado con los años y que se extiende sobre el papel en textos herméticos; cuando escribo para mí confío en un alfabeto propio que, si bien radica en el que todos usamos (más o menos), presenta variaciones notables que hacen que sólo yo pueda entender aquello que dejo en estas libretas trabajadas desde niño. Mi gran miedo, más allá del de la muerte, que creo tener prácticamente solventado gracias a una técnica personal que guardo igualmente codificada y que quizá algún día me decida a vender, por lo infalible, es el de olvidar un día la clave para descifrarlo y perder los pensamientos, sensaciones y virguerías mentales de toda un vida. No tendrán nunca más valor que el íntimo y personal, pero sería como perder la gran base de mi memoria, como si de un disco duro externo se tratara, esos textos conforman la copia de seguridad de lo que soy o he sido hasta ahora. Aunque en ocasiones me he planteado crear mi propia Piedra de Rossetta, por ahora toda posibilidad de descifrarlos con claridad sigue guardada a cal y canto en un región específica de mi cabeza que cuido con mimo, y a la que sólo accedo cuando es estrictamente necesario.

No he sido capaz de contarle esta historia a nadie, ni siquiera como un sucinto comentario sobre un encuentro nada casual, una anécdota sin más o una historia totalmente inventada para divertir al personal. Nada. Imposible, cerrado. Siempre me veo atrapado por una especie de mutismo selectivo, como si me hubiera estado vedado el acceso a la traducción de mis recuerdos en palabras, habladas o escritas. En cualquier caso, sea como sea y sea como fuere que funcionen los mecanismos internos de mis recuerdos no tan recientes, me he decidido por fin a soltar las compuertas de aquello que me ha tenido en vilo desde que ocurrió, como en un torrente de minutos que se me echara encima sin poder controlarlo, salvaje e inmisericorde.

A eso de las doce del mediodía —o al mediodía, que multiplicamos el sentido de las horas con palabras innecesarias: qué son las doce del mediodía, sino el propio mediodía… Pero nos abonamos a la abulia de la redundancia con una facilidad aberrante—, habiendo escapado del trabajo nauseabundo que manejaba por aquel entonces con una burda excusa médica, paseaba yo tranquilo por esos caminos de arena del Parque del Retiro que andan cubiertos siempre de sombra, intentando perderme en la pequeña selva de lo que se conoce como El Jardín de los Planteles, junto al bello paseo de Cuba. Andaba como perdido, no buscaba más que caminar oculto, aunque fuera en círculos, intentando recuperar algo de la paz que se me estaba vedando, gracias a ciertos personajes recientemente conocidos y que, indiferentes y ajenos a todo lo que ocurría más allá de su estómago y su garganta, se empeñaban en hacerme la vida imposible; a mí, como primer mortificado, y a los buenos de algunos de mis compañeros, de los cuales, la gran mayoría, llevaban aguantando ese maltrato desde hacía ya unos cuantos años desastrosos, con hórridas consecuencias para su salud física, mental y onírica.

Es un lujo, sin duda, poder pasear un día entre semana a eso del mediodía —prescindo aquí de la hora redundante, considerando lo dicho unas líneas atrás— por donde uno quiera, pero poder hacerlo por los caminos del Retiro, semidesiertos, silenciosos como nunca, húmedos sin sentido entre las sombras de los días de lluvias pasadas, es auparse un escalón más por encima del resto de la humanidad que transita a esas horas los océanos del tedio y el vacío laboral, sometiendo las mañanas a un olvido totalmente injusto. Y así estaba yo, descuidándome por encima de todo lo demás, haciendo los pasos lo más calmos posibles, casi en el ritmo de una cojera bélica, cuando, debo reconocer que para mí angustia en aquellos momentos en los que sólo buscaba unos minutos de absoluta ausencia, vi acercarse un hombre caminando por la misma senda, en rumbo de colisión irremediable. A primera vista, su apariencia era la de un anciano, un jubilado más, la fauna más común de los mediodías de diario, aunque a medida que nos acercábamos el uno al otro —él con andar decidido, aunque de paso más corto, más cansado quizá—, su figura se fue aclarando, perdiendo unos cuántos años —uno por cada cinco pasos, más o menos—, hasta que casi estuvo delante de mí. Apenas a veinte metros pude distinguir los rasgos de su cara y la perfecta avidez de una mirada aguileña que escudriñaba con gesto nervioso e inquisitivo sus alrededores. No pareció hacerme mucho caso, ni siquiera tuve la sensación de que se hubiera percatado de mi presencia a esos apenas diez pasos que nos separaban. Bajar la cabeza, bajar la cabeza, barro y hojas, frío, charcos exiguos… No habrá encuentro alguno, se olvidará en cuanto nos alejemos. Y a pesar de mi persistencia, nervioso, por enterrarme y hacerme uno con el barro, no pude dejar de mirarle; había algo en el personaje que me obligaba, que me mantenía retenido en la contemplación; su presencia se transformó en algo sólido —sólido, por lo indiferente de su pasear y la decisión con la que parecía observar el parque extendido a su alrededor— que se abalanzaba sobre mí, aunque su dueño no me hubiera dedicado el más mínimo vistazo. A pocos metros ya, el viejo distraído se transformó en un hombre mayor, que no anciano, recio, compacto aunque algo blando, que parecía olfatear el ambiente, destacando en su gesto el rostro mefítico de una nosferatu moderno, aunque de rasgos mucho más rebajados y humanos. Su peinado, excesivamente construido en línea perpendicular a su cráneo vistoso, siguiendo un eje central que se extendía hacia los extremos sureste y suroeste, respectivamente, reforzaba esa imagen fílmica, la cual se me hizo sorprendentemente familiar desde el primer momento. Fue esa sensación de cercanía la que comenzó a oprimirme el corazón con fuerza, ante la incapacidad para establecer nexo alguno entre mi impresión y los archivos viciados de la memoria que, excitados y revueltos, me irritaban esa zona verdosa que se encuentra justo detrás de los ojos, vacío donde se empeñan en cruzarse todas las imágenes, las recientes y las que no lo son tanto, sin llegar a provocar colisión ninguna.

Tenía pocos metros que aguantar y no me veía capaz de hallar la clave del porqué de esa familiaridad sorprendida. Pasó a mi lado finalmente, como un arbusto, o menos, y en su absoluta indiferencia pude contemplarle con total tranquilidad. Pasó de largo y seguía yo empeñado en saber quién era aquel hombre que tanto me recordaba a la mezcla vívida de un vampiro clásico y el caballero vicioso, aunque noble y difuso, de una de novela de Zola leída hacía milenios. Ya no me quedaban metros, es más, le debía yo ya unos cuantos, estaba acumulando un déficit en cada segundo perdido que, en absoluto, podía permitirme, cuando, de forma igualmente súbita, su imagen conectó con un nombre preciso y famoso en mi cabeza atribulada.

¡El gran escritor! El enorme fabulador preso de la realidad, experto en sus fugas y en los sobornos de la palabra y la historia. Casi grité, a punto estuve de echarme a tierra suplicando, en modo Platoon, que se me llevarán en este momento de gloria inaudita. El único y gran hombre loco. Para mí. El francés que no lo es tanto. El tipo con suerte, como yo solía llamarle. El altivo, o eso creía. Ése que se hace el loco hasta con la familia. ¡El gran escritor!

Me debatí durante algunos cruentos segundos con mi entonces desconchada autoestima por acercarme a él, sin poder decidirme en el para qué. Descarté de inmediato acercarme por un autógrafo, por odiarlos, por considerarlos inútiles, y por no ganarme la automática y terrible —segura— antipatía del personaje; posiblemente recibiera una retahíla brutal de improperios sagaces y brillantes, y no me quedaría más remedio que retirarme a mi agujero a cumplir con mi ganada endura. Una foto tampoco era una opción plausible; era algo pueril, demasiado moderno, y siendo quién era, ni siquiera tenía la seguridad de que llegara a aparecer en ella; si era quién era, y lo era, su indiscutible condición vampírica haría imposible que fuera captado por el objetivo. Una foto no, una foto sería imposible. ¿Qué entonces? ¿Qué podría pedirle a aquel ser híbrido y brillante? Y los segundos se me iban, porque sólo hubo unos pocos segundos mentales inabarcables de otra forma; ya se sabe que en el pensamiento cada segundo es un universo inmenso de obsesiones mal resueltas. Y sus pasos continuaban con la misma entereza y desarraigo que hacía unos, mal contados, doscientos metros. ¡Una palabra! Eso era, una palabra; lo suficientemente fácil para resolverlo en segundos y lo necesariamente exótico para un hombre de su categoría y extraviado intelecto. Aún estaba a mi alcance. Una palabra sería lo perfecto. Caminé, sin correr, aunque con prisa, por no asustarle en lugar tan solitario y sombrío. Me detuve justo delante de él, cerrándole el paso —no fuera a darle por salir corriendo— e intentando reducir el impacto violento de mi aparición con una sonrisa terciada por el frío y el ansia, encubría yo mi histeria bajo una falsa pátina de indiferencia, muy al estilo de lo que el gran hombre practicaba en sus libros con maestría inigualable, o eso me pareció a mí.

Perdone, pregunté, nervioso y con cierta fatiga en la voz por la pequeña no carrera que me había dado—se sabe que en situaciones de emergencia anímica, como la que yo atravesaba en aquellos días, no sólo sufren el cerebro y las amistades, también el físico, sobre todo corazón y pulmones, que se ven empequeñecidos y acartonados ante el dañino exceso de introspección superflua—, querría pedirle, por favor, de su parte ilustrísima y santa, si tuviera a bien el dedicarme una palabra, una sola palabra. Me di cuenta de lo estúpido de mi propuesta justo en el momento en que la última letra de la última palabra resbalaba de mis labios, dañina. ¿Cómo había sido capaz de pedir algo así? ¿Y de aquella manera? Estaba loco. Más me hubiera valido insultarle, o salir corriendo directamente, para que no pudiera guardar recuerdo alguno de nuestro encuentro. Habría pasado como una bruma, podía haberme hecho pasar por un fantasma más del parque, aunque esos casi siempre aparezcan de mañana y vestidos con traje y corbata, muy sonrientes y mirones, recién preparados para su jornada ectoplásmica con los muchos visitantes que se dan cita, corredores o no, cada día en lo que consideran, con mucha pasión, su casa. Maldita sea, qué vulgar, qué simple, qué burgués y estúpido; no soy más que otro producto de la cultura simplona y repetitiva de mi tiempo. Me tomé, por un momento, por algo que somos, que soy, sin duda: alguien totalmente normal. Y me dolió, me dolió verme tan pequeño al lado de quién era mi, por entonces, ilustre compañero de camino mañanero, mi igual, al menos en el plano presente. Y todavía no puedo asegurar que no le soltara todo esto que acabo de decir en la puta cara, como una muestra de que si le entendía y admiraba era porque podía llegar a estar tan loco como él, al menos, tanto como llega a hacérselo siempre que me he topado con él, en persona, figurativa o televisada, se entiende, o a través de sus libros de realidad totalmente enrevesada.

No dijo nada. Su Intelectualidad surrealista se quedó mirándome, y su mirada, la del no muerto que ha vivido cientos de años, la del loco que se lo hace, como si no lo estuviera, pero que en realidad lo está, como una cabra, pero de una locura que nadie entiende y a la que sólo él puede acceder, puesto que viene de fuera hacia dentro y se establece sólo en los límites de su intelecto privilegiado, es decir, cuando de verdad escribe, se me quedó clavada en las entrañas. Sentí un escalofrío y la vergüenza suprema de verme ridiculizado por un genio de su tamaño; tamaño no formal, en realidad me sorprendió que fuera tan bajito, más bien regordete, aunque no desmerecía un ápice lo angustioso de su presencia. Se me nublaron los ojos por un momento, a punto estuve de echarme a llorar de puro nervio, y el muy sensato siguió sin contestar. No sabría decir si todavía seguía buscándome, intentando diferenciarme del paisaje. Vi venir un ataque de los fuertes, de los que le doblan a uno, y casi cumplo con mi amenaza de salir de allí corriendo, sin más, pero el gran hombre me sometió con una sola palabra, tal y como le había pedido, aunque más supuso una breve desilusión que el asombro ante lo que esperaba como una muestra absoluta de su genio.

Café.

¿Café? No abrí la boca, claro. Qué vulgar, qué prosaico, ¿o no? O de tan vulgar, de tan sencillo daba la vuelta y se convertía en algo absoluto y magistral, un nuevo estándar de la conversación y del pensamiento introspectivo… Sopesé todas las opciones, pero no pude evitar cierta desazón. ¿Había yo errado mi juicio para con el personaje dejándome embelesar por una escritura que parecía real salvo en lo importante?

Café, joven, ahora, usted y yo, conozco una buena cafetería cercana que no nos sacará los ojos.

Y acepté con una gran sonrisa repleta de mis más profundas ansiedades. No fui yo, no hay ni que decirlo, quien respondió fue esa parte de mi cerebro que, aun y a pesar de los peores temores, casi siempre está dispuesta a saltar y decir que sí, incoherente, inconclusa, involucionada, la madre de todos los desastres a priori. Cómo no haber pensado en eso antes. ¿Es que este ser ambiguo y sacado de sus propias novelas bebe café? Lo beberá, puede que si no pida un buen vaso de sangre; quizá esa cafetería especial lo sirva. Qué más da que no sea inmortal, si puedo tener la oportunidad de pasar unos minutos con él. Se puso andar sin más, por delante de mí, sin esperar gesto o respuesta.

Seguimos así, maestro y discípulo peripatéticos, hasta salir del parque, sin que en ningún momento se girará a comprobar que quien efectivamente le seguía era yo. ¿Qué le iba a decir? ¿De qué hablaríamos? En qué momento… Quedaré como un idiota, me decía, tendré suerte si aguanta más de cinco minutos conmigo. Dentro de mi castigado valor personal, la idea de que, por culpa de este desliz presuntuoso que acababa de tener, pudiera terminar siendo vilipendiado en alguno de los libros futuros del altísimo autor, me torturaba hasta la nausea. Me convertiría en un personaje borroso y malsano, me haría famoso de la forma más retorcida posible. Quizá fuera mejor dejarlo, alejarme de allí corriendo, o sin correr, daba lo mismo, el hombre ilustre no se daría cuenta, todo parecía resbalar a medio metro de él, incluso el suelo. ¿Sus huellas sobre el barro? Sí, ahí estaban, era una alivio ver qué efectivamente vivía, pero al mismo tiempo me deshacía los intestinos poco a poco pensar en cómo podría mantener entretenido a ese hombre genial, plagado de imaginaciones múltiples y personalidades de los más vistosos colores. No pensé en volver al trabajo ni por un momento.

¿Y de qué querría usted hablar, joven? No lo sé… ¿No lo sabe o no lo quiere decir? Puede que las dos cosas. Diga algo entonces, lo que sea. Para mi tranquilidad, aunque con cierta desazón, el ilustre se pidió un café con leche y vertió en él la mitad de un sobre de azúcar, sin más, todo muy humano. Me miraba enfundado en su abrigo marrón oscuro, clavándome sus ojos achatados directamente en las córneas, como si supiera que no había mucho más allí debajo y estuviera divirtiéndose jugando con mi vacío particular. Removía el café lentamente, llevaba ya un rato haciéndolo. ¿Y bien? Va a hablar o nos tenemos que tomar estos cafés comiéndonos los ojos.

Timidamente. ¿Es usted… usted? Quiero decir, es usted tal y como es, o se presenta, o no hay nada de verdad en lo que escribe. La eterna pregunta, verdad, ¿joven? No le culpo, no se asuste, no voy a salir volando, no todavía, aún me queda un poco confianza en usted. Soy yo tanto como no lo soy, ¿qué le parece esta estupidez? Qué poco propia de mí, pensará, y está en lo cierto. No es así, yo soy como soy en mis libros, o como al menos son esos personajes que se me asemejan y que me invaden, poco a poco, enturbiándome la realidad según avanzan los años. Quiero decir que sí, soy yo, pero no siempre, uno no puede estar siempre dejándose llevar por la locura y la ganancia de la demencia controlada, hay que prosperar, hay que vivir, hay que escribir algunos años para quien no volverá a leerle. ¿Es que hay mucha gente que no ha vuelto a leerle? No lo sé, esos me han importado siempre muy poco, pero si que hay quien me odia. Sí, conozco algunos, y aproveché para dar un sorbo al café, viendo que su mirada se perdía en una mujer, rubia, de una edad similar a la suya, vestida elegantemente y que tomaba un té con un hombre trajeado y de peinado impoluto. Creo que se equivocan al odiarle, creo que no es más que envidia. ¿Envidia? Recuperé su atención. Envidia de lo que usted es capaz de hacer. ¿Y qué soy capaz de hacer? Pues, eso… —estaba acorralado, y lo había hecho yo solito, todo por intentar halagar al inhalagable—, que pocos pueden hacer lo que usted, desdoblarse de esa manera, crear sin complejos, y dotar a una historia de verdadera imaginación. Interesante. Y lo dijo con aparente sinceridad, me brillaron hasta los párpados. ¿A qué se refiere con verdadera imaginación? Le diré que ha sobrepasado usted los cinco minutos y creo que llegaremos a los quince, no tengo más. Siga, a qué se refiere con eso de la imaginación. A qué la imaginación desbordada, porque sí, la que crea un planeta de la nada, con sus nuevos seres de goma, fauna y flora de lo más asombroso, y hasta formas de gobierno  y relación impensables, no siempre es verdadera. Y lo que es más importante, es, casi siempre, la más fácil. Si le digo la verdad, no le he entendido nada. Y tenía razón, no había explicado nada con aquello, era la prueba rotunda del berenjenal en el que me había metido, y los minutos se acercaban a los quince y quedaría yo como un absoluto incongruente. Tiene razón, intentaré explicarlo mejor. Me refiero a sus historias como poseedoras de una imaginación verdadera, porque toman lo común, lo habitual, y lo transforman en algo totalmente increíble de total credibilidad. Lo difícil no es crear mundos, lo difícil es renovar el mundo que conocemos, hacer que lo veamos con una perspectiva totalmente nueva. Digamos que es una especie de imaginación contenida, aunque desbordada y sublime.

No dijo nada, y en su expresión no vi nada que indicara que consentía o que rabiaba de indignación por dentro. Paró de nuevo su mirada en la gran avenida que abría al final de la pequeña bocacalle en la que nos encontrábamos, sobre una mesa de metal, y entrecerró los ojos como forzando. Yo también invento mundos, países al menos, islas, ¿qué tiene que decir a eso? ¿Le parece mal acaso? No, por supuesto que no, como no me parecen mal algunos autores fantásticos; aquí su gesto se torció de forma evidente, aunque no llegó a intervenir. Lo que digo es que usted es capaz de crear un país que se parece a un país real, pero que no lo es, aunque al final pueda resultar que sí lo es, por sus calles y sus cafés, pero que siempre acabará siendo otro distinto, más nuevo, menos tangible, una realidad tan cercana como alejada de las vivencias que uno haya podido tener en el citado no país. Es una auténtica realidad inventada y confusa. ¿Me explico? Sorprendente bien en esta ocasión, aunque no lo comparto. La imaginación es una vía, la clave es la escritura. Sobrestima la imaginación, es la escritura la que define si una realidad se desdobla o simplemente se vacía; si contamos la historias de forma lineal o si decidimos contarlas con la suficiente flexibilidad para que se conviertan en otra cosa, más viva, menos sujeta a normas y a recuerdos. Estoy de acuerdo con usted en que imaginar por recordar tiene poco sentido, o solía tener poco sentido, pero nadie está libre de su memoria, ni el más excelso inventor de realidades cercanas.

Estoy totalmente de acuerdo con usted. ¿De acuerdo en qué, si puede saberse? El comentario se produjo con una repentina carga de ira que me hizo enmudecer unos segundos. De acuerdo en que la imaginación no es más que un mecanismo; todo el mundo imagina, hasta el más limitado de los hombres, muchos son capaces de contarlo, algunos hasta de escribirlo, sólo unos pocos, muy pocos, de hacerlo con verdadera maestría. Pareció calmarse, pasé la prueba, me hubiera podido golpear si no llego a tener ese repentino ataque de lucidez, aunque no volvió a apartar la mirada de mí en todo lo que estuvimos delante de las tazas vacías, sabía que no me quedaba mucho bajo aquella presencia enorme, pero empezaba a pagar el esfuerzo de tenerle delante. ¿Le gustan mis libros? ¿No es evidente? No. ¿Le gustan mis libros o no? Sí, me gustan sus libros, le considero uno de los pocos grandes que nos quedan. Coincido con usted en que la literatura debe tener algo más, aunque no siempre alcance a entender mucho de sus postulados. Coincide usted, entonces, en parte, ¿no es así? Preguntó, sin pestañear. Será así. Si coincide en parte, entonces me entiende usted en parte. Puede ser. Sabe que eso no me vale, ¿verdad? ¿No le vale? Sí, no me vale como lector, debe preocuparse en entenderlo todo, aún a riesgo de no leer mis libros. Entendí lo que quería decir, pero no me atreví a decir nada. Sí que leía a otros autores como él, o parecidos en su genial distrofía creadora, y esos autores, muchos de ellos, los conocí a través de sus libros, y con ellos aprendí a entenderle aún más, pero no era él, no era capaz de ser él en todas las situaciones. No soy usted, dije finalmente, armado de valor, refugiándome un poco más en mi abrigo, sobre la silla de metal.

Bravo. Sonrió, casi puedo decir que tuve un ataque de felicidad en medio de aquella conversación tan cargada, tan difícil para mí. Le entiendo, continuó, y comprendo y comparto que es un lector como otro cualquiera, sólo le estoy pidiendo más compromiso con la causa. Y conocía su causa, es cierto. ¿Sabe a que causa me refiero? Contestar me llevaría posiblemente a tener que dar una explicación nada segura al respecto, pero peor sería no decir nada. ¿De qué tiene miedo? De meter la pata, de cagarla, dicho simple y llanamente. Eso no tiene sentido, en el punto en el que estamos, no meterá usted la pata, ha sobrepasado esa línea, y ha conseguido interesarme, no siempre se encuentra uno con un lector más o menos comprometido, aunque no sepa bien con qué. Sabe que, cuando me ha hablado usted esta mañana, mi primera idea ha sido entrevistarle brevemente y, si resultaba como yo había pensado que sería, convertirle cruelmente en un personaje insulso y de humanidad despreciable en alguno de mis próximos libros, si los hubiera. Así que eso es cierto… Podría serlo, o podría ser un miedo tan extendido entre mis lectores, que me dedico a cultivar en sus terrores este entretenimiento particular. Estoy tan loco como parezco, aunque a mí el loco me parece usted. No estoy loco, se lo aseguro, débil quizá, quebradizo. Loco, confíe en mí, si se ha decidido a hablarme es porque algo hay en usted que tira a la locura, y sólo los locos aman la locura; los cuerdos la toman como algo exótico, como un divertimento, un número de circo que les gusta tener cerca de vez en cuando, pero los locos necesitamos de ella, comer de ella, beber de ella, imaginar con ella, porque si no no sabríamos que hacer con el resto de nuestras vidas. ¿Eso es lo que usted siente? ¿Sentir? No me ofenda, joven, esto es más una cuestión de técnica, de locura aplicada, eso es lo que yo pretendo. La locura no se siente, se mastica.

Asentí sutilmente con la cabeza, harto de soportar su mirada inmóvil. Bien, después de esta soberana tontería, y viendo que hay ya poco de lo que no hayamos hablado, me despido. Si quiere, puede dejar de leer mis libros, pero no se aleja de la causa, la causa es lo más importante, ¿me oye? Sí, contesté timidamente. Dígamelo con fuerza, suéltelo como si esto fueran las fuerzas armadas, no haga que me vuelva por donde he venido para tener que olvidar toda esta conversación, hasta ahora, más interesante de lo que había esperado. Sí, respondí con fuerza, casi cuadrándome delante de él, tomando el tono más marcial que pude encontrar entre las cumbres de mi ensimismamiento.

Me dio la mano, como si hubiéramos cerrado un trato, mirándome con firmeza; no dijo nada, pero en mi cabeza resonaron unas palabas con su voz:  la causa, sea fiel a la causa. Se alejó de allí caminando con cierta premura, hacia la calle Alcalá, la gran avenida que se abría al final de la pequeña bocacalle en la que nos habíamos sentado a tomar ese café, su santidad de la escritura metamórfica y yo, que bien podría haberme escapado entonces y no haber vuelto jamás a ser el mismo.

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