Reencuentro

por Con Tongoy

Se cruzó con él por casualidad, en una calle cualquiera, un día de lluvia más, nunca imaginó que lo encontraría por aquellos vacíos. No era un hombre que encajara con todo aquello. O eso había creído.

Hace mucho tiempo que se conocieron, fruto del azar de una educación compartida, sembrada en colegios de curas y una vida algo más que bien avenida. Era él, entonces, todo lo que no se esperaba de su vida: un artista, un bohemio empeñado en destacar y en explorar los límites de lo convencional o estrambótico, según se mirara. Un inconformista, en resumen, aunque de corte tranquilo, sin los excesos de la rebeldía violenta de otros; en su caso, la religión y la influencia familiar habían calado más hondo, y su camino, aunque retorcido, siempre se mantuvo en los límites de la corrección política y familiar. Un buen chico, que diría la mayoría, y un ejemplo en muchos aspectos, a pesar de su condición  de “especial”. Actor a tiempo completo, humorista de clase y pasillo, un idealista en el que todos veían aquello que pudieran llegar a ser, si se atrevieran a desbarrar como el lo hacía. Y en su condición de envidiado, guardó siempre una arrogancia natural que se expresaba en una condescendencia, irresistible para algunos, insoportable para otros. Carismático y luminoso, había sido, a pesar de todo, un personaje único.

Al verle pasar se dio cuenta del tiempo que hacía que ni siquiera pensaba en él. Le costó reconocerle, no se esperaba encontrarle así; cuando aún tenía razones para pensar en su vida, siempre le vio como un triunfador, como un ser distinto, agraciado con dones muy lejos del alcance de la mayoría. Casi le dolió aquella imagen. En este mundo de nuevas tecnologías es difícil perder el contacto por completo, ni aunque uno se lo proponga. Con él, el vacío había sido total, casi quince años sin noticia alguna. Eso bien podía haber supuesto su entrada en otros mundos, intocables para la mayoría oficinista y atocinada, su fiel culminación de un brillante destino. Quizá por eso le sorprendió aún más aquel encuentro, su imagen depauperada, deforme de su pasado, el gris que abrigaba toda su figura. Su antigua energía, la risa y el encanto que siempre le acompañaron se habían desvanecido, el viejo rastro de la seducción se había perdido por completo. Todo en él revelaba una especie de derrota: su traje, mal tallado, de un gris aún más oscuro que su propia figura; las canas, demasiado tempranas y abundantes; sus zapatos, sucios, cargados de pasos, reforzaban la sensación de cansancio o asfixia vital; y la cartera que portaba, de viejo, una cartera que no le correspondía en absoluto, terminaba por ensalzar esos aires de total decepción que le produjo aquella visión.

Sintió pena, una pena casi dolorosa, y una honda decepción, decepción por una persona que parecía haberlo perdido todo. También sintió la rabia, rabia por ver como alguien desaprovechó los talentos y oportunidades que se le habían dado, dejándose atrapar, como uno más. De esa rabia brotó la picadura de una deshonrosa, pero humana satisfacción, ante la verdad de unos tiempos feroces que no salvan a nadie, ni siquiera a quien nació para otras cosas. Fue un consuelo efímero…

Le había imaginado muy lejos y le veía ahora tan cerca, tan rematadamente próximo, que la idea casi le hacía reír. Su mirada, esquiva, nerviosa, fija en sus pies de andares tímidos, sigilosos, destruía toda impresión del pasado. Todos en la misma rueda, todos acabamos igual, pensó, mientras veía alejarse a su antiguo compañero. En otros tiempos quizá se hubiera parado, quizá le hubiera preguntado, pero no ahora, no, sobre todo, viéndolo así, sumergido en la misma indolencia. Antes se hubiera parado a saludar a cualquiera, pero ya no, a pocos les gustaba hablar de su vida; el tiempo, la responsabilidad que con él trasiega las viejas emociones, les había convertido a todos en completos extraños. Dejó que se alejara. Le siguió con la vista hasta el final de la calle, inmerso en esa impresión general de derrota. Todas las bromas, las actuaciones prematuramente gloriosas, los tiempos del éxito de un personaje especial se habían perdido, habían sido pisoteados por una vida pautada que rara vez deja que alguien escape intacto. No, no había satisfacción en aquello, ni rabia, ninguno merecía este despropósito, la total ruina de la esperanza. Sólo había pena, pena y nostalgia por las oportunidades perdidas, por los riesgos rechazados en pos de la promesa de una existencia fácil.

¿Cómo sería su vida? ¿Pensaría en aquello con la misma desesperanza? ¿Sería consciente del fracaso, de la pérdida? No había satisfacción en sus pasos. No vio brillo ninguno en sus ojos, no había más arrogancia, ni rastro del ímpetu de su juventud. ¿Le habría visto él? ¿Le reconocería? ¿Habría pensado lo mismo al verle? La suerte es que nadie esperó mucho de mí, pensó, quizá yo sí que estoy dónde me tocaba, no hay decepción en mi mediocridad, para nadie. La mediocridad es lo que nos toca, es la felicidad de la vida moderna: ser mediocre te libra de los pecados y peligros del que se atreve a destacar.

¬–¿Vienes?
¬–Sí, perdona, es que he creído ver a un antiguo compañero.
–¿De la universidad? Te has quedado un poco atrapado.
–No era nadie, sólo alguien que se le parecía un poco.

Volvió al trabajo, no tuvo que pensar mucho más en aquello para olvidarlo. Sin embargo, la sensación de soledad que le causó su encuentro permaneció durante días, agobiándole, enfangándole el sueño y haciendo de su camino un asunto aún más pesado. No hay futuro, pensó un día cualquiera, meses más tarde, antes de irse a dormir, nunca hubo futuro para nadie.

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