Anduvo perdido bajando de sus montes
por el verano copados,
mientras él sol, de camino al río
en sus sombras, acompañaba
sus pasos a la espalda.
Bajaba, serpenteando con el vientre
de la tierra fresca, hoyando
la recia hierba de la alta pradera,
y en su caminar no había
más inquietudes que las del canto
seco de la chicharra
y el crujir de las ramas cedidas
al invierno pasado.
Cerca de las cunas del cielo,
donde el agua clara
corre a encontrar los pies
del presente hipnotizado,
se encontró de nuevo pensando,
buscando en sus manos
hinchadas del día azul
una razón para alejarse
de los edenes que, en cada
giro, el salpicar de las vetustas
rocas le procuraba.
El corazón como parado;
los colores abrumando la fina
mirada olvidada en el gris;
sus oídos pasmados al son
de atávicas melodías casi perdidas;
y la mente, esteta de los poliedros,
hurgando en los pontones
que unían su memoria,
finita y rala,
con los sentidos que, de la sangre
en su correr,
nutren enteras las vidas,
asoman ufanos entre
asfaltos, rutinas, mentiras,
angustiosas perennes baladronadas
del diario aherrojado,
pasándolo por tenerías,
exprimiendo el albayalde.
Entero y sencillo bajó
de las siete cimas del mundo,
solazando a los poetas que,
al verlo pasar,
escribieron sus versos en la piedra.
Convencido y humilde bajó
de sus siete cimas del mundo,
dispuesto a portar consigo las paces
de la montaña y el río,
dispuesto a no dejarse recuperar
por lo que del hombre,
olvidó del tiempo y del mundo,
en sus agónicas ciudades se cuece.
Sencillo prefirió dormir,
sencillos fluyeron sus sueños
del verano a la noche,
sencillos fluyeron
de la cima al valle.