Ofender a todos los que se ofenden,
sigilosos como ciervos,
pero gritando como gusanos.
Ofender a la mujer y al hombre,
al blanco, al negro y al chino;
al indio y al polinesio;
a la rubia y a don perfecto ciclado;
a su madre, a su padre y a su hermano.
Ofender a los niños
para que aprendan sus mayores.
Ofender al político y al empresario,
al parlamento y al senado;
al nacionalista y a los patriotas;
a sus himnos y a sus banderas;
ofender a la alcaldesa y al presidente ignaro.
Ofender al corrupto y al vago,
al maricón y a la puta,
al retrógrado y al hijo de puta,
al hetero carcomido y encerrado.
Ofender a los bisexuales y poliamorosos;
al soltero y al casado;
al progre y al facha desenterrado.
Ofender a los grupos armados y a las masas larvadas;
a la feminista y al machote;
a la feminazi y al machirulo.
Ofender al culto y al ignorante,
a los idiotas de twitter y a los idiotas por twitter,
ofender a los amigos y a los enemigos.
Ofender al youtuber y al influencer,
al millenial, al de la X, la Y, y al de la Z.
Ofender al religioso y al ateo;
al inquisidor y al blasfemo;
ofender al papa, al imán,
al brahmán y al santón,
al rabino y a todos los budas reencarnados.
Ofender, por encima de todo,
a los reyes, princesas y duques,
a esos sus divinos dioses omnipotentados.
Ofendernos a todos como con rabia,
como vacuna ante tanta ignorancia ulcerosa.
Ofendernos cuando estemos entre familia y amigos.
Ofendernos a todos, a nosotros los primeros, a diario,
¡y aprender a reírnos hasta de nuestros muertos!
(O no olvidar, al menos,
que no somos enemigos,
solo pensamos distinto)