Ya lo dijo Benito Pérez Galdós, “en España nunca hemos sabido tratar a nuestros ilustres”, bien lo supo él. ¿Dónde están, si no, los huesos de Miguel de Cervantes? ¿Velázquez? ¿Quevedo? ¿Dónde los de Blas de Lezo? No ha sido hasta hace una semana, casi trescientos años más tarde, que se le ha dedicado una estatua en Madrid. Cuántos de nuestros más insignes artistas, escritores, soldados, músicos, poetas y pensadores han muerto de forma ignominiosa, olvidados en una cárcel infame y fría, abrasados en la hoguera, abandonados a su fortuna en la más absoluta miseria… Tumbas de plata tendimos a quién sólo vivió para sí, fosos de barro y hielo dejamos para quién nos dio belleza, progreso o ciencia.
No, en España no hemos sabido tratar a nuestros ilustres. Nos hemos cebado, sin embargo, en alabar a reyes sinvergüenzas, aristócratas traidores y piratas, dictadores ridículos y políticos de la más baja ralea. Encontramos santos hasta en los palacios más lujosos y en las ideologías más injustas, levantamos estatuas a los gobernantes que nos defenestraron, pero somos incapaces de señalar dónde descansan los restos de Cervantes, Velázquez o Quevedo. ¿Dónde estaría hoy el de Strattford de haber nacido en Cuenca?
Mientras, seguimos encumbrando la ignorancia de banqueros cuyo único logro fue deshumanizar un poco más este mundo. No hemos aprendido nada de nuestra historia, nada, y nos volvemos a complacer en elevar a los altares de la humanidad a una duquesa de vida frívola y disipada, sin más logros que su propia complacencia. Luego vendrán las calles y la estatuas. No, no es una alegría la muerte de nadie, pero tampoco lo es ver como nos hundimos en la vulgaridad, haciendo de la riqueza sagrado y último motivo de mérito y alabanza.
Y seguirán muriendo nuestros músicos, nuestros pintores y filósofos, seguirán creciéndonos los caraduras, los nobles de injustas fortunas, los reyes de ascendencia vergonzosa… Volveremos a levantar sus estatuas de oro, perenne recuerdo de la ignorancia que nos ha atenazado durante siglos.