No tengas miedo,
volar va de saltar primero,
de colgarse al aire
aunque pierdas pie y la rama, floja,
tiemble como tiemblas tú,
antes de despegarte…
No tengas miedo,
aprendiste a nadar,
a mojarte,
hasta la última grieta del hielo
que cuando vives
cruje al pendular
en cada decisión ferminióca.
Despertar y mirar,
que la hierba es siempre azul
y los caminos de piedra blanca,
dúctil roca fantástica,
maleable,
creándose bajo los pasos,
sendas de lo hecho,
de lo bueno y de lo malo,
de lo que eres
y de lo que tocas.
No tengas miedo,
que es de fallar,
de sufrir,
de cortar una vena y verla sangrar,
meses,
dejarse quemar por el hielo y la sal;
es amar,
como si abriéramos de nuevo el fuego seco,
y quemarse,
y embadunarse con la ceniza
de lo que dejamos atrás;
es pasar, cuestión de empaparse
en las aguas, todas:
las que devuelven las estrellas,
las que refleja la tierra,
para ti;
para que no tengas miedo;
se trata de encalabrinarse,
casi sin mirar,
que para eso nos colgamos,
locos del techo,
dados la vuelta,
para encontrar nuevas formas
de ver y de vernos,
para dar la vuelta al mundo
y a las cosas que hacemos,
y a los ojos,
y las manos
que cuando se las deja
son más rabiosas
y casi siempre encuentran
lo que todos buscamos…
Se trata de no dejarse pasar,
así, como cualquier aire,
florecer y alumbrarse,
situarse sin miedo
en el caos de la vida:
se trata de remirarse,
retorcerse,
resaberse,
sin más principio que el hallarse
entre la suma y la pérdida,
a pesar de todos los finales.