Ya no te acordabas de lo que eran esas noches,
esas que tenían fin preceptivo,
que no se juntaban, necesariamente, con el día.
Las ves hoy pasar, en un camino que no cogías
desde hace mucho tiempo;
sagrados búhos, santos recipientes del supurar de los bares,
última oportunidad del joven o el desempleado;
o del borracho sin dirección;
o de cualquiera que desertó antes de lo pactado,
cómo te ves, en ellos, y en ellas,
o en ellas con ellos, tirados en un asiento,
guiñapos entrelazados, riendo,
sin preocuparse mucho de lo que mañana,
la vida, en una resaca más, nos quitaría.
Es como entonces, que no hace tanto,
solturas de juventud, finezas de la cogorza,
cómo eran el dominio de las últimas balas,
de los primeros vómitos,
de las ganas de dejarse vencer por la arena,
pesadísima en los párpados.
Cómo somos, iguales, a pesar del grueso
fundirse del tiempo, tal cual sus caras,
su conversación lamida por el lento
deslizarse de un lengua perezosa;
y los besos, igual de apasionados que perdidos,
quien se besa así, a última hora (o a primera),
lo tiene todo hecho, ganará siempre.
«¡Eres un crack, tío, mañana te invito a unas cañas!»
Les oyes decir, conquistadores del verbo
cuando ni sus manos recordarán el frío.
No te acordabas de lo que eran las noches
gloriosas, preciosas en sus espacios vacíos,
ya no te acordabas lo que era disfrutar
de todo como un privilegio,
como el tesoro recién descubierto.
El tiempo no pasa en Madrid,
todos seguimos,
sólo cambian las noches,
que nos van dejando atrás,
entregándonos al día,
entregándonos al día.