La música me alimenta,
es la lluvia,
el mar,
el barro del que naciste,
la música es óvulo,
es melodía de semen,
es sexo desenfrenado,
sin barreras ni control,
es comerle los genitales
a lo que sea que tú quieras,
que tengas delante,
que exista,
que tenga genitales.
Música es entender
que todo lo que hace falta
es aprender a disfrutar,
la hostia,
y que disfrutar
no es más que sorber
el sabor en cada pliegue,
en cada articulación,
falange que vibra,
codo que cruje,
rodilla que tiembla,
sobaco que huele,
piernas que saben,
encrucijadas que brillan de rosa
y se brotan
con todos los aromas,
con todo el amor de la tierra;
¡que no somos más que tierra,
tierra húmeda,
tierra elevada,
tierra con música!
Dios no existe,
pero sí la música,
y el espectáculo
de sentirlo todo
aunque se apague el mundo,
aunque se acabe la piel,
cerremos los ojos
y todo lo que quede
no sea más que eso,
un suave ulular,
un arco sobre una cuerda de chelo,
una voz ronca sobre espumas de punk,
una punzada de luz a medio tono,
la última de las partículas diciendo adiós,
desprendiéndose de la última de su piedras,
y haciéndolo cantando,
gutural y estallando,
en la más oscura y blanca,
brillante y negra
gaita de las emanaciones.
Cantad, hijas de puta,
cantad como si no hubieran futuros,
cacaread lo que sepáis,
que siempre nos quedó la música,
que siempre habrá metales,
y maderas,
y vientos,
y pieles ungidas de gloria
que nos devuelvan a la vida.
Siempre podremos volver
y cantar,
recordar que una vez,
al menos una puta vez,
cantamos,
estuvimos vivos.