Las manos de mi madre
son las primeras en levantarse
y las primeras en mojarse,
son las manos que ven despertar
la luz tras los cristales del día.
Las manos de mi madre
son las manos que veo en las mías,
estrechas, largas de azules fronteras,
fáciles de ver, simples de trazar,
nudos flexibles de tiempo
en la suavidad preservada,
de la dulzura antigua empedradas.
Las manos de mi madre
son las manos que veo cuando se apagan
insensibles las luces del día,
son la piel que me calma
cuando todo colapsa y, fuera, tras los cristales
arrecian los gritos del viento.
Las manos de mi madre
son la primera cosa que veo
al descolgarme de su sonrisa,
son el tránsito tranquilo
de una entrega inexplicada,
de un corazón impagable,
de una vida entregada.
Las manos de mi madre
huelen a carne y a pan,
saben al mismo color que puebla
como una sombra cálida y calma
las veredas de mis recuerdos
al llamar de los codos del hambre.
Las manos de mi madre
son tanto refugio como fin,
son hoguera y son bosque,
son noche y son sueño,
son caricia y lección,
medida que en el mundo,
en los primeros días del mundo,
los dioses le pusieron a la vida
en sus radiaciones de fondo.
Las manos de mi madre
son las mismas manos que veo
cuando las mías se agarrotan,
son las manos que veo
cada vez que creo haber perdido el rumbo,
el corazón, el pie o las razones;
son del silencio una voz,
del ruido una paz,
son el calor que siento cuando nada hay,
pero en ellas todo siempre me queda.
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