Estúpida

por M.Bardulia
Relato corto en Bardulias: Estúpida

—Nunca he vuelto a ver un amanecer como ese, enfrentada a la traición de la muerte temprana. A pesar del dolor y del cansancio, fue como verlo por primera vez.

—¿Por qué me cuentas esto?

—Porque quiero que lo sepas, quiero lo veas tú también. Ese amanecer, un amanecer pintado de muerte.

—¿De qué coño estás hablando? ¿Por qué me cuentas esto? Tú estás mal de la cabeza.

—Puede. Supongo que sólo quiero que llegues a sentir algo parecido a lo que sentí yo entonces. Que llegues a entender.

—Y lo entiendo, créeme, mejor de lo que piensas, pero creo que te equivocas con esto.

—¿Crees que voy a matarte?

Él no contestó, se retorcía en silencio sobre la hamaca de terraza en la que estaba atado; casi ni se enteró del pinchazo, había sido muy rápida. Ella miraba al horizonte, atravesando la barandilla de la terraza del ático que fuera la casa familiar durante más de treinta años.

—¿Y si decido matarte?

—Irás a la cárcel. No hagas tonterías, no seas estúpida.

—Estúpida… ¿Eso crees?

Por primera vez en toda la conversación, dejó que asomara en su voz algo de la rabia acumulada durante meses.

—No digo que seas estúpida, digo que estás a punto de cometer una estupidez.

José Ignacio reculó y suavizó sus palabras, lo último que quería era provocarla. Ella le devolvió una mirada sonriente, casi se podía decir que estaba feliz, contenta de estar allí.

—Yo no, José Ignacio, yo no voy a cometer ninguna estupidez. La estupidez la cometiste tú hace meses, el día en que decidiste traicionar a mi padre. El día en que acabaste con todo lo que le importaba en la vida. El mismo día en que le mataste.

—Yo no mate a tu padre, Águeda, y lo sabes.

—Tu mataste a mi padre, y por el camino te llevaste todo lo que era suyo. Y casi acabas con todos nosotros en tu miserable avaricia.

Nunca supo realmente cómo era Águeda, la tercera hija del que había sido su socio durante dieciséis años, hasta hacía unas semanas. Para él siempre había sido la niña reservada, la aplicada estudiante de medicina. Que le llamara precisamente ella fue toda una sorpresa. Quizá por eso aceptó. Y se dejó engatusar desde la primera cita. Primero, con su propuesta de paz y la falsa voluntad de acuerdo con su familia; después con su flirteo y una noche de hotel juntos absolutamente convincente. Me ha perdido mi polla, se decía a sí mismo.  Cómo no sospechó de aquel acercamiento… Cómo llegó a creerse que la hija de su antiguo socio, al que había arruinado la vida, de forma fría y bien calculada, podía estar interesada en él…

—¿Qué coño buscas Águeda? ¿Qué puta mierda quieres de mí?

—No lo tengo claro, la verdad. Busco venganza, busco justicia… Busco encontrarme otro amanecer como aquel…

—¿Y qué puedo hacer yo para que lo encuentres? Ya te he dicho que te daré lo que quieras, dinero, la empresa… ¡Todo!

—No, no es una cuestión de dinero. Hace mucho tiempo que el dinero ya no me importa.

—¿Y qué cojones es lo que te importa?

—Me interesa la muerte, casi siempre la mía —continuó, sin inmutarse ante el creciente nerviosismo de su acompañante—. Después de lo de mi padre, mi madre se volvió medio loca, aún lo está, no creo que nunca se recupere. ¿Tiene sentido vivir así, totalmente perdida? Me diste una razón, me diste, sin darte cuenta, sin pretenderlo, un momento precioso, único; comprendí.

Hizo un pausa para mirarle. Volvió a sonreír:

—El día en que mi padre murió, me refugié aquí. Pasé toda la noche en vela, esperando, no sé a qué. Me quedé hasta que vi amanecer. No sé si fue el cóctel de pastillas que llevaba encima o la rabia y la pena que sentía, o el frío, o una mezcla de todos ellos, pero en el extremo de la pena más profunda, contemplé ese amanecer, como salido de otro planeta. Me puse a llorar. Lloré todo lo que no había llorado ese día. Sola, aquí, en la terraza. Lloré y grité hasta que me reventó la garganta.

—Escucha, Águeda, entiendo que la pérdida fue muy fuerte, que todo ocurrió repentinamente, y lo siento mucho, de verdad, pero yo no maté a tu padre.

Ella apretó sus dientes con fuerza. Las lágrimas asomaron en sus ojos y tomaron un brillo extraño en la tenue claridad que empezaba a iluminar la terraza.

—Yo no maté a tu padre, Águeda —repitió, en un tono suave, casi familiar.

—Tú no mataste a mi padre, José, tú traicionaste a mi padre –sus palabras brotaban tintadas de una evidente  y profunda tristeza—, le robaste todo lo que tenía, todo lo que él había construido y que había compartido contigo, y te largaste, sin más. Tú, José Ignacio, le provocaste el mayor sufrimiento de su vida, un sufrimiento que no pudo aguantar. No, tu no mataste a mi padre, tu nos mataste a todos: a mí, a mi madre, a mis hermanos… ¡A todos, me oyes, a todos!

—¿Qué vas a hacer conmigo entonces?

—Está amaneciendo.

—¿Qué vas a hacer conmigo? ¡Dime, Águeda, por Dios! —gritó, forcejeando histérico con las cuerdas.

Águeda no dijo nada, se levantó y se dirigió hacia el interior de la casa. José Ignacio se quedó solo, intentando liberarse mientras el sol se hacía evidente tras las montañas de la sierra lejana.

 

No oyó los pasos a su espalda, apenas sintió el escalpelo penetrar en el lado izquierdo de su cuello y deslizarse hacia el otro extremo, con la suavidad y el pulso de una mano experta.

Era una sensación extraña. Se ahogaba, podía sentir la sangre borbotar en su cuello en cada espiración, pero esa primera luz del día, aún cautiva de su propia debilidad, le provocaba una obscena sensación de calma. Sin aire, en su última exhalación, se perdió en la belleza de su último amanecer; un amanecer pintado de muerte: la suya.

 

 

Imagen por: ElaineSelene

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