Escribir de forma medianamente correcta es hoy un acto revolucionario. Revolucionario por lo valiente, ante los patronos de la irracionalidad que hoy gritan cada vez que se les recuerda la utilidad, y efectividad, de una frase mejor escrita. Revolucionario, también, por lo que tiene de transgresor y único, de contracultural, aunque suene paradójico. Casi nadie se preocupa hoy de si esta tilde aquí, este verbo allá o, muchísimo menos, de si esta coma o este punto y coma deberían ponerse aquí o en detrás, delante o ni siquiera aparecer. Es una pena. Una tristeza que huele a un mal futuro. Huele a adocenamiento, a masa ignorante, a la pereza del falto y de la falta. Apesta a una ausencia terrible de lecturas y a la pérdida casi absoluta de una capacidad indispensable desde siempre, pero quizá más necesaria que nunca hoy en día, dada la avalancha de información y contenidos a la que estamos sujetos, como es la del pensamiento crítico. Sin ortografía ni gramática, sin el cuidado por estas, su entendimiento y su respeto, nuestra capacidad crítica, esa que nos permite, por encima de todo, poder dudar, dudar como sistema de defensa, cuestionar como salvavidas y último recurso para sobrevivir, se ve reducida de forma dramática a una versión fina, muy fina, finísima, casi transparente, un mecanismo depauperado y falto de efectivos, incapaz de enfrentarse a la más nimia o pueril de las amenazas.
Si yo leo, libros, textos, libros con carácter y con espejo, escucho voces con carne, dientes y sangre, letras que cumplen y que evisceran, que hacen pensar e inflaman por lo contrario y lo salvaje, si yo no me sumerjo en la ortografía, en las gramáticas exóticas como debo, como debiera, es imposible que luego pueda aprender a distinguir las trampas que se nos tienden en las retóricas, las escritas, por supuesto, pero también las habladas, e incluso las que se traman en comunicaciones más visuales.
Es la ortografía una herramienta que da belleza si se sabe jugar con ella, y que alcanza en la manipulación combinatoria de la gramática, y con ella, la excelsa cualidad de esas verdades que se ocultan, precisamente, tras la belleza verdadera. Si perdemos, por tanto, la ortografía y la gramática, sus virtudes y caminos, perdemos también mucho de la belleza y de la verdad que brinda y despierta. Pero es también la ortografía una maquinaria funcional en manos de quien la usa, escribiendo, hablando, proyectando, y en esa funcionalidad tiene una versión negativa, de manipulación y embelesamiento que hoy, ante las legiones de seres humilladores de la ortografía, toma una importancia que, si bien subrepticia, es capital en los flujos de los condicionamientos globales a los que asistimos impertérritos en nuestra apoplegía digital.
Nunca es igual una palabra que otra. Un tiempo verbal que otro. Cualquiera de nosotros vive condicionado, en muchos momentos supeditado, esclavizado en ocasiones, a los imperativos o infinitivos rotundos y absolutos que le proponen sibilinas las marcas a través de su pantalla, cien veces al día. Todos estamos expuestos a las trampas del lenguaje que, si bien la masa obnubilada y perezosa, no quiere aceptar, emiten mensajes teledirigidos a las áreas más emocionales de nuestro cerebro. Nada es casual en el lenguaje, porque es una entidad viva. Una forma extraña que lleva milenios reproduciéndose, ramificándose y creciendo de forma orgánica, dando forma a ciertas áreas de nuestro cerebro y pensamiento. La letra, la palabra, es la base de nuestro pensamiento y, quizá, una condición fundamental para el surgimiento y construcción de la consciencia.
Animales conscientes. Quizá como todos los animales, pero no todos en el mismo grado. Animales conscientes y pensantes. La palabra. La letra. La última unidad de nuestro pensamiento. Sin nombres las imágenes serían solo, eso, fotografías en un mar de recuerdos sin posibilidad de identificación o norma. ¿Cómo podemos vivir ajenos a las normas que condicionan uno de los elementos fundamentales de nuestra racionalidad? No podemos pensar solo en números, porque hasta los números son una forma de letra. Cuando perdemos la capacidad para modelar a nuestro antojo estas letras, estas palabras, formando frases, párrafos enteros, y hacerlo de forma que cumplan un propósito, no solo perdemos la capacidad para comunicarnos de forma eficiente, perdemos una parte importante de lo nuestra capacidad de raciocinio.
Así, en el desprecio perezoso de unas normas que no son fruto solo de la filigrana y el lucimiento, que no solo sirven para mostrar lo mucho que uno lea o ha estudiado, sino que rugen y construyen, enriquecen, las estructuras básicas de nuestro pensamiento, nos hemos vuelto predecibles. Predecible es manipulable. Manipulable es fácil. Todo suma, y la suma es una cota de ignorancia en la que somos incapaces de vernos, precisamente porque hemos desechado la virtud que antes nos permitía elevarnos por encima del propio lenguaje. Es el lenguaje entonces ese mecanismo ladino, una trampa y una celda, barrotes de metal líquido manejados por quién sí sabe cómo y cuánto cuentan las palabras correctas y justas. Vivimos en la era de la desinformación, porque ante el tsunami de contenidos más grande de la historia del hombre, hemos reaccionado despreciando las únicas herramientas que nos protegían de morir ahogados.
Escribir correctamente no es cuestión de pedantería o gusto, es una necesidad. Al menos, el intentarlo. Y aunque no fuera más que por la sola belleza de lo que uno escribe o dice, sería más que suficiente. ¿O es que hay algún fin mayor que la belleza? La belleza es sinónimo de verdad. Y la verdad es, de todo lo que estamos perdiendo, lo más importante. Y la verdad solo escribe, se habla, se escucha, se comparte a través de las palabras correctamente ensambladas, en su imagen y en su forma.
Y es lo más curioso de todo, que quién desprecia la ortografía, sea por ignorancia involuntaria o declarada, no es quién se ha cansado de ella tras años de estudiarla, de practicarla, de amarla y odiarla a partes iguales, es decir, quién de verdad la conoce y puede llegar a juzgarla. No. El desprecio y el escarnio a la ortografía y a quienes intentan practicarla solo viene de quien nunca ha contado con ella para nada. Solo viene, como decía, de la ignorancia y, lo que es peor, la pereza de los tiempos. La pereza de los tiempos: la pereza del móvil, la pereza de las pantallas, la pereza de las redes sociales, la pereza de enseñar mi cuerpo por necesidad, la pereza de no pararme a escuchar, a leer, a hablar, a simplemente contemplar con no pasa el tiempo; la pereza de no detenerme y ponerme a vivir mi vida como si fuera de verdad parte de ella. Es quien ignora su valor, su color, sus formas delicadas y volubles, casi difusas, quien ignora, en resumen, su poder y por eso se ve presa de ella y de los ellos que la dominan, quien la denigra, critica y martiriza públicamente cada vez que tiene la oportunidad.
El único consuelo, vago e inseguro, pero consuelo, que resta, es que nuestras ideas se construyen sobre una base gramatical y ortográfica imperceptible, pero indeleble. Cuando uno piensa, sin saberlo, escribe casi bien. Sus frases tienen el orden correcto, la voz y el tono, con su sujeto, aunque esté vaya implícito en la reverberación de la memoria; su verbo, en tiempos que el imperfecto que lo escabulle en su cabeza ni siquiera sabría reconocer; su predicado, complejo y macerado, subordinado y compuesto; sus comas, sus tildes, sus riquísimos puntos y comas en cada explicarse lo que el recuerdo no acierta a completar. Bes y uves, ges y jotas, haches y no haches, elles y atávicos parámetros griegos; hay algo que en nosotros se graba, como un sello de lava seca, listo para fundirse cada vez que se activa una línea de pensamiento. y así dar estructura, y dar forma, música, armonía, laberínticas soluciones a muchas de las palabras que, sin querer, expanden nuestras más frontales ideas. La ortografía, las gramáticas, vienen de serie. Se aprenden cuando todo lo que se aprende se funde a plomo. Se aprenden al enseñar, o se aprenden al escuchar, al hablar, al sentir y al dejarse entender. Nadie piensa sin ortografía ni gramática, aunque quiera, porque eso sería pensar de menos. No existen analfabetos mentales, es como si en nuestro cerebro vinieran instalados ciertos programas de inicio, y uno de ellos fuera el del lenguaje y todas sus formas habladas escritas. El problema es que muchos se empeñan en olvidar y arrinconar estos fundamentos imprescindibles, a veces sin culpa, porque el mundo, como conjunto, como apariencia, las niega y empobrece; otras, flagrante ignorancia de tiempo presente, porque deciden que pueden actuar igual, con la misma convicción y la misma capacidad, sin contar con algo que existe, quieran o no, lo nieguen o traten de ridiculizarlo, mucho antes de que ellos llegaran a existir.
Saber y entender, y, sobre todo, poner en práctica, aunque sea de la forma errática en que yo lo hago, todo lo que del lenguaje se hace vivo, útil y bello, no es una cuestión meramente funcional o estética, es una necesidad para nuestro entendimiento y supervivencia como especie. Su pérdida consciente, hoy una realidad más que posible, solo nos ha hecho más débiles, más cobardes, mucho más previsibles y muchísimo menos preparados para un mundo que, apoyado en la tecnología y los datos, solo usa el lenguaje para tratar de controlarnos.
Entregamos, satisfechos y gozosos, la última de nuestras murallas al enemigo, ávido y casi infinito, solo porque prima más la inmediatez y la superficie, que el tiempo y las profundidades que, en la ortografía y la gramática, nos observan insondables. Es el mundo rápido de hoy. El presente que se esfuma en busca de los futuros, el siguiente futuro, el logro siguiente, y el objetivo que vendrá después- Y después otro. No detenerse. No parar. No escuchar. La perspectiva de pararse y pensar, de razonar e intentar crear algo de valor durable y duradero, se ve disuelta en la necesidad de crear algo insustancial y breve, tan breve como el esfuerzo que en ello se pone, en la falsa creencia o sensación de que el flujo me pasará si no por encima y dejaré de ser, dejaré de existir, porque no estaré, y no estaré como el resto, al ritmo del resto, en la forma del resto. El resto y la falsa sensación de diversidad y diferencia. Un solo lenguaje, monocromático y lineal, que no distingue nada ni a nadie. Una relación de contenidos en variaciones diminutas que solo alientan aún más la congregación y el espesor del bloque unitario humano-digital.
Todos lo mismo. Lo mismo todos. Esa es hoy la máxima y la directriz. Yo soy único, yo soy distinto. Esa es la idea que circula en la superficie lisa, sin mácula, ni rastro de olas y dobleces, y en la que nos movemos todos, ufanos de una imagen personalísima que, en la realidad de un mundo dolorosamente similar, no rebasa ni las primeras capas de nuestra piel. La uniformidad y pérdida de la variedad, la innovación y el juego con y en el lenguaje, no es más que el reflejo de la degradación axiomática de nuestra imaginación. La imaginación es la condición original de la razón, es al tiempo su núcleo y su mejor herramienta, y sin las necesarias ondulaciones y asimetrías insondables que crecen en en el lenguaje, no hay imaginación posible, no hay, por tanto, y en un absoluta tristeza, posibilidad de pensamiento ni original, ni crítico, ni diverso, ni individual.
Es, por tanto, nuestra crisis de hoy, no un asunto, en origen, de información, contenidos, redes o dispositivos, es, por encima de todo, una crisis del lenguaje, de la pérdida de este y de la desprotección a que, la consumación de una forma de vida amalgamada y fugaz, somera y afásica, irracional y asfixiante, nos obliga. Y no es una cuestión de escribir de forma perfecta, ni siquiera de forma correcta, es una cuestión de respeto, de no dejarse engullir por el vacío y la nada comunal y masiva. De intentarlo, de intentar entender, de dejarse sumergir en otro ritmo, en otro tiempo. De saber apreciar de una forma distinta el mundo, la vida y a las personas. La ortografía y al gramática son una herramienta, una de las pocas con las que contamos, para dominar algunos aspectos relativos del tiempo y ponerlos al servicio de nuestra propia idea de la existencia.
Escribir correctamente no es un lujo ni un deber, es una necesidad como respirar. Si uno deja de respirar, deja de pensar. Si uno deja de escribir, de hablar, de manejar el lenguaje en todo su esplendor y potencial, olvida, pierde la capacidad para expandir los límites de todas las redes que tejen, conforman, realizan su imaginación y pensamiento. Escribir correctamente es también aprender a vivir, a vivir y recuperar el verdadero ritmo y valor del tiempo.