Desfilan los militares, lustrosas sus lanzas,
desfilan mientras, alrededor, en todas partes
la carne se quema y el aire bruno se engrasa
con el fino aroma de los miembros arrancados,
de esa piel crujiente que va enganchada en sus ruedas
desde los tiempos oscuros, cuando aún se temían.
Desfilan los guerreros y aclamados salpican
con su valor a la concurrencia, ávida, hambrienta
del sudor de los héroes que nunca lucharon,
sedienta en la sangre que remotos derramaron,
ve pasar los colores de banderas manchadas,
ignominiosos pendones alzados en muerte:
cantan a su volar los niños y padres, rientes.
Desfilan los esclavos del poder y el dinero,
marchando bajo el sigilo de sus pagadores
y mascan sus destinos de autómatas del miedo,
al paso, al un, dos, tres, cuatro, guadañas al hombro,
caminan los listos del fusil y el tranco largo
pisoteando de siglos culturas y sueños,
como si no fuera con ellos, alegres muertos
de un futuro aciago olvidado de paz y lunas.
Pasean los poderosos su terror omnímodo
y nosotros les aplaudimos, mirando secos,
como sin mirar nada, saludando a sus hielos,
admirando sus guerras, admirando su rabia,
y mientras ríen, al vernos, nos roban al día
la paz azul y el verde vivo de la palabra,
nos deshacen la cultura y las artes, se mofan:
¡viva la muerte! Muerte a la vida, la de todos.
Aplaudimos a la muerte y nos nutrimos de ella,
pero no hacemos nada por recuperar la vida,
la de todos, la nuestra, la de todos vosotros,
esa muere sola cada día, no hay aplausos,
sólo una calle húmeda, asfalto y almas podridas,
y los despojos del mundo que pudimos ser.
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