No sé qué tiene hoy el mundo
que hiere y ahuyenta la memoria,
que se torna en error e injusticia
todo nuestro derecho a la nostalgia.
Ni las fotos imprimen ya nostalgia,
no se atreven;
de tanto y tan fácil,
de tanto y tan poco,
de todas y todos,
no son más
que una forma desesperada,
recargada, basta y soberbia
de rogarle al futuro
que llegue rápido,
que actúe y cumpla,
que queremos irnos cuanto antes;
las fotos ya no son nostalgia,
son un correr que vamos de cabeza por el mundo,
son un llorar que no sabemos vivir lo que vivimos.
Quizá por eso olvidamos más,
porque le fiamos
al vacío digital insensible e insensibilizado
lo que debiera imprimirse en papel
de la nostalgia en el recuerdo.
Recuerdo, como recordamos
que nos perdíamos
en los caminos de arena a beber,
a beber y a beber,
y a reír,
a besar y a tocar,
y a tocarnos;
que era tocarte tú a mí
y tocarme yo de ti.
Recordar, como recuerdo,
que hubo un tiempo
en que necesitábamos hablar,
estar presentes,
olernos y escuchar,
arriesgar la piel y el corazón
por encontrar otra piel
que nos retuviera,
por encontrar otra boca
que nos envolviera.
Recuerdo también que entonces
las fotos eran pocas,
difíciles y caras,
fallidas, breves y apoteósicas,
místicas y secretas,
y en su secreto
todavía conservaban
el sabor húmedo de las historias;
nuestro derecho sagrado a la nostalgia.