Querida Lima:
Perdona mi ausencia y mis silencios; aunque no escuches, aunque no leas, quiero estar. Aunque solo sea estar en mis pensamientos, en las alucinaciones que nos dejamos más allá de la vigilia, sin adentrarnos en los sueños, quiero estar, y que estés. Más será lo segundo. Quiero que sigas estando. El tiempo todo lo mitiga, lo calma, lo pule, puede que hasta lo erosione hasta llegar a sus cimientos, pero hasta el viento deja zonas sin tocar, hasta los extremos más duros sobreviven al paso inmarcesible del tiempo y sus tormentas solares.
Perdona, porque he callado por no saber que decir. Y me gustaría seguir diciéndote tantas cosas. Decirte, por ejemplo, que nunca te olvido, y que siempre me refugio en lo que me queda de ti: la memoria. La memoria sigue fiel, inflamada, quizá más que antes, porque la memoria no es perfecta y cuando el amor se le cruza, más que olvidar, más que borrar, más que doler, todo se engrandece y aupa, todo brilla más. Tú también, Lima, aunque ya nada sea lo mismo, lo sé, ni siquiera dentro de mí, todo sigue, y seguirá, brillando. Tú brillas, como la única fuente de luz en un cielo casi siempre seco de ellas. Y no es que mi vida sea oscura, o que el mundo no haya recuperado también su brillo, con el tiempo, es que tú siempre serás esa luz, siempre despedirás ese brillo fantástico, tan incólume, tan resistente a todas las sombras, habidas y por haber.
Te escribo para decirte que sigo aquí. Te escribo para decirme que no quiero dejarte partir, que nunca lo haré. Aquí estoy, recordándote siempre que puedo, siempre que te recuerdo. Dejándome arrastrar en la cálida presencia de tu voz, de tus mirada, el plácido sueño de lo que fueron tus caricias. Y tu fuego, tu fuego como una estrella al borde de la muerte. Qué poco nos importó el frío. Qué poco pensamos en nada que no fuera encontrarnos en el eje difuso de nuestros labios. Ya no peregrino tanto a nuestros lugares, a los tuyos, que quizá, durante un brevísimo lapso de tiempo, también fueron míos. Ya no me dedico tanto, pero sigo pensando que pasaré, y paso, y saludo con los ojos esas piedras, los tejados que no veo, las llaves que de tu mano un día se perdieron.
Mi vida es la que es, y no es una mala vida. No me arrepiento de nada. No echo de menos nada, porque a todo se llega con algo de memoria y una buena dosis de imaginación, pero me hubiera gustado estar contigo. Estar más. Me gustaría, hoy, estar contigo. Me gustaría estar contigo donde hoy estuvieras, sobre las arenas, bajo el sol abrasador, en una cueva intraterrena, en el límite de todos los espacios, del mismo tejido del tiempo. Me gustaría estar contigo, y lo estoy, siempre que quiero, porque tengo la suerte de no olvidar, y la experiencia para saber moverme entre todas las realidades que no tuvimos, que no tenemos. O quizá sí, quizá solo por soñarlas ya sean. No son aquí, ahora, pero serán, o son, de formas que nuestro imperfecto cerebro es incapaz de comprender, algo a lo que solo nuestro corazón, quizá, pueda acceder. Por eso el mío me dice, siempre que estás, aunque no estés, que ya se que no estás, siempre me dice que estás, y yo le creo.
Sueño, sí. Imagino. Bebo de ello. Y soy en la felicidad de poder hacerlo. Sin embargo, también sueño en que un día volveré a verte, y aunque nada sea lo mismo, podré alimentar mi memoria con el renovado frescor de tus rasgos. Tus rasgos nuevos, pero pasados; tus rasgos que el tiempo solo habrá pulido y elevado; tus rasgos que me harán temblar con solo atisbarlos; tus pelo que volverá a agitarse cerca de mí, una vez más. No pretendo nada, solo verte. Puede que hablarte. Quizá pasear juntos de nuevo, y que nos hablemos, y que la vida siga su curso, pero habiéndote visto, aunque vuelvas a partir, aunque decidas que todavía hay vida más allá de las arenas doradas, habiéndote visto, volveré a vivir como siempre, de la memoria y de los inventos imposibles que de mi corazón surgen como ciertos, se me dan como si, en otra vida, todo hubiera sido distinto.
De tu Eric, que, como sabes, nunca te olvida.
Eric.