Bárbaros Modernos

por M.Bardulia
Bárbaros Modernos: Omar Montes es idiota

Al leer el otro día un artículo sobre la participación de Omar Montes, el farandulero, exboxeador, metido a artista de trap y reguetón, en ese programa de televisión que prefiero no mentar —no vaya a ser que se me apareciera su presentador desnudo, cubierto de miel y cuchillo en mano, dispuesto a comerse mi corazón; estoy convencido de que es esta y no otra la fuente de su juventud televisiva—, me vino inmediatamente a la cabeza una palabra: bárbaro.

Se habla mucho de los bárbaros. Se ha hablado mucho siempre de los bárbaros. Se lleva hablando más de dos mil años y, aunque hayamos perdido el sentido original, algo menos peyorativo que el actual, el término sigue estando muy presente en la mente y boca de todos. Un bárbaro, en origen, no era más que un extranjero, aunque eso de ser extranjero, ajeno a la gran Roma —»Roma es la luz»—, era suficiente como para ser considerado, como poco, una amenaza. Con los siglos, pocos, que no son tantos, hasta que esos mismos bárbaros acabaron con ese sueño que era Roma, esta palabra ha pasado a denominar a aquellos de entre nosotros que tiene comportamientos fuera de la norma social y, que además, amenazan nuestra convivencia, sociedad, cuando no la salud o la propia vida.

Un bárbaro es hoy algo poco más que una bestia. Bárbaros eran los godos, paradójicamente, los más civilizados de entre los bárbaros de su tiempo. Bárbaros fueron los hombres del norte, o vikingos. Bárbaros han sido las tribus y pueblos de las montañas, casi siempre. Bárbaros son, aún para mucha gente, ciertos pueblos africanos, cuando no sociedades enteras; tribus amazónicas que no han abrazado todavía la postmodernidad; bárbaros son casi todos los que practican un comportamiento que no acabamos de entender.

No quiero decir que siempre se yerre cuando se denomina bárbaro a algún individuo o grupo de estos. Bárbaros son los terroristas, bárbaros de la peor calaña. Bárbaros son también los radicales y ultras de cualquier signo; bárbaro es el imbécil que se salta las normas de circulación y toma las carreteras por su circuito de carreras particular. Hay muchos tipos de bárbaros en nuestra actualidad, como los hubo en la historia clásica; no era lo mismo ser sármata que ser de alguno de los muchos pueblos celtas; ni para ellos mismos, ni para el dominador romano. Pero no todo aquel al que llamamos bárbaro, acaba por ser un bárbaro, a veces es solo cuestión de perspectiva.

Y es que es un término amplio, quizá demasiado, porque lo mismo nos lo llamaba mi madre a mí y a mis hermanaos, «sois unos bárbaros», cuando nos liábamos a balonazos dentro de casa, que se utiliza en cualquier conversación o tertulia para calificar los actos de terroristas, locos y bestias de toda guisa y color. En esa amplitud de usos, sin embargo, conserva un sentido, no tan evidente, común a todas las vertientes de su polisemia natural. Es el sentido de la amenaza. Ya desde la antigüedad clásica, los bárbaros de las fronteras eran una amenaza constante. Hoy también lo son. Amenaza a una forma de vivir. A unas creencias o a una serie de normas que hacen que una sociedad funcione como tal. Mis hermanos y yo éramos una amenaza para las fotos, jarrones y cuadros de mi madre, la propia sociedad familiar; tanto o más a como lo son los extremistas islámicos, los fanáticos evangélicos o los autócratas estilo Putin, Orban o el camarada Xi para la supervivencia de nuestra civilización como especie.

Sin embargo, hoy vengo a hablar de otro tipo de bárbaro, un bárbaro menos extranjero, menos ajeno, menos extraño a todos nosotros, pero que está haciéndose, ya no con un hueco, sino con un papel preponderante en nuestra sociedad. Y para ilustrar a estos bárbaros, nadie mejor que el ínclito y famosísimo, Omar Montes. Es este chico un fenómeno de hoy, bastante prototípico. Salido a la palestra por haber sido novio de la hija de no sé qué famosa, creo que una de las últimas folclóricas, reclama ahora su gran trabajo como artista y ese lugar común, tropo repetido hasta la saciedad y casi siempre usado por, precisamente, aquellos que no lo fueron nunca, de: «hombre hecho a sí mismo».

Tiene el ego de los postmodernos, o los que creen que existe algo como una postmodernidad, o una modernidad, o que existió alguna vez algo que no fuera progresar hacia la modernidad en la vida humana. Tiene es ego desmedido en el que cree que todo lo que ha conseguido es fruto de su trabajo, de su solo esfuerzo, su inteligencia, su don de gentes, su fortaleza mental; en resumen, de su mérito único y exclusivo. No importa cuál sea este: el universitario, el profesional, el personal, el de una capacidad innata para hacer reír o el de llegar a las personas más llanas porque se es un tío llano, porque sé es «uno mismo». El mérito, mi mérito, es todo lo que me ha traído hasta aquí. Omar no esta solo en esto, solo hay que echar un vistazo a cómo hablan la mayor parte de los youtubers o streamers —creadores de contenido se llaman, como si eso fuera algo, como si no lo fuéramos todos—, de esos que se reconocen como influencers, hablando siempre de sus logros, de todo lo que han conseguido gracias a sus muchos y variados talentos que, casi siempre, consisten en poner morritos o salir diciendo las misma sandeces que dicen en su día a día, solo que delante de una cámara. Y no es una cosa de los más jóvenes o digitales, esto es algo que ha permeado a todos los estratos de la sociedad y hoy hay gentes de toda edad y pelaje, formación, carrera y familia reclamando sus éxitos como solo suyos, como lo que de forma justa y casi predestinada el mundo les debía. Ahí está nuestro amigo bonachón, Bertín Osborno, simpático holgazán, o los muchos políticos de todo color —empezando por el señorito Pablo Iglesias y acabando por nuestro porrambo preferido, Mr. Abascal— que no han dado un palo al agua, pero se llenan la boca hablando de lo mucho que les ha costado llegar hasta donde están.

Como decía, es curioso que, normalmente, quien más habla de ello, más sombras proyecta sobre ese supuesto meritaje tan meritorio. Es este el caso de Omar, que no contento con obviar el hecho de que sin su paso por la farándula no sería más que otro analfabeto más, se jacta de ser ejemplo y se proyecta como caso de estudio en los colegios. Ahí es nada. Afirma incluso que es más importante que las matemáticas, porque su vida de trepa y mediocre, bueno para poco, al borde de la oligofrenia, es suficiente ejemplo para cualquier chaval postmoderno que se precie. Las sombras del mérito, de ese yoísmo tan de moda. Yo y solo yo. Es curioso como este fenómeno suele darse, casi siempre, en compañía de otra cuestión muy de moda, para nuestro dolor, como es la apología de la ignorancia. Yo soy yo y solo yo, porque soy un ignorante del carajo, y por eso todo es yo, para mí; yo, me, mi, conmigo, que diría otro famoso narcisista.

Y a esto quería llegar, porque el producto de estos bárbaros yoístas sin mérito apreciable, por mucho que canten sus verdades y sus éxitos en la vida, es casi siempre una indolencia absoluta hacia todo lo que huele mínimamente a conocimiento. Son, ellos mismos, un producto de esta ignorancia heredada o adquirida que, como adenovirus cualquiera, infectan con sus palabras, canciones e intervenciones publican, extendiendo su mensaje de muerte a la inteligencia, viva la mansedumbre, viva la pobreza de razonamiento y espíritu. Su credo es el de la nada del hoy, el adormecimiento del intelecto a través de esa ignorancia tan vitalista y contagiosa, como tramposa y limitante. La sociedad de lo fácil, del cualquiera, no puede, debe ser rico y famoso, y si no lo eres, es que eres muy tonto, porque Omar Montes es rematadamente tonto y ahí está, dando lecciones de vida en televisión, con esas insoportables hormigas riéndole las gracias.

El bro Montes no es más que un ejemplo público de esa cruzada que existe hoy contra la intelectualidad, contra la complejidad, contra lo difícil; en resumen, contra lo distinto. Porque, hoy, lo distinto es un insulto. O estás con Omar, o no lo estás, pero no vengas con monsergas de ignorancias, ¿de qué me valen a mí las mates? De nada, para comprar por internet no las vas a necesitar para nada, ora bien, el día que se te acabe la pasta, me avisas, a ver si damos unas clases. Lo distinto es, hoy, la profundidad. La profundidad de una intelectualidad razonable, sin exageraciones mitológicas, entendida como esa combinación de factores entre el conocimiento, la inteligencia, la conexión con las emociones y la comprensión global de un mundo que solo funcionará como una comunidad. Una intelectualidad dirigida a dotarnos de unos conocimientos básicos, una protección crítica frente al mundo y unos valores fundamentales a través de los cuales poder entender lo distinto, lo que no es como nosotros; cuestión fundamental si queremos vivir en comunidad, que en comunidad, le pese a quién le pese, vivimos.

la ignorancia es la ausencia de crítica. Una tábula rasa, el modo esponja, todo lo que me llega, me lo trago y me lo como. ¿Mis valores? Los tuyos, los suyos, los míos, los que en cada momento me vengan bien. Los valores de estos bárbaros que vienen de dentro de todas nuestras fronteras no existen, porque cada uno de ellos propone los suyos. Solo los suyos valen, los de cada uno, los del individuo aislado que no sabe de nada más que de sí mismo. Y son tan variables, como variables son las pulsiones y ambiciones del bárbaro. Son tribu, como buenos bárbaros, pero una tribu que vive dispersa, dispuesta a confrontarse, deshacerse, multiplicarse y volverse a deshacer, según vengan los tiempos y según sean las consecuencias. Son una tribu plagada de individualismos inconscientes, frente a las individualidades, sanas y ricas, conscientes, de la comunidad.

En esta visión bárbara de la vida, se empieza con la ignorancia como bandera, pero se explaya uno en el egoísmo, la avaricia o la ambición desmedida, para acabar defendiendo que unos valen más que otros, porque el mundo es de los fuertes y de los que «persiguen sus sueños». Es el mundo del individualismo extremo. El mundo de la soledad digital. El universo de lo inmediato y lo fácil: cualquiera puede ser famoso y hacer como Omar, ganar un concurso de la tele y convertirse en «artista» de moda. Si Omar, que es un mediocre, lo ha hecho, ¿por qué no el resto? Siempre que no se tengan escrúpulos, se pisoteen los valores más básicos y se esté dispuesto a abrazar este nuevo credo de la inanidad racional y emocional, el libro sagrado de la superficialidad, cualquiera puede lograrlo. ¿Por qué no? ¿No hay hoy idiotas de toda índole reivindicando, todavía, a Ayn Rand? En este mundo, todo es posible, sobre todo cuando nos dedicamos a perseguir, esos, «nuestros sueños». El mundo nos lo debe. El karma me lo debe. Brahma, Vishnu, Melkaart y hasta Astarté, si nos ponemos.

Es hoy peyorativo saber demasiado, hablar con profundidad, mantener una equidad en las opiniones y criterios. Los bárbaros, que gritan y aúllan, como bien nos ha enseñado Hollywood, quizá no sean muchos, pero hacen mucho más ruido, sobre todo si les damos el altavoz de los medios y los oídos inexpertos, aún por formar, de aquellos fascinados por este nuevo mundo en el que todo vale, porque yo me lo invento en cada paso; los oídos y ojos de los que son niños, y de los que no lo son tanto. En la cultura de la inmediatez y la vulgaridad, de una atención cautiva en segundos de scrolling, el conocimiento, la experiencia y su producto, la sabiduría, se pierden y se atrofian, dejándonos mancos y cojos, ciegos y sordos, volviéndonos débiles y, por encima de todo, demasiado maleables, al servicio del mejor postor de datos.

Las matemáticas no sirven para nada, pero la vida de un caradura, sí. Ese es el resumen que Pablo Motos, uno de esos altavoces de la nada que hoy no se preocupan más que por sus audiencias, le dio a esa audiencia millonaria que machaca y aprovecha, sin siquiera saber dignarse a corregir, cuando no azotar con una vara, a su preclaro invitado. Con lo fácil que hubiera sido. Y todo por no desagradar. Y todo por seguir con la chufla, el despiporre, la adoración de la fama, sea esta horripilante o no lo sea.

Siempre se habla de los bárbaros del emperador Valente, de cómo su desidia para con los godos le llevaría a la ruina, pero se suele afrontar mal la causa de la ruina del emperador. Valente no se equivocó al dejar a los godos asentarse en Roma, eso fue un premio por sus servicios, y bien que se hizo, el problema vino cuando los godos se dieron cuenta de que no se les trataba como romanos de pleno derecho, que no se les incluía de verdad en el imperio; algo, que, según numerosos autores, empezando por Mommsen, estos bárbaros estaban deseando y por lo que se sintieron verdaderamente ultrajados, razón última de que la emprendieran, de nuevo, a golpes con el imperio.

Como en nuestro caso, los bárbaros acabaron por no venir del interior, sino de dentro. Bárbaros descontentos con las oportunidades dadas. Bárbaros que eran menos, sabían menos, tenían acceso a menos que los romanos que ellos no eran. Bárbaros que acabaron por destruir la entidad política y social más importante de la historia humana. Porque, ¿de dónde si no viene esta animadversión hacia la racionalidad y el conocimiento sino de la falta de oportunidades? ¿No es esta deformación del mérito, ese yoísmo horripilante, sino una necesidad por expresar las penurias y desigualdades sufridas, la inquina contra una sociedad a la que se culpa de no haber dado lo suficiente?

¿Qué es Omar Montes, y sus congéneres bárbaros, sino el producto inevitable de una sociedad que se preocupa más por el beneficio económico que por el bien de sus ciudadanos, la expresión de una forma de vida más centrada en la creación de futuros trabajadores que en el hecho de formar buenos seres humanos?

Estos bárbaros de la necesidad, estas tribus que alardean de su ignorancia y de un individualismo corrosivo y autodestructivo, no son más que el producto de una sociedad que ha dejado dormir durante demasiado tiempo la esencia de sus valores, supeditando el mérito a lo económico, el poder a la fama y la inteligencia a la aplicación monetaria de esta. Siendo así, cómo no va a alardear Omar Montes de su analfabetismo, si solo ha hecho lo que le pedían: dejarse de tonterías y ponerse a ganara dinero, del modo que fuera.

Esto no libra a los bárbaros de su responsabilidad, pero da una aviso a todos como sociedad, el aviso de no seguir alimentando y provocando a los bárbaros, de no seguir dándoles espacios de audiencia, de no seguir educándolos y animándolos a convertirse en bárbaros, el aviso terrible de no seguir votándolos, por mucho que digan aquello que tanto tiempo hemos querido oír.

Y, por cierto, sí, yo también pienso que Pablo Motos es idiota.

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