Homogeneidad pasiva

por M.Bardulia
¿Qué es la homogeneidad pasiva?

Por mucho que hoy nos empeñemos en sacar la visión más positiva de nosotros en redes y publicaciones digitales de todo tipo, la realidad es que vivimos en una era de pesimismo exacerbado. Una edad de hiperpesimismo vital, bañada en el cromo de una falsa positividad digital. Después de la marea de optimismo y esperanza de los años 90, esos felices años 90, el nuevo siglo parece habernos traído, como en casi todos los cambios de siglo, una época de turbulencia y miedo que, a la luz de nuestro desarrollo y la supuesta muerte de dios, resulta más plausible o realista que nunca.

O no, porque la verdad es que cuando uno mira atrás, ve que en muchas épocas se ha temido por la destrucción del mundo. Es verdad que solía achacarse este fin a motivos religiosos, mucho menos informados y probados, pero la realidad es que la raza humana siempre ha temido su destrucción o la del mundo que le rodea. La diferencia evidente es que, ahora, esa destrucción no viene de la mano de ninguna divinidad, sino de nuestra propia naturaleza y lo que hemos hecho con ella, y es probada, y es científica, y posible, muy posible. Bien una nueva guerra mundial, nuclear por necesidad; bien una catástrofe climática a la que hacemos muy poco caso, pero que ya nos está cociendo en nuestro propios jugos; o la inesperada visita de un asteroide de esos divertidos, de los que no escaparían ni las cucarachas. El fin es hoy más posible que nunca.

Y hay miedo. Aunque tú no lo reconozcas, el miedo corre hoy como un río de necesidades y nervios entre todos nosotros, atenazando futuros, dividiendo sociedades, disolviendo una comunidad que hemos llegado a rozar con los dedos hace menos de dos décadas. Miedo que es cultivado por medios y poderes con dedicación y meticulosidad, siempre a la búsqueda de ese poder, de una notoriedad hoy asfixiante y de un beneficio que tiene tantas formas, como colores y nombres tuvo el dinero. Y sobre ese miedo, en una pantalla por encima de él, se proyecta hoy una positividad impuesta e imperante, que choca radicalmente, pero que ni destruye ni apaga.

Vivimos en la era del hiperpesimismo, y sin embargo, cuando nos leemos unos a otros, nos vemos las fotos, nos ahogamos en los bajíos de videos infinitos, pareciera que todo fuera mentira, un producto de la imaginación humana, siempre en ebullición. Nos ocultamos. Nos escondemos. Esquivamos el miedo bajo una cubierta de optimismo, bajo una piel falsa y positiva que disfruta de la playa y el sol, que escribe frases, párrafos enteros sobre lo bueno que es vivir y quererse a uno mismo; nos encontramos en el autoinsuflado hálito de la positividad. Mientras, el ruido atruena a nuestro alrededor, golpeando con rabia esa burbuja de pasión digital, pero no hacemos caso, porque en nuestro mundo, mi mundo, en lo que yo quiero ver, escuchar y leer, todo se hace, todo dice, todo muestra lo que yo digo y quiero. O eso creo. O eso me gustaría. En eso me aposento y vivo.

No hay más que echar un vistazo a las redes sociales. Instagram es todo belleza, casi siempre impostada; vidas en la cumbre, casi siempre falsas; presunción de felicidad, de alegrías temporales que apaguen con fingidas realidades ese pánico inflamado en el que vivimos. Linkedin es un espacio para el bombo personal, esa necesidad de autoestimarme, de presumir, de recibir las loas y alabanzas de propios y extraños, una cumbre histórica de todo lo falso que puede llegar a ser el ser humano. Todos somos geniales, todos somos productivos, líderes, resilientes; todos capaces de todo, si queremos, claro, porque hay que querer; el que no quiere no vale; el que no sufre —en silencio— no existe. No hay espacio para lo falso, porque cuando el trabajo está pendiente, vigilante el empleador, presentes colegas y empleados, todo tiene que ser positivo, positivamente positivo, positivamente positivo en pos de la positividad general. Todo lo corporativo se basa en una premisa: la ocultación de la persona, la exacerbación del súcubo profesional que la habita y degrada. Linkedin no es más que un lienzo sobre el que proyectar esta imagen espectral, raquítica y difusa de todos nosotros. TikTok es la muerte de la razón, la herramienta final del ocio sin sentido ni valor. El ocio ha de aportar a nuestra felicidad, ha de relajar, desconectar o conectar, integrar o desintegrar, deshilvanar nuestra persona del yo profesional que no somos y que nos consume. El ocio es más contemplación que acción, debería ser, pero en TikTok no se contempla, solo se hace, se absorbe y acumula. Es el perfecto hipnotizador, una red creada por y para el aturdimiento frontal, para el manejo burdo, pero concienzudo, del usuario final; de ti. Y en esa frontalización matamos lo racional y hundimos lo emocional en el vacío de la nada. No hay nada en TikTok, solo datos y manipulación, solo una comunidad cautiva, presos de una algoritmia criminal.

Enterramos el miedo bajo toneladas de contenidos vacíos. Expresamos lo que no sentimos, pero sí lo que sentimos que tenemos que expresar, porque hay que aparentar que estamos también dentro de la positividad sanadora. Un Mr Wonderful perenne, en el que esconder todo lo que, en realidad, compartimos. Porque el mundo hoy es muerte, guerra, división y un futuro destructivo y destruido. El mundo hoy es el miedo, miedo, por encima de todo, al otro. La diferencia que hoy fingimos respetar e incluso abrazar en lo digital, se convierte en enemiga cuando llega al mundo real. Solo el que piensa como yo. Solo el que respira lo que yo. Solo el que dice, habla, siente como yo. Lo demás es silencio. Muerte a la crítica, enemiga de la tranquilidad. Apagamos el altavoz de la otredad para enterrar nuestro miedo y seguimos, a gusto, viviendo en la marisma de nuestra alegría mohosa, película apenas visible que filtra el mundo y lo convierte en una visión digerible, que diga lo que yo, que piense como yo, que sienta como yo; que me diga siempre lo que yo quiero oír.

Es una dualidad curiosa y peligrosa esta en la que vivimos. Casi todo lo que los medios venden es miedo, sangre y destrucción. Casi todo lo que acabamos por discutir es división y diferencias aparentemente irreconciliables, pero luego, cara a la galería, en el escaparate de la globalidad social, lo único que vendemos es nuestra alegría, la paz universal y una igualdad que acaba en cuanto meto mi móvil en el bolsillo. Noventa segundos más tarde, volverá a empezar, y apoyaré toda causa y criterio, sonreiré en cada foto y escribiré mi experiencia, siempre positiva, en una profesión que, curiosa y personalmente, aborrezco. Vivimos con miedo, trabajamos con hartazgo y una buena dosis de desesperación, miramos a los demás con desconfianza y, sin embargo, presumimos de felicidad.

Todo es malo. Mi vida es peor que la del otro. ¡Y el otro es peor que yo! Ergo, merezco más. Soy miserable. El mundo es malo, porque los demás son malos, no entienden, no saben, no pueden entender. El futuro será terrible porque nadie entiende, nadie sabe, solo yo, y yo no puedo hacer nada, salvo concentrarme en mi propia felicidad. Solos, como estamos o queremos estar, solos y aislados, la felicidad es imposible. La humanidad es una comunidad, y sin la comunidad, sin la comprensión e inclusión en nosotros de las diferencias de los demás, no habrá sentido, no habrá seguridad, imperará el miedo. Miedo al presente, en el que vivo solo e incomprendido; miedo al futuro, que es horrible, porque nadie hace nada y yo no puedo solo; miedo al pasado, porque hemos sido horribles y nadie nos puede cambiar, ni siquiera yo. Pero el miedo siempre existirá, pero los miedos compartidos y razonados, expresados y comprendidos, siempre serán menos miedos; serán, quizá, un vínculo en el que recuperar el sentido de lo distinto como igual.

Y el peor de los efectos de esta digitalidad imperante y creciente, no es más que ese falso sentido de comunidad, de pertenencia. Una mentira que nos satisface, pero no llena. Que nos calma, pero no da sentido. Un mundo sesgado en cada paso que damos, vigilado y utilizado, convertido en una jaula de homogeneidad pasiva, que nos impide ver más allá. Y así, lo distinto no existe. La comunidad es frágil, quebradiza, insuficiente e incompleta. La vida es inútil, porque no puede ser completa, y se busca rellenar los espacios en la inseguridad patológica de una visibilidad y una adicción a la recomendación social. La dictadura del like, el reinado absolutista del influencer, la vulgaridad del youtuber, la falta total de complejidad. La pérdida de la profundidad.

En este camino, cómodo y apacible, de simplezas y vacíos, caminamos doblegados, tristes y temerosos, con pavor a levantar la vista, asustados de encontrar que, a nuestro lado, en la misma dirección, con las mismas necesidades, deseos y esperanzas, caminan todos los demás, igual de inclinados, de sumergidos, tan muertos de miedo como yo a levantar la cabeza y mirar al sol.

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