Hay una cualidad que al ser humano le es muy preciosa, aunque también muy desconocida; al menos por la gran mayoría, sobre todo en el caso de los españoles. Una cualidad que nos evita caer en pensamientos absolutos, en ese trasegar del blanco al negro, y vuelta a empezar, con pasmosa facilidad. Una cualidad, en consecuencia, que nos evita caer en los radicalismos de otros tiempos, no siempre peores, no siempre peores.
Esta cualidad, valiosa e innata, es lo que comúnmente se conoce como ambivalencia, esa capacidad para sopesar las posibles interpretaciones sobre algo, sea lo que sea, para entender su sentido y naturaleza como un todo. La ambivalencia es el mecanismo por el cual sondeamos esos matices grises, tan ricos y jugosos, que se encuentran en las regiones baldías que van del blanco sagrado al negro satánico y vicioso. Cualquiera con un poco de cabeza podría decir que no hay porque llamarlo ambivalencia, que con llamarlo razón o sentido nos valdría, al fin y al cabo… Ojalá fuera tan fácil. Ojalá conserváramos los valores de fábrica que nos hicieron progresar como especie en otras épocas. No es así. La razón o este sentido común que nos parecen tan naturales están perdidos en estos tiempos, abrumados por la sobre exposición mediática e informativa. Es muy difícil, reconozcámoslo, realizar una valoración razonada y con sentido común de casi cualquier cosa en este mundo, y aun cuando logramos hacerla, esa razón, ese sentido común, puede llevarnos a engaño y a conclusiones equivocadas. Es aquí donde entra en juego el poder de la ambivalencia, o mejor dicho, la voluntad de ponerla en práctica y comportarnos como seres verdaderamente racionales.
¿Existen los absolutos en este planeta? ¿Existen los nuncas, los siempres, los jamases en realidad? ¿Existe el infinito, el continuo creciente en este plano de existencia cuasi física que llamamos mundo? Si respondes que sí, hemos perdido. Si preguntas como estas no engendran duda, incluso cierto temor atávico a la profundidad de lo insondable, hemos perdido todos, y todo lo dicho anteriormente nos aboca a una verdad completamente aterradora. Si la primera reacción frente a la confirmación del absoluto, esa que nos define como humanos, no es la duda, la escalofriante sensación al querer encontrar una respuesta razonada a lo imposible, hemos llegado al final del camino. Y es que el absoluto no existe, no para nosotros, seres finitos y racionales, es imposible. Ni la maldad es absoluta, ni la bondad eterna o buena en su más primaria definición. Nada lo es, porque sí, por serlo sin más, porque todo debería ser sometido a nuestro natural raciocinio. Y como herramienta indispensable de ese raciocinio, esta, nuestra proscrita ambivalencia.
Me sorprende y apena ver como la gente, hombres y mujeres supuestamente pensantes, en plenas facultades mentales, con o sin educación, se enzarzan en disputas sobre el absoluto de la política. Me aterra ver como este mundo necesita cada vez más de radicalismos para expresar sus ideas, sus pasiones y sus gustos, su más íntima razón. ¿Dónde hemos dejado la ambivalencia? ¿Dónde el gustoso sentir de pasearse entre los extremos con alegría, con sentido, con la ponderación suficiente para mirarlos de lejos y sonreír? Nos gritamos, nos ponemos etiquetas y, lo que es peor, nos identificamos con ellos hasta las más lamentables consecuencias. ¿Qué tiene la política que hace brotar lo peor del ser humano?
Ambivalentes huérfanos, perdidos del saber juzgar, sopesando pros y contras, verdades y mentiras, pasado y presente, rojo y verde, blanco y negro, locura y razón. Me duele ver esas discusiones políticas de barrio en las tertulias, en los bares, en las sucias redes sociales. Hachazos porque sí, indolentes convencidos de una verdad incompleta, crédulos sometidos a mentiras brillantes que duraron décadas. Y en medio los callados, los que sometieron sus ideales al juicio de cultura y la historia, que buscaron entre la paja hasta hallar las verdades, reales, consistentes, vivas, que todos esconden, viendo a los muertos dialectales pasar flotando en las corrientes sociales que arden sin remedio. «Tú eres malo, porque yo lo digo», «Y tú eres peor, porque lo digo yo». Por nuestros santos cojones, como dijo Unamuno; hacemos, vemos, decidimos, vivimos y morimos, los españoles de siempre, por nuestros santos cojones, porque no sabemos hacerlo de otra manera. Y así seguimos, que no miramos más allá de dónde alcanza nuestro paso, saboreando la gloria de vivir por y para lo nuestro. Y así pensamos, para nosotros, todo para nosotros, me conviene a mí, y punto, me conviene a mí, y basta. «Por mis santos, sagrados cojones», y todo lo demás se me da un adarme, ¿para qué?
Eso es, ¿para qué? Para no pensar…
Ambivalencia es no pensar que el de al lado es malo por definición, por votar a otro. Ambivalencia es no pensar que el otro, el de más allá, es un terrorista por defender ideales distintos a los míos. Ambivalencia es no sentenciar, no condenar sin haber pensado, sin haber conocido, sin empatizar con quiénes hacen el mundo con nosotros. Ambivalencia, al fin y al cabo, no es más que comportarnos como lo que somos, seres miembros de un todo, obligados a convivir, no a competir; obligados a entenderse, no a odiarse; obligados a saberse hermanos, por encima de ideas, maneras, idiomas o colores. Ambivalencia es pensar antes de hablar, amigo mío, nada más.