Triste, de un color morado,
en la vida que se aceleró
irremediable en aquellos días
de frío y grises lluvias de nubes
que se nos deshicieron bajo los pies,
lenguas de nieves viajeras
hicieron de tobogán y nos auparon
de antimateria a todas esas estrellas
azules, casi blancas, desnudas.
Todo comenzó a correr desde
los bares y las calles arrepentidas,
hasta las mañanas que necesitábamos
como canto de peces helados,
desenfrenados de pieles y líquidos
verdes como el hada verde que se esconde
nos dejábamos hacer del tiempo,
que mientras se deslizaba descosido
bajo nuestros propios ojos
que no dejaban ver más que
esos mil rostros de todos, cada noche
en la que urdíamos todas las pasiones
las escritas y las proscritas,
las oficiales y las revueltas
en la maraña húmeda del
rebelarse contra el viento y la consciencia.
De un día, de esa foto, joven,
igual que hoy, pero más recortado,
triste, pesado, escrito, clavado,
han volado hasta los dolores pesados,
y han venido otros, las que se fueron
escaldadas fueron las ilusiones
y de esa ya no vinieron muchas,
a esas las hace falta algo de caos,
vibrar de vez en cuando prohibidas
en un portal de sombras a mil manos.
Corre todo como un sumidero
de muerte, y cada vez importa menos,
que se acerca a mordiscos graves
la sonda subterránea del cielo
y ya nadie se queja, todos dormimos;
más, somos más serios, más sólidos
maleables y tercos, remozados
en la excusa de la ambición responsable,
y entonces se hace más fácil mirar
al pasado y reírse, como de errores de niño,
y se pone de moda mirar al abismo
delante y tratar de esquivarlo,
como si fuera posible,
como si algún niño, de verdad,
adolescente crecido, hubiera cometido
alguna vez, uno de esos errores.
Qué rápido y qué poco vino,
qué rabia deshacernos poco a poco,
volando como de barro,
como de tierra cada vez más seca.