Una, la primera, para dejarse llevar,
hasta el último refugio del garrafón infernal.
Dos para quedarse toda una noche,
y parte del día,
metidos en el mismo bar, en el de siempre,
sin rechistar.
Tres para fracasar, probar algo nuevo;
nuevas zonas, nuevos sitios,
nuevas bebidas, nueva gente;
y fracasar.
Cuatro para triunfar,
y olvidarte de la soledad del ebrio retorno,
enredado en las brumas de unas manos extraviadas.
Cinco para salir a tomarte algo de “tranquis”
y encontrarte, entrado el día –y tú sin saberlo–,
dulcemente dormido,
en un lindo vagón del metro.
Seis para homenajear al último de los búhos,
espacio inconexo de realidades alternativas,
personajes utópicos,
último refugio de las parejas aún por venir.
Siete y a desayunar,
lentejas, espaguetis, chocolate o chuletón,
con más apetito que criterio,
y de postre: la caña, la mejor caña.
Y ocho por el sagrado mañaneo,
santo encuentro de lo mejor
de esta sociedad revuelta,
vieja alabanza a las mañanas
que pasaron más bien desconocidas,
casi disueltas, demasiado iluminadas;
mañanas aprovechadas,
¡gloria a las mañanas!
Pero a las de Madrid, que tienen su memoria…