7ª Semana – Londres no tiene alma (1)

por Con Tongoy

Es una ciudad sin alma. Londres es una ciudad sin alma, si alguna vez la tuvo, yace enterrada por toneladas de civilización, cemento y desechos. Qué ha hecho la civilización para que tanto la glorifiquemos, qué he hecho, de verdad, por nosotros. Sí, nos ha curado enfermedades; sí, morimos más tarde, algunos al menos; sí, nos ha facilitado la vida, aparentemente al menos. Pero sigue habiendo enfermedades, en ocasiones parece que hasta más de la que había antes; pero seguimos muriendo y en mayor cantidad que en ningún momento en la historia y sólo unos pocos vivimos “más” que antes, y qué sentido tiene vivir más si vives para malvivir, para llevar una mísera existencia. Pero, inevitablemente, tanto como esta civilización nos ha facilitado la vida, nos la ha fastidiado, nos ha convertido en esclavos de sus creaciones, en drogadictos de sus vicios y sus maldades.

Escrito viendo llover, en otro día gris, en otro bosque de cemento, en otro día gris…

¿Quién puede decir que el hombre de hoy en día vive mejor que en la Edad Media, que en la ciudad de Uruk o que en la efímera Amarna? ¿Quién puede asegurar semejante incertidumbre? ¿Qué es vivir mejor? ¿Es vivir más? ¿Es entender el mundo que nos rodea? ¿Es tener una vida más fácil? ¿Qué es el vivir mejor? Vivimos más, esa es la única verdad, pero sólo un pequeño porcentaje de la población mundial se beneficia de un “más” realmente notable. Entendemos mejor nuestro mundo, pero a medida que lo entendemos, otras grandes incógnitas, enormes y atávicas incógnitas, surgen a nuestro paso, devolviéndonos a una posición similar a la de nuestros ancestros, sólo un poco adelantados con respecto a ellos, nada más. Las grandes mentiras de nuestra civilización, nos han hecho creernos privilegiados, dentro de nuestro mundo, de nuestra era, y también dentro del universo. Pero no lo somos, somos privilegiados los que tenemos algo que comer, sí, pero no es el hombre un ser privilegiado. Lo fue, un hombre dotado con la suerte de la razón en su camino evolutivo, pero ya no, nuestra razón se tuerce, se pudre por la constante manipulación, la constante depravación a la que la sometemos. Vivimos según unos falsos patrones de crecimiento constante, crecimiento económico constante, en la vida grupal y en la personal, pero no miramos por el verdadero crecimiento, el interno, el de los valores, el de la razón misma. Ese hace tiempo que dejó de ser importante, porque no da beneficio, porque no hay premio por ese tipo de crecimiento, a nadie ya interesa. Trabajar ocho horas al día, como poco, por tener algo que llevarse a la boca, una casa y el derecho a una asistencia médica, nos parece normal, nos parece un auténtico triunfo. Somos unos borregos y unos cretinos, unos ignorantes de arriba abajo. Ignorantes, porque no nos cuestionamos nada en nuestra vida, actuamos sin pensar, dejándonos llevar y siguiendo un camino porque así nos han dicho que ha de ser. Pero qué camino es ese, adónde te lleva, adónde nos lleva. Desde luego no a un desarrollo personal pleno, en muy contadas ocasiones ese camino coincide con la plenitud personal, normalmente esa búsqueda de plenitud se ve asaltada por la imperante necesidad del sistema para que adaptemos nuestras formas, modales y comportamientos a lo que ya está escrito, haciéndonos olvidar, a veces a la fuerza, toda la verdad de nuestra dirección inicial.

No quiero cuarenta horas a la semana, ni sesenta, ni veinte, no las quiero porque sí, no las quiero para seguir engrasando una maquinaria que sólo favorece a una parte ínfima de todo el sistema. No quiero seguir siendo parte de este inhumano devenir actual del mundo. Yo quiero gritar, rebelarme, estallar, literalmente, estallar, matar con las palabras y con las verdades al ignorante y al inculto, a los que gobiernan, ciegos ante el mundo, insensibles ante su hermano, capataces sin alma, instrumentos regionales de la mano brutal que a todos controla. Mano que no es una sombra, que no es el poder en la sombra, no hay tal poder, ese poder somos todos, pero lo hemos cedido, lo hemos dejado al libre albedrío siguiendo las teorías triunfantes de un grupo de personajes vacíos. Premio de la historia a la cultura de la inteligencia. Cultura baldía de la inteligencia, en detrimento de la de la Sabiduría, de la buena cultura, del conocimiento basado en lo realmente aprendido, contrastado con la experiencia, en el verdadero conocimiento basado en la razón y en el sentimiento, en la mente y en las emociones. La inteligencia sin emociones no es nada, es error reiterativo, es este fallo eterno al que nos vemos sometidos.

El latrocinio cometido contra nuestra propia libertad no tiene parangón en la historia, porque si bien a nuestros ojos de hombres modernos, hombres del siglo XX, del siglo XXI, cualquier tiempo pasado nos parece más miserable y oscuro, debemos entender que no ha habido un momento en la historia, dónde el ser humano, dónde nosotros, eso que somos, hayamos sido sometidos a esta lacerante falta de libertad.

Descubre que no eres libre y sal a la calle: buscas salir de las ciudades, de su artificialidad, de sus barreras, buscas salir de esa cárcel improvisada y autoimpuesta…

Los parques, ya lo sabía de antemano, son mi refugio en este Londres aún desconocido. Los parques y el río. El agua tiene para todos los humanos, un aspecto calmante, un efecto  melancólico y sedante. Da igual que sea río, mar, océano, lago o baño de espuma, el agua siempre tiende a serenarnos, a conectarnos de un modo natural con nosotros mismos. Cualquier pequeño torrente nos da unos minutos, unos segundos si acaso, de paz, de calma. Hay melancolía en el agua, la hay en los ríos, incluso en el Támesis, hay melancolía en el Támesis.

Cruzando uno de los puentes cercanos a Chelsea, no pude evitar saltar al agua. No fue un impulso cualquiera, no fue el simple venir del agua lo que me empujó a saltar, fue algo más, fue la luz que contemplé en el fondo, el rastro de algo más grande que la propia ciudad, que el propio río. Algo que me enseñaba el río, que quería que viera, pero que nunca me dejaría alcanzar. Me lo enseñó burlón, me dejo ver su tesoro, me dejó ver el alma de la ciudad que esconde desde hace milenios, pero no esperó a que pudiera tocarlo, ni siquiera esperó a que lo memorizara, a que guardara una mínima imagen mental. Sólo lo vi y al momento no era más que un hueco, un vacío en la memoria. Qué es lo que vi, algo que al momento era nada, pero era algo. Sabía qué era algo, no fue todo lo rápido que quiso o yo fui más rápido de lo que él, ella pensó. Y salté, salté a buscarlo, salté buscando el fondo, intentando penetrar en lo profundo, en la parte que ya no es río ni agua ni tierra, ni él ni ella, lo es todo junto.

Cerré los ojos y esperé a sentir el agua helada en las manos y en el rostro, pero el momento no llegó. Seguí cayendo, mucho más allá de lo que debería caer. Abrí los ojos y me vi descender, no había agua delante, miré hacia atrás y vi el río, corriendo turbio por encima de mí. Caía sin fuerza, casi flotando, por un túnel de agua cristalina y tranquila, un estanque en vertical me rodeaba, nada de turbulencias, nada de remolinos que atraen al infortunado a sus fauces, yo no me estaba ahogando, yo no había sido tragado, estaba siendo acogido, transportado. Había conseguido penetrar en su regalo, persiguiendo su regalo. Había conseguido encontrar los caminos secretos que el propio río, que el agua, utiliza para mezclarse con ella misma. No me sentía una extraño, pero no sabía si mi atrevimiento sería causa de castigo; estaba penetrando en dominios, difícilmente clasificables dentro de la realidad, más propios de lo que este mundo ha sido, es y será, de lo que el agua y la tierra, son en realidad.

Seguí cayendo, aún unos minutos más, la velocidad de mi caída fue ralentizándose hasta convertirse mi vuelo en poco más que un arrullo del aire. A mi alrededor, el estanque, hialino y estático, se poblaba de vida según yo frenaba, según, parecía, alcanzaba el fondo de aquello. Y no era vida necesariamente marina, ni siquiera era todo, vida conocida. Había de todo, o eso supuse, porque puede ver de todo. Vi peces, a montones, de muchísimos colores, formas y tamaños. Vi peces que brillaban en la oscuridad, otros que cambiaban de forma según aleteaban, siendo ora un pez, ora un gato, ora un árbol o una flor cualquiera. Vi mamuts sumergidos, paciendo tranquilos en praderas invisibles. Vi también lobos marinos, vacas marinas, lobos de tierra a los que le había salido una aleta en el lomo y jugaban a ser tiburones. Vacas lecheras también había, unas pastando, otras preocupadas en comerse a algunos de los peces que se empeñaban en convertirse en zanahorias verdes y brillantes, cuando pasaban a su lado. Vi de todo, pero no vi hombres, ni nada creado por hombres, ni rastro de la vida o el mundo de los hombres. Tampoco vi sirenas, para mi desilusión.

(continúa en el post siguiente) 

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