7ª Semana – Londres no tiene alma (2)

por Con Tongoy

(viene del post anterior)

No puedo decir si toqué el fondo o si ni siquiera había un fondo, simplemente, dejé de caer. Miré hacia arriba, pero no vi túnel alguno, sólo el estanque que me había acompañado durante todo mi viaje, limitando mi espacio, salvándome de un más que posible ahogamiento. Pero ya no estaba, o sí que estaba, pero ahora todo lo abarcaba, ahora yo también era parte de él. Caminaba por sus praderas, o caminaba sobre él, que era decir lo mismo. Podía mezclarme ahora con lo que me rodeaba, intentar tocarlo, sentir el agua rodeándome, pero sin rastro de humedad, frío o calor. Me movía por una superficie líquida, perfectamente transparente, dónde yo caminaba y respiraba, otros nadaban y otros no hacían ni lo uno ni lo otro. O hacían las dos cosas, o yo que sé, era difícil de decir. Otros volaban, sin que se viera rozamiento aparente con ese líquido que supuestamente a todos rodeaba, batían sus alas o planeaban, como si no hubiera mayor resistencia que la del mismo aire.

Caminé, sin perder de vista el lugar dónde yo había, digamos que caído, el cuál permanecía perfectamente visible, como si un pequeño y tenue foco lo mantuviera siempre alumbrado, destacándolo sobre el resto del paisaje. Había luz allí, la había porque todo era visible, pero no era una luz solar, ni una luz artificial, era más bien una luminiscencia desprendida  del mismo agua, de las mismas partículas de aquel líquido, que sí, debiera ser agua, pero el agua más clara y más extraña que jamás hubiera visto. Agua primordial, pensé, el agua del inicio del mundo, el agua original. Menudas tonterías nos da por pensar a veces, que poéticos podemos ponernos, en los momentos más extraños.

No eran sólo animales, había montones de plantas allá abajo, bosques enteros, selvas que cambiaban constantemente sus colores, su orden, su lugar, despareciendo delante de uno, para aparecer más tarde, cubriéndolo todo con su majestuosa maleza. Todo cambiaba, todo parecía fluir y cambiar hasta que vi un pequeño pasillo de árboles, estáticos, grandes robles flemáticos, semitransparentes, a través de los cuáles, uno podía ver una savia de color rosa chillón, circulando por sus venas y canales. Me acerqué, observando como el lugar de mi llegada no variaba su posición ni parecía alejarse de mí.  Los robles guardaban un riguroso orden, a corta distancia parecían tallados en cristal, o en la misma y transparente agua que todo lo cubría, sólo que hecha forma en este caso, hecha árboles. Una especie de pradera de césped de rojizo crecía entre los mismos, a modo de pasillo, y al final de esa pradera, de ese apremiante corredor, se abría, o eso parecía, un gran claro o sala, no podría decir, estática también entre tanta dulce vorágine.

Penetré, como no podía ser, a través de ese pasillo, hasta el claro que creí haber visto. En cuanto entré, lo que pudo ser o pude haber visto, desapareció sin más. Me encontré al momento, sin darme cuenta, sin sentir o percibir nada, en una gran sala. Un sala enorme hecha de tierra, de aspecto subterráneo, pero sin humedad ni rastro de polvo. El techo parecía el de cualquier tierra o campo en la superficie, pero dado la vuelta, como si se cogiera un bosque o un pastizal y se le diera la vuelta como a un calcetín cualquiera. Los árboles colgaban del techo, con sus hojas y ramas vueltas del revés, algunas espigas de trigo crecían al contrario, de la mies a la raíz, que parecía brillar con luz propia, iluminando a su vez la enorme caverna. Aunque era una insulto llamarla caverna, sus paredes eran de tierra y las raíces de infinidad de plantas crecían y se enrollaban por todas partes, en aparente desorden, pero con total sincronía, dándole forma a todo lo que uno veía, haciendo respirar la tierra, dotando de vida a esa “caverna”. Todo tenía vida, todo despedía vida. En el otro extremo de la misma, flanqueada por dos enormes piedras graníticas, una niña jugaba sentada sobre el asiento que le brindaba, ora la rama de un árbol, ora la del otro, ora un conjunto de lianas que se unían para cobijarla. No parecía atender a lo que ocurría a su alrededor, sólo se dejaba mecer, se dejaba acariciar y reía ante el movimiento y la vida que hervía a su alrededor.  Tampoco pareció verme, o si lo hizo, no desperté ninguna curiosidad en ella. Yo sí me quedé plantado, sorprendido, asustado como no lo había estado en todo ese rato buceando en el corazón del río y del agua. Era el primer ser humano que veía, una niña, una niña que jugaba desnuda en la enorme cueva.

Cuando la vi, en el primer segundo fue blanca, en el tercero negra, en el sexto verde y en el décimo, roja como una manzana, brillante. Al minuto siguiente cambiaba y su piel se tornaba  del color de la madera vieja, o del amarillo ocre de la arena del desierto, mientras sus ojos refulgían, constantemente, invariables en un azul irisado, chisporroteando en aquel ambiente velado. El miedo pasó rápido, la curiosidad no, las ganas de acercarme, un impulso mayor que cualquier otro, irresistible, se apoderó de mí. Me acerqué a su improvisado, cambiante trono lentamente, con miedo a despertar todo lo que me rodeaba, con miedo a molestar, a demostrar que no era más que un intruso. Casi llegué a su lado, casi podía tocarla. Un aroma de mil veranos, de un millón de atardeceres de lluvia y de montañas recién nevadas, se apoderó de mí, me envolvió por completo. Me mecía al vaivén de los aromas y el sonido musical de las raíces de todo tipo de plantas al moverse, al bailar juntas. Cuando volví a abrir los ojos, ella había dejado de jugar, me miraba y sonreía, sonreía y me miraba. Quise hablar, decir algo, pero no pude, ningún sonido salió de mi garganta, ni siquiera logré mover mi boca; no creo ni que la orden misma saliera de mi cerebro. Me quedé quieto, mirando, ella sonreía, no paraba de sonreír. Un par de lágrimas escaparon de mis ojos, furtivas, almacenadas desde hace mucho tiempo, desde antes que supiera quién o qué era. Corrieron, reflejando todos los colores al caer al suelo desde mi cara. Ella pestañeó y dos lágrimas corrieron también por su rostro; cuando tocaron el suelo, dos árboles en miniatura, brotaron en su lugar.

Nunca dejó de sonreír, sólo miraba y sonreía. Antes de que pudiera pensar más, señaló mi pecho y con una voz de niña, con una voz de madre niña, dulce y armoniosa, dijo: Todo vive.

Todo vive. Es lo último que oí, lo último que vi, porque de vuelta a mi lugar de “aterrizaje”, no podía decir que aquellas palabras hubieran sido pronunciadas, más bien habían sido imbuidas, o transmitidas a través de mi piel, o a través de mi boca, engullidas y procesadas en mi estómago. Sólo pude decir que las capté. Todo a mi alrededor seguía igual, miles de formas, millones de seres vivos, reales e imaginados, antiguos y futuros, nadaban en el agua amniótica de ese corazón del río. La misma fuerza que me había hecho saltar al río, me devolvió de  nuevo a mi espacio iluminado. Estaba seguro que no quería abandonar todo aquello, pero sentía que debía hacerlo, sentía como si mi tiempo allí hubiera prescrito y debiera salir cuanto antes. En el momento en que pisé, o creí pisar, el círculo iluminado, empezó mi viaje de vuelta. De nuevo pareció abrirse el túnel para mí y comencé a subir, a la misma velocidad gradual, dejando atrás, poco a poco, los niveles más poblados, viendo acercarse lentamente la corriente del río y con ella, mi realidad, monótona casi siempre, difícilmente soportable, pensé, ahora. A medida que subía, los recuerdos de lo ocurrido se difuminaban, se disolvían como el papel en agua caliente. Los retazos permanecían, pero el todo no acaba de formarse, no existía, o no había existido.


Para cuando salí del agua, caminando por una de las zonas bajas del Tamésis, había anochecido y poca gente quedaba para verme salir del agua. Una pareja que corría por la zona, se acercó a mí, preguntando si me había pasado algo, si estaba bien. Al ver que ni siquiera estaba mojado, parecieron tranquilizarse bastante. He bajado a tocar el agua, nada más, dije tranquilo, ¿veis las escaleras?, he saltado la valla y he bajado por ahí, casi me caigo, pero así puedo decir que he tocado el agua del Tamésis, ¿no? Sonrieron apenas, lo más seguro es que me tomaran por loco o por borracho, a pesar de que no tenía pinta de ninguna de las dos cosas. Anduve dando un rodeo hacia casa, todo se movía dentro mí, formas y destellos daban vueltas sin llegar concretarse.  Al abrir la puerta, me detuve unos segundos, una imagen clara por fin se materializó, la imagen de una sonrisa y una frase, unas palabras apenas pronunciadas: Todo Vive.

Sigue leyendo

Deja un comentario